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Cuando escribimos artículos, la mayoría de las veces nos dedicamos a filosofar, si se me permite la expresión, olvidando que las cosas que nos pasan en primera persona, son las que mejor ilustran nuestro estado de ánimo y, sobre todo, lo que es más idóneo para argumentar nuestros puntos de vista.
Con respecto a esta locura que nos ha tocado vivir, originada por el ya famoso coronavirus, hemos sabido ahora que, en el mes de febrero, el Gobierno de España ya sabía que lo que está pasando en nuestro país, podía pasar, pues se lo dijo la Organización Mundial de la Salud, y nuestro Gobierno (porque es el nuestro, nos guste o no), no sólo no hizo nada para evitarlo, sino que, antes al contrario, promovió y autorizó actos multitudinarios que contribuyeron a la propagación del virus, con la consiguiente desgracia posterior. Esto último es de una gravedad absoluta, sin precedentes similares en la historia de España, que espero y deseo que tenga consecuencias jurídicas, como intentaré justificar al final del presente artículo.
Pero como decía antes, voy a contar cómo viví yo aquéllos días previos a la hecatombe, con el fin de que me sirva de soporte argumental para mi conclusión. No debemos de olvidar que fue el sábado, 14 de marzo, cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció el inicio del estado de alarma. Pues bien, de los dos hijos que tengo, el mayor trabaja en Madrid y reside en una pensión en el centro de la ciudad. Él ya llevaba unas dos semanas antes avisándome de lo mal que estaba la cosa en Madrid: que se rumoreaba que iban a cerrar la Comunidad, que algunos compañeros suyos se habían ido a su casa con fiebre (luego supimos que uno de ellos con un fatal desenlace), que todos los días se llevaba el ordenador a la pensión por si recibían la orden de seguir con el teletrabajo, cada uno desde su residencia, etc.
Yo ya me temía lo peor y, por razones obvias, me puse manos a la obra: le dije a mi hijo que, llegado el caso (que parecía inminente), que no se quedara en Madrid (yo no quería tener al muchacho encerrado en la angosta habitación de una pensión todo el tiempo que se le ocurriera al ínclito de Pedro Sánchez), sino que se viniera a su casa (somos de Jaén), y que yo me encargaría de mejorar la conexión a internet que tenemos en nuestra vivienda, para que él pudiera teletrabajar desde ella, como así lo hice, y que además puedo demostrar documentalmente. Varios días después de todo esto, Pedro Sánchez anunció que se decretaba el estado de alarma, pero ya los ciudadanos íbamos por delante, como he dejado claro a través de las líneas anteriores. Lógicamente mi hijo se vino de Madrid el viernes día 13 de marzo, por la tarde, algo de lo que nos hemos alegrado infinitamente en mi casa.
Y ahora otra vivencia personal: el domingo 8 de marzo, por la mañana, fui a misa a mi parroquia. Antes de comenzar la Eucaristía, nuestro párroco nos leyó unas instrucciones que había recibido del Obispado, ante la situación que se avecinaba: que no nos diéramos la paz, que tomáramos la comunión con la mano, que saliéramos del templo de forma escalonada, etc. Yo fui de los últimos en salir y, cuando me dirigía a mi casa, oí un tumulto a lo lejos; me acerqué para comprobar de dónde procedía el vocerío, y resulta que era la manifestación del “chocho” de marzo, y allí estaban ellas, todas las tontas de la ciudad en la que resido, más algunas llegadas de los pueblos limítrofes, juntas y revueltas, felices en su actitud borreguil, para mayor gloria del feminismo militante.
Yo entonces monté en cólera para mis adentros: ¿Cómo podía un simple párroco, y sus feligreses, actuar con la prudencia con la que actuamos y, al mismo tiempo, las autoridades consentir una aglomeración humana como la que yo estaba presenciando?
Lo que vino después, justo una semana después, ya lo saben ustedes de sobra: muerte, desesperación, ruina, catástrofe y una tristeza infinita, de la que no nos recuperaremos nunca, pues el sufrimiento humano ha sido tanto, y tan grande, que no hay tiempo en el calendario, ni palabras en nuestro idioma, para mitigar el dolor de tantos hermanos nuestros.
Por eso, cuando toda esta locura se pase, los que quedemos (o los que queden, porque en el bombo de la lotería macabra del coronavirus estamos todos), debemos de ir a por el Gobierno, ese Gobierno que nos ha llevado a la desgracia, por su negligencia, por su mala fe, o por las dos cosas a la vez. Dos armas tenemos los ciudadanos de este país para conseguirlo: una es la electoral, mandando a los culpables de nuestra ruina fuera de las instituciones públicas. Pero si les soy sincero, yo en esta posibilidad tengo muy poca esperanza, pues España, es decir, nosotros, es un pueblo que me ha decepcionado ya muchas veces: aborregado hasta la náusea, inculto hasta la desesperación, apesebrado con las migajas del paro y las subvenciones, no creo, ya digo, que sea capaz en la próxima cita electoral de propiciar el cambio que, según la lógica democrática (perdonen ustedes el oxímoron), debería de producirse.
Pero sí confío todavía (aunque poco, desde luego), en la Justicia. Creo que los familiares de tantos compatriotas nuestros que nos han dejado, ya para siempre, llegado el caso, podrían organizarse, ponerse en manos de buenos abogados, y demostrar (datos hay de sobra), que el Gobierno pudo hacer más cosas (y hacerlas antes), para mitigar los efectos de la pandemia, y para que sus consecuencias en nuestra nación no fueran tan catastróficas como lo han sido. Y que los jueces pongan a cada uno en su sitio, el que les corresponda, y que en el caso de Pedro Sánchez y sus secuaces es ese, sí, el mismo que están pensando ustedes ahora mismo.
Y que Dios, que es el juez supremo, nos pille a todos confesados, porque lo que nos espera es el fin de mundo, aunque eso sí, muy divertido, haciendo palmas desde los balcones, y con nuestras ventanas bien adornadas con dibujos del arco iris, y con esa frase tan bonita que afirma que “Todo va salir bien” (que se lo pregunten a las miles de familias que han perdido a un ser querido en unas condiciones lamentables). Es decir, que lo que nos espera es el Apocalipsis, pero en versión española, que siempre es más yupi guay.
Autor
- Blas Ruiz Carmona es de Jaén. Maestro de Educación Primaria y licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación. Tras haber ejercido la docencia durante casi cuarenta años, en diferentes niveles educativos, actualmente está jubilado. Es aficionado a la investigación histórica. Ha ejercido también el periodismo (sobre todo, el de opinión) en diversos medios.
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