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Desde que irrumpió en el Congreso de los Diputados ese vendaval vivificante y purificador del ambiente llamado Vox, dispuesto a sacar a España del atolladero en que los demás partidos “políticamente correctos” la habían sumido durante cuarenta años de tibieza, consenso y pasteleo, comenzaron a temblar los cimientos de la sede del Partido Popular con amenazas de ruina. Hasta entonces este partido se nutría del voto de multitud de personas que se sentían a la derecha del socialismo, y esto proporcionaba un amplio margen a sus dirigentes para hacer y deshacer, dar y tomar, prometer y no cumplir. El partido acababa siempre defraudando a una gran parte de su electorado compuesto principalmente por personas que sufrían al ver a España cada vez más disgregada en sus autonomías, y que no querían ver cómo las ideas de la izquierda se colaban diariamente por todas las rendijas de sus casas al encender sus televisores, al volver sus hijos del colegio, al ser víctimas de los delincuentes que andaban libremente por las calles, al verse despojados de sus hijos y de sus hogares por las leyes y los tribunales feminazis, al ver sus fronteras asaltadas impunemente por miles de inmigrantes a los que tendrían luego que sustentar a costa de sus pensiones, y al contemplar tantas y tantas cosas desgraciadas y obscenas que el socialismo y el liberalismo traían insertas – cada uno a su manera- en su respectivo código genético e imponían implacablemente a toda la sociedad. Pero eso era lo que había. Votar al Partido Popular era el mal menor: desarrollaba una política que se diferenciaba muy poco de la que propugnaba la izquierda pero al menos aseguraba una menor subida de impuestos o los subía indirectamente, de una forma menos ostentosa, más sibilina. Al fin y al cabo el derroche del sistema autonómico y las mamandurrias de los partidos que se alternaban en el poder había que pagarlas de alguna manera y no estaban las cosas como para ser austeros. Venía mucho dinero prestado del exterior y ya lo devolverían las generaciones futuras, si es que podían.
Pero llegó Vox, y el Partido Popular supo que las cosas ya no serían nunca como antes: que tanto engaño ideológico generalizado y tanta condescendencia con el separatismo habían hecho irreconocible a España como nación pasándole la correspondiente factura; y que, a partir de ahora, se vería obligado a sentarse para mucho tiempo en el banquillo de la oposición o a pactar con ese sector tan nutrido al que había literalmente estafado durante cuarenta años y que no le iba a perdonar una. Era necesario como fuera extraer aire del globo de Vox e insuflárselo al suyo, desinflado y anémico.
Y entonces Pablo Casado, que se había hecho con las riendas del Partido Popular un año antes prometiendo un viraje a la derecha que no obtuvo en las urnas el éxito deseado, comprendió que tenía un nuevo enemigo a neutralizar y que necesitaba tener a su lado, como segunda de a bordo, a Cayetana Álvarez de Toledo, una diputada que se había posicionado claramente a favor de la línea más conservadora del partido y cuyo carácter enérgico prometía fustigar despiadadamente a la oposición con su verbo combativo y su dedo acusador. Era la persona ideal para concentrar la atención de aquellos ciudadanos cabreados que habían retirado su apoyo al partido por su compadreo con la izquierda, y que podría volverlos a atraer a esa casa común de la que se habían emancipado.
Cayetana ya había dado muestras heroicas de su firme compromiso con la defensa de esos valores espirituales que habían conformado la idiosincrasia histórica de su partido pidiendo perdón a los catalanes españolistas por las culpas cometidas en el pasado por sus anteriores dirigentes: con ella el Partido Popular sí que iba a ser verdaderamente español recuperando sus esencias conservadoras y patrióticas. Pero si hay algo poco creíble es pedir perdón por las culpas de los propios dueños de la casa para la que sigues trabajando. Es como si el nuevo director ejecutivo de una cadena de hamburgueserías dijese públicamente: “tengo que pedir perdón porque durante cuarenta años mis jefes les han estado vendiendo basura; pero sigan confiando en nuestros restaurantes, porque a partir de ahora vamos a cambiar de estrategia”. Por si fuera poco, ese discurso patriótico de Cayetana, pronunciado con acento porteño de su Buenos Aires querido, en el que transcurrió gran parte de su infancia y de su juventud, no suena muy español. Una mujer que ostenta la doble nacionalidad argentina y francesa, y que ha vivido y cursado sus estudios entre Argentina e Inglaterra, es sin duda una mujer cosmopolita que puede presumir de una buena formación académica; pero al no saber expresarse con acento de nuestro país, su verborrea antiseparatista suena a discurso impostado y propicia la aparición de chistes sobre su condición. Y el hecho de que con más de treinta años a sus espaldas, en 2008, decidiera añadir a su bagaje una tercera nacionalidad, la española, para poder presentarse a las elecciones y obtener un escaño de la mano del Partido Popular, tampoco ayuda a dar credibilidad a sus palabras, que parecen surgidas del puro oportunismo.
