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En las Tragedias griegas los actos violentos quedaban fuera del escenario; no así en los dramas romanos que tanto influyeron sobre los dramaturgos ingleses de los tiempos de Shakespeare: llenos de muertes sangrientas y otros actos igualmente escabrosos. Porque aunque la violencia sea casi siempre monótona, idéntica, motivada siempre por los mismos impulsos bajos y solo modificada por el desarrollo de la técnica que, como en el 2001: Una Odisea del Espacio (1968) de Kubrick, nos lleva del hueso usado como arma homicida entre homínidos al robot HAL 9000 desconectando el respirador de una tropa de astronautas.

Recuerdo la detallada muerte de Madame Bovary en el libro homónimo de Flaubert: una descripción exhaustiva de varias páginas acerca de la ingesta de arsénico y sus posteriores consecuencias en el cuerpo de la señora Bovary. Mucho menos racional y también menos exhaustiva es la de Alonso Quijano, conocido como Don Quijote de la Mancha, que más allá de todo padecimiento físico muere presa de la melancolía, como dictamina su fiel escudero: “No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía”. El final más demoledor que recuerdo en un libro, sin embargo, es la —reescrita hasta el agotamiento por su autor— escena final de Adiós a las armas, en la que Frederick Henry acompaña a su mujer, Catherine, al hospital donde va a dar a luz y, de pronto, lo que parecía una escena idílica de incitación a la felicidad y a la vida se transforma en la peor de las catástrofes por culpa de una hemorragia: tanto la mujer como el niño morirán. Henry sólo podrá intercambiar unas últimas y precipitadas palabras con la mujer que tan solo unas horas atrás era una feliz embarazada. Entonces ella le pregunta: “No volverás a hacer lo que hacíamos los dos con otra chica, ¿verdad? Ni le dirás las mismas cosas, ¿verdad?”. “Nunca.”, contesta él. “Pero quiero que conozcas a otras mujeres”, añade ella. Cierra él: “Yo no quiero”. Unos minutos después ella habrá muerto y el doctor se ofrecerá a llevar a casa a Henry, que preferirá volver solo. La descripción final de Hemingway es la mejor muestra de su “teoría del iceberg” por la que solo se ve la punta de los sentimientos mientras la mayoría de la densidad psicológica queda sumergida: “Pero desùés de haberlas echado y haber cerrado la puerta y apagar la luz, comprendí que todo era inútil. Era como decir adiós a una estatua. Al cabo de un rato me fui y salí del hospital y volví al hotel bajo la lluvia”.

Otras muertes inolvidables en la literatura son la de Kurtz en El corazón de las tinieblas (1902); la de Gatsby en El gran Gatsby (1925) de K. el protagonista de El proceso (1925); la de Addie Bundren que vertebra la trama de Mientras agonizo (1931); la muerte estoica de Chen en La condición humana (1933); el suicidio junto a la incineración de su biblioteca de Peter Kien en Auto de Fe (1935) —referencia que nos puede llevar a la obra de otro ilustre contemporáneo cuyo título es también muy elocuente: (La muerte de Virgilio 1945)—; el asesinato que comete Mersault en El extranjero (1942) sobre un árabe disparando todas las balas del tambor del revólver menos una —la del suicidio simbólico—; o, por poner término a esta enumeración, la bella evocación sobre la muerte que hace Joyce en su relato Los muertos con la revelación final tras la fiesta de Gretta y Gabriel Conroy.

