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Pedro Sánchez es ese político promocionado, primero, y colocado, después, en el poder por una oportuna moción de censura en la que el enemigo bajó los brazos y se dejó azotar sin rechistar. ¿Una actitud, la del PP de entonces, de abulia existencial, de dejadez política o de permisividad cómplice? Nunca lo sabremos con certeza, aunque yo tengo mi intuición al respecto. Desde ese mismo instante, Sánchez trata de mantenerse en el poder un día más aunque eso implique el colapso de España un minuto después de haber sido relevado. Todo por alimentar la megalomanía de alguien muy conveniente para los intereses de algunos y capaz, por ello, de afirmar una cosa y su contraria con tal de mantenerse en la silla. La suya es una huida hacia delante de meses que quiere alargar hasta 2023, para dejar el cargo ausente en las próximas elecciones aunque tras él ya solo haya una lengua de lava más peligrosa que la que, por desgracia, azota La Palma estos días. Pero los escándalos se agolpan a su puerta, y aunque el espectáculo mediático que desde el poder se ha montado para taparlos —desde el show televisivo de Rocío Flores hasta la farsa twittera de Malasaña—, no resulta tan atronador como para silenciar el runrún de la sospecha incluso en las mentes de los más intelectualmente lobotomizados españoles.
Tenemos preso en nuestras cárceles a Hugo “El Pollo” Carvajal, uno de los nombres de más relevancia del narcoterrorismo internacional —con 10 millones de dólares pesando como recompensa de la DEA pendientes sobre su cabeza—, apuntando directamente a un partido —Podemos— y a unos personajes —Monedero, Iglesias—, que a pesar de estar fuera del Gobierno de España, ayudarían a desvelar la verdad que esconden episodios como el de las maletas y Delcy Rodríguez o el rescate de la aerolínea Plus Ultra. No se puede negar por más tiempo el lugar que ocupa España dentro del mapa mundial del narcotráfico internacional como puerto de entrada y distribución de Europa, así como de apoyo político evidente; y aunque nuestra justicia tardará meses e incluso años en terminar de desenredar la madeja donde otras piezas secundarias —en las últimas horas: Nervis Villalobos y Javier Alvarado Ochoa— empiezan a emerger de las sombras, llegará a unas conclusiones inapelables. No debemos descartar, sin embargo, las eventuales intervenciones de agentes externos o incluso internos en dicha investigación, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestro sistema judicial está en manos de la actual Fiscal General del Estado, Dolores Delgado —otrora Ministra de Justicia con el PSOE—, y su pareja sentimental, el ex-juez Baltasar Garzón, abogado de importantes personajes dentro de la propia trama como es el caso de Alex Saab. Por cierto que ambos, Delgado y Garzón, aparecen de forma directa en las grabaciones del comisario Villarejo, otra de las fuentes de podredumbre política de la maltrecha España contemporánea.
En las últimas horas se ha imputado a la exministra Arancha González Laya por la entrada del líder del Frente Polisario en España, que fue el disparadero de la crisis migratoria vivida en Marruecos meses atrás y cuyos efectos —en forma de inmigrantes ilegales— todavía estamos sufriendo los españoles, especialmente aquellos que viven instalados cerca de la frontera o de las zonas donde se han recolocado dichos inmigrantes. La pregunta es si resulta verosímil que el mencionado líder del Frente Polisario, Brahim Ghali, pudiera entrar en España de forma irregular, incluso con la colaboración de una —entonces— Ministra, sin el conocimiento previo del Presidente del Gobierno, sabedor éste de las posibles consecuencias que ese acto desencadenaría —que efectivamente desencadenó— en el país vecino Marruecos. Por si fuera poco con un Estado de Alarma declarado ilegal por el Tribunal Constitucional, los españoles ya llevamos dos; en otras palabras: que el Gobierno nos encerró en nuestros hogares durante meses sin respetar las garantías constitucionales pertinentes y nadie con auténtica significación pública ha elevado la voz por ello. Por continuar recogiendo desmanes, hay que señalar el lugar de honor que ocupa la presión fiscal que ese mismo Gobierno de España ejerce sobre las empresas eléctricas y que ha generado, según han señalado importantes economistas, un precio de la luz cuyos altos precios —día a día baten récords que constantemente se ven de nuevo superados—, son inasumibles para una población empobrecida por el propio encierro promovido por el propio Gobierno en connivencia, todo sea dicho, con la oposición que le brindó su perruno apoyo.