En cualquier caso cumple muy bien ese papel de señorita Rottenmeier asignado por Pablo Casado, que sonríe complaciente viendo cómo dispara certeramente cada día su ametralladora virtual contra todo bicho viviente, o sea, contra los miembros del Gobierno, sus socios, sus amigos y sus parientes. Él le proporcionó a comienzos de la legislatura la lista oficial de malos y le pidió que fuera implacable con ellos, que no dejara títere con cabeza. Había que ser muy duro en las formas para luego ser en el fondo muy blando, que es de lo que se trataba. Y ella, en su casa, ensaya todas las mañanas, o todas las noches, gesticulando frente a su espejo isabelino y retorciendo su rostro en mil muecas hasta encontrar la palabra y el gesto apropiado para cada enemigo a batir: frunce el entrecejo, muestra sus colmillos, tensa la tráquea, enciende malévolamente el brillo de sus ojos y repasa mentalmente su tarea: “A Pedro Sánchez le diré esto, a la ministra Calvo esto otro; y a Rufián…a éste lo pondré a caldo para luego tomarme un caldo con él, ya fuera de cámara. En cuanto a Pablo Iglesias, a ése le voy a mentar a su padre a la primera ocasión que me falte al respeto.”
Y esa ocasión vino cuando Pablo Iglesias la llamó desde su escaño parlamentario “señora marquesa”, lo que le produjo un gran desasosiego, como si se hubiera destapado una vergüenza suya que tuviera mucho interés en ocultar. Pero si Cayetana es marquesa es porque heredó ese título de su difunto padre; y lo hizo sin que nadie le obligara a ello, por un deseo legítimo de presumir de antepasados de alcurnia y de sentirse pertenecer a una clase social superior a la del común de los mortales, que le otorga el derecho a ser llamada “ilustrísima”: un acto que será vanidoso, pero que es tan legítimo como conducir un Ferrari para que los vecinos le traten a uno con un respeto superior al que profesan al lechero del barrio. Así que cuando Pablo Iglesias mencionó su título al dirigirse a ella no la estaba insultando: solo trataba de distanciarse de su alta clase social reafirmando su orgullo de pertenecer (al menos en su origen familiar) a una clase obrera con la que ella no se quiere identificar. Pero Cayetana, en su deseo y en su labor –mal asimilada- de imitar el lenguaje y las formas de Vox, le propinó un golpe bajo mentando a su padre para llamarlo terrorista, lo que quedaba fuera de lugar en ese contexto, provocando la legítima cólera de Pablo Iglesias -a quien nunca desearía yo defender ante un tribunal y menos ante el de la historia-, que se sintió legítimamente ofendido, como todos nos sentiríamos si en una discusión trivial nuestro contrincante mentara a nuestra madre poniendo en entredicho su virtud. Y no; no estuvo oportuna, aunque recibió como premio una chocolatina de su jefe, Pablo Casado.
Un día, si el Partido Popular llegara al poder gracias en parte a su paciente labor de acoso y derribo, no tardaría en asorayarse (virar hacia la izquierda) o amargallarse (quedarse en ese extremo centro donde no hace ni frío ni calor) y Cayetana recibiría un diploma en agradecimiento a sus servicios prestados y un puesto de trabajo bien remunerado consistente en pegar sellos en un despacho. Y ahí se acabaría de golpe toda su verborrea y sus desvelos patrióticos. Quizás volvería a sentirse francesa o argentina o británica, o las tres cosas al mismo tiempo, y dejaría de gustarle la tortilla de patatas y el gazpacho andaluz. Pero así de ingrato es el pueblo español que le ha acogido con los brazos abiertos; así paga a sus héroes cuando se cansa de ellos.
Y a mí Pablo Casado y Cayetana no me la pegan. Porque yo prefiero lo genuino, lo verdadero, lo original…
Se puede decir más alto pero no más claro. Y también se puede decir en verso, si bien resulta algo más difícil, sobre todo con mi técnica ondulatoria. Pero esto es lo que mis lectores esperan de mí, y aunque quisiera ahora mismo zafarme de este duro compromiso no me siento capaz de defraudarles, porque yo no soy como los del Partido Popular.
Pablo y su mascota
Pablo Casado se mata
por encontrar una treta,
un truco que le permita
captar a quien ahora vota,
con convicción absoluta,
a Vox, con el que disputa
por una importante cuota
de votos que necesita
para alcanzar su gran meta
que, como saben, se trata
de una alianza insensata
con el partido veleta
para que no se repita
la historia de su derrota,
que su electorado imputa
a la actitud disoluta
que del partido borbota
cual si fuera una marmita
cociendo una caldereta
puesta sobre una fogata,
y también -hablando en plata-
a ser bastante cagueta
en vez de ser dinamita
cual la granada que explota
cuando la arroja un recluta
con actitud resoluta
porque es valiente y denota
que en la lid se desgañita
contra aquél que le acometa.
Pero Pablo se recata
con su traje y su corbata
de dar una pataleta:
nunca se enfada ni grita
ni ha dado una mala nota;
y a una eficaz sustituta,
una mujer muy enjuta,
le traspasa esa pelota:
la llaman “la Argentinita”
y parece una escopeta
cuando su lengua desata.
A quien echa una bravata
lo enfurece y lo enrabieta,
y Pablo la felicita
porque al partido reflota
con la labor que ejecuta.
Y en ese papel disfruta
cual obediente mascota
que ladra cuando se irrita
y amedrenta e inquieta
a toda persona ingrata.
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