En pintura nadie podrá olvidar algunos cuadros tan brillantes como Las Edades y la Muerte (1542) de Hans Baldung, que se incluye en la colección del Museo del Prado y que siempre me ha recordado a unos versos de Góngora: “Mientras por competir con tu cabello,/ oro bruñido al sol relumbra en vano,/ mientras con menosprecio en medio el llano/ mira tu blanca frente el lilio bello;/ mientras a cada labio, por cogello,/ siguen más ojos que al clavel temprano,/ y mientras triunfa con desdén lozano/ del luciente cristal tu gentil cuello;/ goza cuello, cabello, labio y frente,/ antes que lo que fue en tu edad dorada/ oro, lirio, clavel, cristal luciente,/ no sólo en plata o víola troncada/ se vuelva, mas tú y ello, juntamente,/ en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Otro cuadro igualmente impactante es el Autorretrato con la muerte tocando el violín (1872) de Arnold Bocklin, que hace inevitable recordar aquel emperador romano que, según cuentan, siempre llevaba un esclavo cerca para susurrarle “memento mori” en los momentos de exaltación; o que recuerda a aquella cita de Marcel Proust que obsesionaba a un personaje de la película La Gran Belleza (2013) al punto de abocarle al suicidio: “Decimos que la hora de la muerte no se puede pronosticar, pero cuando decimos esto nos imaginamos que la hora que coloca en un futuro oscuro y lejano. Nunca se nos ocurre que tiene alguna relación con el día ya ha comenzado o que la muerte podría llegar esta misma tarde, esta tarde, que es tan cierto y que cada hora llena de anticipación”. Esa inminencia parece como cierta música de acompañamiento, un violín quizás, que siempre escuchamos en el fondo de nuestra existencia.

En el género histórico, acaso el más prestigioso de la pintura durante no pocos siglos, hay tres muertes especialmente interesantes: dos pinturas de Jacques-Louis David —La muerte de Marat (1793) y La muerte de Sócrates (1787)— y una de Manuel Sánchez Domínguez que se encuentra en el Museo del Prado: Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro. Por supuesto, habría que añadir todos los cuadros donde aparece Jesús crucificado, como el cuadro de Velázquez que inspiró un poemario de Unamuno, así como todos los cuadros donde Cristo es bajado de la cruz como en El Descendimiento de van der Weyden. Ambos cuadros, hay que recalcarlo, se encuentran en el Museo del Prado. Sin embargo, es curioso cómo el paganismo y, sobre todo, el neopaganismo brillan en el tratamiento de la muerte mientras que el cristianismo evita ese tipo de representaciones y hasta las considera escabrosas. Sobre ello, George Steiner escribe en La muerte de la tragedia una interesante reflexión que me permito citar in extenso:

No ha habido un modo específicamente cristiano de drama trágico, ni siquiera en el esplendor de la fe. El cristianismo es una visión del mundo antitrágica. La Pasión de Cristo es un acontecimiento de un dolor inexpresable, pero también es una clave a través de la cual se revela el amor de Dios por el hombre. Por tratarse de un umbral de lo eterno, la muerte de un héroe cristiano puede ser un motivo de dolor, pero no de tragedia. La verdadera tragedia puede darse únicamente cuando el alma atormentada cree que ya no queda más tiempo para el perdón de Dios. ‘Y ahora es demasiado tarde’, dice Fausto en la única obra que más se acerca a resolver la contradicción intrínseca de la tragedia cristiana. Pero está en un error. Nunca es demasiado tarde para arrepentirse y el melodrama romántico es teología sólidamente fundada cuando muestra cómo el alma es arrebatada al borde mismo de la condenación”.

En cuanto a la música, resulta imposible hablar de Bach y de una pieza a la que Andrés Amorós rinde un bello homenaje en su libro La vuelta al mundo en 80 músicas: “Confieso mi debilidad absoluta por la Chacona en re menor, el tiempo último de la Partita número 2 para violín solo. Es una obra única y misteriosa; entre otras cosas, dura cerca de quince minutos, más que todos los tiempos anteriores”. Dicha pieza, según apuntan algunas versiones, habría sido escrita en 1723, después de su traslado a Leipzig junto a su segunda mujer Anna Magdalena, pero estaría inspirada por un hecho decisivo en la vida del compositor: la muerte de su primera mujer, Maria Bárbara Bach, a los 35 años mientras el músico se encontraba de viaje por trabajo. Se trata de una pieza de belleza inefable, un monólogo interior de violín que contrasta con la gran técnica coral que destaca en otros trabajos del autor, el contrapunto, y que carece de la sensualidad de las piezas solo para Cello que redescubrió Pau Casals, porque entona un canto desgarrador, quizás la más bella composición artística en torno a la muerte de un ser querido.