Para tapar todos estos desaguisados, que no han generado ningún tipo de protesta pública significativa y mucho menos un clima mediático de presión real sobre el Gobierno, los mecanismos de propaganda han optado por lanzar sendas campañas de pan y circo informativos, y debates paralelos para mejor ejercer de cortina de humo. Además, Sánchez no ha mostrado ningún tipo de pudor ni de temblor en el pulso a la hora de cercenar cabezas de forma sistemática entre sus colaboradores más cercanos —e incluso más fieles, como Ábalos o Redondo—, expulsando, con ello, a todo discordante, refractario o, sencillamente, a todo aquel que resultara un fruto podrido capaz de desperdiciar la cesta al completo. Mientras tanto, Sánchez aprobaba la ley de Eutanasia, la ley “trans” y preparaba una nueva ley de “Memoria Democrática” junto con una ley de “libertad sexual” que, tomadas en conjunto, dejan en agua de borrajas todos los delirios políticos, sociales y morales —que no son pocos—, aprobados por Zapatero años atrás.
Pero quizás el peor efecto directamente relacionado con todo aquello realizado por Sánchez ha sido la progresiva entrada de los separatistas y de los comunistas dentro de su Gobierno, en el que ocupan un papel principal desde el mismo momento en que le apoyaron en la moción de censura gracias a la cual pasó de ser el candidato con peores resultados en la nefasta historia del PSOE —por dos veces consecutivas, para mayor escarnio— a, de golpe y porrazo, convertirse en Presidente de España. Nunca antes habíamos tenido a declarados comunistas como el señor Iglesias o la señora Díaz ocupando una vicepresidencia; nunca antes habíamos tenido a un Presidente tan falto de dignidad y tan genuflexo con los independentistas, así como dispuesto a hacer concesiones difícilmente revocables sobre la configuración de España y el futuro de la nación española a cambio de mantenerse, aunque sea un día más, en el poder; y nunca antes lo intolerable había llegado envuelto a la política española con ese aire de normalidad. Estamos de vuelta en los peores años de la Segunda República, con la diferencia de que media España no parece ser consciente de que la otra media está afilando sus cuchillos dialécticos para erradicarla.
El papel de la oposición ha sido muy deficiente por no decir que prácticamente nulo, puesto que, sí, es cierto que han generado mucho ruido pero solo para marchar detrás de cada iniciativa del Gobierno como un Tío Gilito vocinglero y obsesionado hasta rozar la histeria con la última polémica en Twitter en vez de pertrechado con un proyecto realmente alternativo que incluya una visión general de los problemas que desde hace años atenazan a España y una guía mínimamente aplicable sobre cómo atajarlos con efectividad una vez desbancados Sánchez y sus ínclitos colaboradores. Por no hablar del silencio cómplice, tan propio de este tipo de derecha que solo busca llegar al poder para hacer fortuna y para asegurarse un buen puesto después de abandonarlo, con el gran proyecto de Sánchez antes de marcharse: la profanación de la tumba de José Antonio Primo de Rivera —como ya hiciera con Franco— y el afán por remodelar e incluso demoler el Valle de los Caídos. Estamos gobernados por unos tipos sin escrúpulos morales a los que destruir el patrimonio histórico de España no les supone un inconveniente; lo más preocupante, por el contrario, es que las posibles alternativas de Gobierno no resultan mucho mejores.
Hemos tenido manifestaciones en pleno centro de Madrid por una supuesta agresión homófoba que resultó no ser tal sino una simulación motivada por fines de los más pedestres pero manipulada políticamente con idea de horadar la ya significativa polarización e incluso atomización social; pero apenas si ha habido una reacción consistente ante nada de lo enumerado anteriormente. Los jóvenes, entre los que por supuesto me encuentro, parecen nadar en la inopia informativa y no preocuparse en absoluto por el futuro de la sociedad española más allá de cuatro consignas ideológicas que cada grupo maneja. Estos días de vuelta a las clases, tenemos todos los fines de semana botellones desperdigados a lo largo y ancho del país llenos de chavales de veinte años entregados en cuerpo y alma al jolgorio; pero apenas si hay una sola protesta por los trabajos precarios a los que esos mismo jóvenes están abocados o por el encarecimiento intolerable de la vida —correlativo al empobrecimiento igualmente intolerable de los ciudadanos— al que hemos sido sometidos. Sin embargo, ¿cómo va a protestar nadie cuando el pensamiento general es que el Presidente Sánchez ha tenido la decencia de vacunarnos a todos sin preguntarnos, a cambio, a quién hemos votado? Contra ese pensamiento ingenuo inoculado a través de una entrevista vergonzante emitida en la televisión pública, la realidad, como ya conté hace varias semanas en un artículo publicado en estas mismas páginas virtuales y titulado “¿Qué ha pasado con la vacuna española?”, es que la vacuna española puede haber sido utilizada —ni afirmo ni niego, solo expongo los argumentos para pensar así en el citado artículo— en el juego político con los independentistas para favorecer la continuidad del Gobierno y de su megalómano Presidente en su delirante huida hacia delante. Cada día que pasa España está un poco más cerca del precipicio.
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