Cualquier cinéfilo tendrá grabadas en la retina las imágenes de Muerte en Venecia (1971) al escuchar el adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler; lo mismo ocurre con el Adagio para violín de Samuel Barber y Platoon (1986); o Sarabande de Haendel en la escena de la muerte del hijo en Barry Lyndon (1975). En la música clásica contemporánea podemos destacar la tercera sinfonía de Gorecki, más conocida como Sorrowful songs; en Requiem for a friend de Zbigniew Preisner; o en los Frates de Arvo Part. Pero quizás el mayor ejemplo —con el permiso del bello Adagio de Alessandro Marcello— sea el Réquiem de Mozart, trabajo póstumo de Mozart en 1791 y que, a pesar de ser un encargo realizado por un remitente desconocido, resultó adecuado para el propio compositor, cuya música, habitualmente de un talante ligero, tenía poco que ver con el tramo final y desdichado de la vida del músico, que en el último momento demostró en una carta una lucidez extrema al certificar el propio destinatario de su composición: “Siento que mi final está cerca. Yo sé que tengo que morir…Y tengo miedo de estar escribiendo un Réquiem para mí mismo”.

La muerte en el cine está presente desde sus inicios: el fotograma inicial y el final del corto Asalto y robo de un tren (1903) de Edwin Porter muestra a un pistolero amenazando directamente a los espectadores con el arma; y en Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone, acaso la primera película de la historia del cine según criterios puramente cinematográficos, asistimos a la muerte de Sofonisba, que se sacrifica para poder salvar a la protagonista que da título al film. A partir de entonces, los ejemplos serán innumerables: aunque, personalmente, me quedo con dos muertes filmadas por Sam Peckimpah: la del protagonista de La balada de Cable Hogue (1970) atropellado por un coche —es decir, por el progreso técnico— y la muerte ante un río que sigue fluyendo de un personaje secundario mientras suenan los acordes de Knockin on heaven´s door en la cinta Pat Garret and Billy the Kid (1973). Los ejemplos, sin embargo, son muchos más: desde El séptimo sello (1957) o Fresas Salvajes (1957), dos películas de Ingmar Bergman realizadas en un solo año sobre la muerte; a la muerte de la hija de Michael Corleone, interpretada por la hija del director Sofía Coppola en la tercera parte de El Padrino (1990).

Podemos citar otros ejemplos como las decenas de asesinados que aparecen en las célebres escaleras de El acorazado Potemkin (1925), el inicio de Ciudadano Kane (1941) con la muerte del protagonista y el misterio de “Rosebud”, sus últimas palabras; la propia muerte de Orson Welles tiroteado en El tercer hombre (1949) o del protagonista de Perdición (1944) de Billy Wilder; otras muertes imposibles de recordar Bonny y Clyde (1967) o Blade Runner (1982); el inicio de Up (2009), donde se nos cuenta sin necesidad de palabras una historia de amor que acaba con la vejez y la muerte de la mujer del protagonista; el personaje de Jack en Titanic (1997); la muerte —con resurrección incluida— en Ordet (1955) de Dreyer; la incineración a lo bonzo de Doménico en Nostalgia (1983) de Tarkovsky mientras suena sarcásticamente la Novena Sinfonía de Beethoven; la escena final de Vértigo (1958) donde contemplamos tan impotentes y desconcertados como Scottie la segunda muerte de su amada; el asesinato de Lee Marvin en El hombre que mató a Liberty Valance (1962); la secuencia del suicidio rodada en primera persona —la cámara es arrojada por la ventana— en El placer (1952) de Max Ophuls; y la crudeza con la que se filma la muerte de los hijos del protagonista en uno de los mejores flashbacks de la historia del cine que contiene la reciente Manchester frente al mar (2017), con el Adagio de Albinoni como acompañamiento constante.

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Personalmente, mi final preferido de la historia del cine es el de La eternidad y un día (1998), film que narra las últimas 24 horas en la vida de un escritor enfermo. La película de Theo Angelopoulos cuenta con una escena final de más de 8 minutos filmada como un plano-secuencia (falseado) en el que el escritor (Bruno Ganz), penetra en una casa y la atraviesa, guiado por una bella música (de Eleni Karaindrou), hasta cruzar una puerta que le lleva a un balcón donde una mujer balancea un cochecito de bebé (¿acaso el primer recuerdo?), tras el cual se ve a un grupo de personas bailando frente al mar. Una voz femenina se distingue y le llama: “Alexander”. Todos se quedan congelados mirando al protagonista y la mujer, Ana, se acerca a él —claramente todos los personajes le ven más joven de lo que le vemos nosotros—, se abrazan y ambos bailan lentamente mientras otras parejas (¿los personajes más importantes en la vida de Alexander?) se unen a ellos. Finalmente Alexander y Ana quedan solos y juntos, susurrándose palabras de amor y caminan hasta la orilla del mar. Él le pregunta “¿cuánto dura el mañana?”, y ella le grita, al tiempo de alejarse, “¡la eternidad y un día!”. “Todo es verdad y espera por la verdad”, concluye él, volteándose hacia el mar. La cámara se aproxima en un zoom progresivo hacia su espalda mientras se escuchan las olas y la voz lejana de Ana, la mujer amada, llamando a Alexander por su nombre. Como todo hombre, desconozco como es la experiencia de la muerte. Solo sé que así es como debería ser, que no puede haber una forma más bella de abandonar la vida, y que el arte también tiene ese poder de hacer bello aquello que, quizás, no sea más que un mero trámite tan penoso y desagradable como fisiológicamente nos resulta. Más allá de la muerte del cuerpo, quiero pensar que mentalmente todos acabamos en frente de esa playa con la voz de algún ser querido llamándonos por nuestro nombre.

Los primeros cineastas soviéticos como el gran Serguéi Eisenstein, Dziga Vertov,  Vsévolod Pudovkin o Lev Kuleshov eran, además de directores de cine y maestros de la experimentación, auténticos teóricos con la capacidad distintiva sobre la mayoría de teóricos del cine —que suelen trabajar sobre las obras de otros—, de que eran capaces de reflejar en su obra sus postulados. En conjunto, podemos decir que les interesaba un cine no-psicologista —recordemos la imposición del protagonista colectivo a través del (mal) llamado realismo socialista— y, sobre todo, basado en la técnica del montaje. Frente a uno de los padres intelectuales del (mal) llamado cine de autor, el teórico francés André Bazin, que consideraba el plano-secuencia como la cumbre del cine; estos directores propusieron un modelo perfeccionado por Alfred Hitchcock: el corte como rasgo característico del cine. En ese sentido, ninguna escena puede analizarse aisladamente sino que su sentido debe ser entendido dentro del contexto otorgado por el conjunto de escenas de la película. Cierto es que podemos contar algunos tímidos intentos vanguardistas por realizar un equivalente a  la atonalidad musical en un uso azaroso del montaje a la manera de los caligramas del dadaísmo formados con palabras sacadas azarosamente de una bolsa. Para entender mejor la importancia del montaje en el cine y en la historia del arte, me voy a permitir una larga cita del excelente libro —uno de los mejores sobre cine en concreto y sobre arte contemporáneo en general que yo haya leído— Aisthesis de Jacques Ranciere:

El arte comienza donde acaba la técnica. Comienza cuando la técnica se ha desarrollado lo suficiente para que sea manifiesta su limitación intrínseca: no su influencia sino, por el contrario, su excesiva perfección esa minucia del detalle que la hace dócil y segura para los científicos pero arisca e infiel para los artistas, al entorpecer la capacidad de ver e interpretar de estos últimos. Se establece así en qué sentido debe ejercerse la interpretación del artista. (…). La fotografía es un arte en sí mismo y un arte propiamente modernoporque afirma el privilegio de la mirada sobre la mano. Puede afirmar su inmaterialidad no en la difuminación de los contornos, sino al tomar el tiempo como objeto y materia propios. Su trabajo se identifica con el dominio del tiempo que dispone el marco en el seno del que podrá surgir su singularidad. La composición fotográfica es un arte de la forma-tiempo más que de la disposición de las figuras en el espacio. (…). Pero el arte de la mirada es ante todo el arte de escoger y se optimiza cuando, en lugar de abrevar en el repertorio limitado de las escenas artísticas, se expone la mirada al riesgo de perderse en la más grande profusión de espectáculos, y de espectáculos aparentemente indiferentes, no artísticos. El arte moderno de la mirada está, en ese sentido, ligado del espectáculo moderno de la ciudad. (…). El cine es un lenguaje en el sentido de que pone en comunicación. Pero lo que pone en comunicación son hechos y acciones. Y puede hacerlo en la medida en la que él mismo es una práctica autónoma, que trabaja con los hechos sensibles de la vida y los trata como materiales que organiza para construir las formas de la percepción de un nuevo mundo sensible

El cine es un arte sintético que aúna música, pintura y literatura; que reconcilia técnica y poesía a través de una puesta en escena simbólica mediante la cual retoma mitos intemporales. Su análisis debe rotar sobre tres ejes: narración, tiempo-imagen y discurso. Además de esto hay una serie de elementos (colores, montaje) y de valores estéticos característicos en toda obra así como unas circunstancias socioeconómicas, históricas y psicológico-biográficas que deben ser tenidas en cuenta tanto en el caso de quien realiza la película como en la sociedad y el público que la recibe. El cine es arte, es técnica, es un oficio reservado a artesanos, sí, pero también requiere de mecenas como las grandes obras del Renacimiento (no así el arte moderno, que vive de las subvenciones estatales). En definitiva, el cine también es industria. Y lo es de una forma mucho más evidente y relevante que otras artes de otras épocas. Por eso, un análisis riguroso del cine como arte no puede obviar la importante faceta que la industria representa dentro del mapa general de ese producto complejo al que llamamos cine. Esta evidencia descarta la existencia de un cine «de autor»: no hay una autoría única en el cine como sí la hay, por ejemplo, en la novela, a pesar de que intervienen correctores, editores y publicistas en su producción. Sin el escritor no habría libro, pero sin el director, el guionista o el productor (las figuras sobre las que ha descansado el término «autoría» en diferentes momentos), seguiría habiendo iluminación, montaje, actuaciones, banda sonora, localizaciones, etcétera. Si no entendemos el cine como industria, como producto colectivo; y como arte, como actualización del mito; sencillamente no entendemos el cine.

Vivimos en una época dominada por la técnica. El mundo se mueve por la inercia de la propia técnica como una nave sin piloto que sigue avanzando hacia una dirección desconocida. Los avances tecnológicos contemporáneos, cuya fecha de inicio podemos poner en la simbólica fecha de la Exposición Universal de Chicago de 1893 o en la Exposición Universal de París en 1900, han ido acortando sus procesos de producción al tiempo que acelerando su poder de influencia sobre las vidas privadas de las personas. No podría haber existido el llamado impresionismo sin el progresivo desarrollo de la fotografía aparejado con la amenaza que significaba para un tipo de pintura mimética o meramente descriptiva. Como indica Ranciere, el artista dejó de retratar toda la realidad a la manera decimonónica para empezar a escoger qué fragmento de realidad retrataba y de qué forma lo hacía. Con ello nacía un espectador autoconsciente, sin la ingenuidad del lector de novelas con un narrador omnisciente. Porque ahora el narrador podía estar involucrado en la historia o podía estar escogiendo que contarnos y qué no para que no tengamos la información en todo momento. También podemos encontrar a narradores que, como en el caso de Hitchcock, preferían darle más información al espectador de aquella con la que contaban los personajes para generar la sensación de thrill.

Conforme la técnica se ha ido apropiando del mundo, el arte ha ido vaciándose de contenido, renunciando al mundo, buscando aquello inexpresable más allá de toda forma clásica y de todo canon tradicional. Eso ha alejado al espectador del arte y lo ha arrojado en brazos de otra forma de arte que sí sabe satisfacer sus necesidades precisamente porque siempre ha sido el recipiente de una forma oculta de conocimiento del mundo: la cultura popular. En La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica, ese genio llamado Walter Benjamin escribía lo siguiente: “La Humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo en sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. No en vano podríamos decir que la distopía, la ciencia ficción especulativa, el género de terror monstruoso o la más inquietante de las variantes de la fantasía se han convertido en la forma más realista de hablar de nuestra vertiginosa e incierta realidad. Podemos criticar el arte de Andy Warhol —por ir a un caso extremo— como el de aquel que ha convertido en objeto de consumo la parodia del arte moderno como fetiche decorativo, pero hay que reconocer en él un talento crítico nada desdeñable como alguien que ha sabido entender aquello que anunciara Benjamin: la imposibilidad de una obra tal y como se entendía en otro tiempo cuando puede ser reproducida casi al instante en cadena para su distribución comercial fulgurante.

Según esta base teórica vamos a realizar una sucinta aproximación a una suerte de “romanticismo” que venimos detectando en el cine de la última década. Nuestra concepción de romanticismo viene de Goethe y Baudelaire: ambos identificaban en la obra de arte un significado simbólico inmarcesible encuadrado en un soporte material transitorio. Si el arte moderno se caracteriza por una ausencia total de significado, entendemos que romántico es todo aquel que quiere volver a un estadio previo donde el arte era pleno en significado. El romántico es, entonces, un reaccionario; un conservador. Se define por la tradición a la que pertenece, dado que “lo que no es tradición es plagio” (Eugenio D´Ors). Que el futuro del cine pertenezca al pasado no debe confundirse ni con el inmovilismo ni con la falta de evolución, pero sí que descarta toda idea de un supuesto progreso junto con el concepto mismo de vanguardia. Sirve, entonces, para el cine lo dicho por Eliot para la literatura: “toda la literatura (…) Tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo”. El rasgo característico del romántico es la insatisfacción con el tiempo que le ha tocado vivir. Un desasosiego que se puede entender como la “sed de absoluto”, esto es, “un estigma que marca a los que son incapaces de encontrar satisfacción en el mundo relativo del ahora y del aquí” (Koestler). El romántico es un tránsfuga que nace en una época y muere en otra distinta, cuyo modelo canónico sería Chateaubriand. Una actitud que no puede resultar ajena al auténtico cinéfilo de nuestros días.

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Volviendo al cine y al cambio que supone en la historia del arte; al montaje como técnica diferenciadora; al plano-secuencia dentro de una película llena de cortes; y, sobre todo, a las distintas formas de representar la muerte en el arte, hay que citar la muerte de Vito Corleone en la primera parte de El Padrino (1972) como ejemplo de todo ello. Después de un fundido donde la cara de Michael (Al Pacino) desaparece para mostrarnos a Vito (Marlon Brando) jugando con su nieto, vemos como el abuelo usa una naranja que se coloca en la boca para asustar a su nieto —recordemos que cuando tirotean a Vito al principio de la película, este se encuentra comprando naranjas—. A través de varios planos-detalle encadenados, asistimos a cómo nieto y abuelo se persiguen entre risas. Se suceden los primeros planos de los rostros felices hasta que la risa se transmuta en una tos que anuncia lo peor; segundos después, el abuelo se desploma sobre el huerto y el niño se ríe creyendo que es parte del juego. Después la cámara toma distancia para mostrarnos el cuadro completo mientras la tela blanca que compone el techo del huerto se mueve al vaivén del viento. Otro fundido a negro como aquel que ha dado a comienzo la escena nos muestra a los coches fúnebres entrando en el cementerio. El cine nos está narrando la muerte de una manera diferente a la de ningún otro arte: sin necesidad de palabras, aparece el personaje al que más afecta la muerte, para que el espectador se introduzca mejor en su psique; la escena completa de la muerte con la imprevisibilidad que caracteriza al fenómeno y todas las pequeñas contingencias que normalmente pasan desapercibidas al ojo humano —al tiempo que humaniza a un personaje en realidad temible—; y apenas unos segundos de distancia lírica preceden la vuelta al mundo de la política, tema central de la película, en la siguiente escena de cementerio. Porque la vida sigue cruelmente aunque nosotros no hayamos podido asimilar sus acontecimientos racionalmente.

Aquellos que deciden construir su vida o cimentar su mente en torno a un rechazo radical —aunque siempre menos radical que el del amish, cuya vida sí supone un rechazo radical, aunque ilusorio, de nuestro tiempo—, pasan por alto que si hemos nacido en este tiempo es por algo. Que se debe a una razón: estamos llamados a ser y a estar en esta época, y no en otra. Debemos conocernos en este contexto y debemos conocer igualmente el mundo circundante por mucho rechazo que nos pueda generar. Igual que el tradicionalismo, la posmodernidad rechaza buena parte de la modernidad: uno se posiciona fuera de ella y otra lo hace desde el corazón de la misma. A este respecto, cabe preguntarse si existe una mayor reivindicación de la obra artística que la realizada por William Gaddis en la novela que supone el pistoletazo de salida de la posmodernidad en la narrativa literaria: Los reconocimientos (1955). La única diferencia real entre la actitud de Gaddis y la de Robertson Davies con La trilogía de Deptford (1977) es que, siendo ambos autores de una enorme cultura y de un talento literario y narrativo mayúsculo, Davies escoge un modelo de ficción que imita a las grandes obras decimonónicas mientras que Gaddis adopta un modelo nuevo, que trata de inventar una forma nueva para un tiempo nuevo. Así, mientras aquellos artistas “románticos” tratan de retornar a formas artísticas previas a la tecnificación; los artistas “posmodernos” tratan de avanzar hacia formas artísticas que puedan hablar del fenómeno de la tecnificación y su impacto en lo humano de una forma lo suficientemente compleja como para hacer justicia a la realidad. Y ese es mi mayor problema con ciertos análisis del arte contemporáneo que rechazan de plano todo lo moderno: que no saben hablar de nuestro tiempo artísticamente con solvencia, como sí que saben hacer ciertos autores posmodernos que son tan reaccionarios como el más visceral de los tradicionalistas sin compartir, eso sí, ese deseo de retornar por completo a un tiempo anterior que, normalmente, suele partir de una idealización sin fundamento o exagerada en exceso.

Voy a poner dos ejemplos finales a este respecto. No se puede negar la influencia del cine sobre otras artes, como la literatura. Eso ha hecho que la literatura tenga que acoplar sus técnicas narrativas a un espectador habituado al cine: adaptándose e innovando para ello. Así, Paul Auster consigue narrar la muerte de una forma revolucionaria en su novela 4 3 2 1. Siendo el gran tema de Auster el azar a lo largo de toda su obra, en la mencionada novela —escrita en 2017—, parte de un capítulo cero sobre un inmigrante, de apellido Rockefeller, que llega a Nueva York y que es rebautizado como Ferguson irónicamente porque, según el funcionario de turno, “con el apellido Rockefeller aquí no vas a llegar a ninguna parte”; se nos cuentan cuatro variantes donde los matices se van sucediendo, marcados de la contingencia, como distintas variaciones en torno a un único leitmotiv. 4 historias diferentes ordenadas como 1.1, 2.1, 3.1, 4.1, y así sucesivamente para contarnos la vida de un mismo personaje en cuatro caminos distintos pero muy parecidos entre sí. La muerte irrumpe cuando una de las cuatro variantes cae fulminada por un rayo durante una noche de tormenta en un campamento infantil —experiencia que se dará en las otras variantes pero con un resultado menos trágico en cada caso—, dejando, a partir de entonces, una página en blanco al llegar dicho número de la historia después de haber recorrido los otros. Esa me parece una de las formas más brillantes de la historia del arte de representar la muerte en todo su peso. La incapacidad de nuestra mente para asimilar la amenaza constante de la muerte a través de las infinitas posibilidades que componen nuestra realidad quedan fielmente reflejadas en esa metáfora de la página en blanco usada por Auster en su excelente epopeya 4 3 2 1.

El otro ejemplo es cinematográfico. Ocurre en una de las primeras grandes series televisivas de la historia: Los Soprano (1999-2007). Nadie que haya visto por completo la serie creada por David Chase podrá olvidar su final. La muerte acompaña a Tony Soprano constantemente a lo largo de la serie: como amenaza, sí, pero también como forma de vida e, incluso, como forma de amor. En la temporada final el personaje pasa horas sumido en un coma y viajando por su subconsciente —una de las constantes de la serie teniendo en cuenta los diálogos de Tony con su terapeuta; por cierto que en la novela Mantícora del citado Robertson Davies el esquema narrativo gira en torno a una sesión de terapia muy similar a la de Los Soprano—; tras despertar, decide reformarse aunque se verá sumido en otra espiral de violencia donde se trata de asesinar o de ser asesinado. A pesar de que Tony consigue vencer y aniquilar a sus enemigos, su asesinato ha sido encargado y es probable que suceda a pesar de que el pagador ya no pueda disfrutar de las mieles de la victoria. La escena final de la serie es una cena familiar en un restaurante. Tony llegará el primero. Más tarde aparecerá su exmujer y luego su hijo. Mientras tanto, Tony selecciona una canción en la máquina de discos: “Don’t stop believin” (No dejes de creer). El espectador observa a varios individuos sospechosos en el local: todos pueden ser el asesino de Tony. A pesar de que nada llamativo ocurre, la tensión es constante. La hija de Tony, el único miembro fundamental de la familia que no ha entrado al local, está aparcando con dificultades. La canción sigue sonando y la familia comienza a comer aros de cebolla. Los hombres sospechosos siguen ahí; la hija sale del coche y se aproxima a la puerta corriendo. Tony va a escoger otra canción pero su mirada se alza: ¿mira a la puerta donde su hija está entrando? ¿Mira a uno de los hombres sospechosos que finalmente se ha decidido a matarle? Un fundido a negro de 8 segundos pone fin a 86 capítulos de casi una hora cada uno. En ellos hemos visto a la familia hacer de todo: crecer, envejecer, comer, dormir, llorar, follar, pelearse, gritar, temer, amar, abrazar, besar… Han entrado a formar parte de la vida de los espectadores. Incluso hemos visto a Tony encajar varios disparos —que le provocaron el coma mencionado—, ¿por qué no ver la muerte si ese es el inevitable final? Porque estamos adoptando la perspectiva de Tony: nadie ve a la muerte llegar, incluso cuando todos la están esperando de alguna forma. De nuevo, la posmodernidad ha encontrado un estilo propio y una manera única de narrar la imprevisibilidad de la muerte que nos acecha en cada instante: el fundido a negro.

Querría haber acabado este artículo hablando de la página en blanco y del fundido a negro como dos metáforas geniales de la muerte en el arte de nuestro tiempo —suponiendo que la posmodernidad no haya acabado también con la actual pandemia y nos encontremos en otro paradigma artístico distinto—. Aun así, la actualidad me pide un excurso final: recientemente ha muerto Michael K. Williams por sobredosis. Se trata del actor que dio vida a uno de los grandes personajes de la historia de la televisión: Omar Little, de la serie The Wire (2002-2008). Dicho personaje era un Robin Hood del mundo de la droga que moría asesinado de forma inesperada a manos de un niño. El montaje de la serie no hacía ningún énfasis en esta demoledora muerte para el espectador, mostrando una fidelidad encomiable con el ánimo realista, sobrio y carente estética de todo su metraje. Tan solo unos años atrás, en 2014, otro gran actor, Philip Seymour Hoffman, moría igualmente de sobredosis. Esta semana, coincidiendo con la aparición del tráiler de la última película de Paul Thomas Anderson —director que solía contar con Seymour Hoffman en sus películas—, Licorice Pizza (2021), hemos podido saber que estaba protagonizada por Cooper Hoffman, hijo del actor. Se trata de un bello homenaje, más allá de las dotes de actor —que no pongo en duda—. Como es un bello homenaje que The Many Saints of Newark (2021), la precuela de Los Soprano cuyo estreno parece inminente, esté protagonizada por Michael Gandolfini, hijo del fallecido actor James Ganfolfini que dio vida a Tony Soprano. Su hijo, además, interpretará al mismo personaje en otra etapa de su vida anterior. La conclusión de estos datos aparentemente inconexos que compilo a modo de final es que, quizá, detrás del fundido a negro haya algo más: aunque solo sea una simple página en blanco. Porque, como bien escribiera T.S. Eliot, “In my end is my beginning” (En mi final está mi principio).

 

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Guillermo Mas Arellano
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