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En el marco de la guerra civil rusa entre 1918 y 1922, la requisa de grano por parte de las fuerzas enfrentadas dio lugar a numerosos levantamientos campesinos. En un principio, desorganizados y rápidamente vencidos. Pero, más adelante, los abusos, saqueos y las levas forzosas entre las vulnerables gentes del campo provocaron una movilización masiva que desembocaría en la organización de fuerzas de autodefensa conocidas como los Ejércitos Verdes, que se enfrentaron a los dos bandos en conflicto y a las bandas o facciones que proliferaron en el caos de la contienda.

Aunque no se suele incidir en ello, la explicación habitual de la guerra civil rusa como el enfrentamiento entre comunistas y zaristas supone una simplificación errónea de partida, que impide entender correctamente no sólo el citado conflicto, sino la historia y evolución posterior del imperio soviético. Un relato simplista y maniqueo que no se sostiene, precisamente, porque no explica la cronología de los hechos y pasa por alto un factor decisivo: la situación del campesinado a lo largo del enfrentamiento fratricida.

¿Cómo entender si no el recrudecimiento de la guerra tras el desmoronamiento total de los zaristas? Una circunstancia que, en principio, debería haber dado lugar a una paz impuesta por el vencedor; en este caso, los comunistas.

Sin embargo, tras la derrota de los ejércitos blancos y sus generales; a saber: el exilio de Antón Denikin (1872-1947), la muerte de Alexander Kolchak (1874-1920) y la derrota final de Piotr Wrangel (1878-1928) en noviembre de 1920, la guerra civil se prolongó ¡otros dos años!

¿Y por qué? –se preguntará el lector–. Pues, principalmente, por la resistencia de los campesinos.

¿Y a qué se resistían los campesinos tras la caída del régimen zarista –“gran opresor del campesinado”–? ¿Y cómo tras el triunfo del partido “del pueblo”?

Pues debido a las requisas abusivas y sistemáticas de los recursos del pueblo por parte de los bolcheviques. Un terror planificado que tuvo especial incidencia en el campo y que conduciría, en algo más de una década, al exterminio de los kuláks –propietarios agrícolas– y de comunidades enteras como los alemanes del Volga y millones de ucranianos –véase la otra gran hambruna conocida como Holodomor en 1932-1933–.

En tal contexto se produjo la primera de las grandes hambrunas provocadas, conocida como Gran Hambruna Rusa de 1920-1922, cuyos efectos directos se cifran, aproximadamente, en seis millones de muertos. Y así se entiende la enorme Rebelión Campesina de Tambov entre 1920 y 1922 contra los comunistas, sofocada a sangre y fuego, con un balance aproximado de un cuarto de millón de muertos, mayoritariamente civiles.

Ahora bien, ¿cómo y por qué se ha asumido en Occidente una versión de la Historia tan falsa como favorable a los intereses soviéticos? ¿Por qué se ha pasado por alto la brutal represión leninista de primera hora, desde el aplastamiento de la revuelta de Kronstadt en marzo de 1921 a la citada masacre por hambre del campesinado? Pues porque en Occidente, desde el principio de la revolución en 1917, y, por supuesto, durante los trágicos sucesos mencionados en los años posteriores, las tesis impulsadas por la propaganda comunista siempre encontraron eco entre las elites. Y así se pasó en poco tiempo del apoyo económico, político y militar a los blancos al abandono de su causa.

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No en vano, si analizamos el papel y actitud de la intelectualidad occidental de los años 20, reconoceremos los mismos modos, parámetros y anteojeras comunes a casi todos los “intelectuales” y periodistas de nuestro tiempo. Aquellos “tontos útiles”, que diría el propio Lenin, para quienes su militancia en la nueva fe les haría impermeables al sufrimiento humano. Resultando indistinguibles los discursos de quienes vieron los efectos del terror con sus propios ojos –y lo justificaron–, y los de quienes hicieron oídos sordos a cualquier noticia que no encajase con su credo.

Traemos aquí dos ejemplos ilustrativos, respectivamente, de las dos actitudes mencionadas.

Uno de estos personajes fue el estadounidense Lincoln Steffens (1866-1936), que en 1917 tuvo la oportunidad de conocer de primera mano la nueva “arcadia” socialista, como integrante de una comitiva enviada por el presidente Thomas Woodrow Wilson (1856-1924) para entablar relaciones diplomáticas con un régimen soviético todavía no reconocido oficialmente. Dicha comitiva estaba encabezada por un funcionario del Departamento de Estado, William Christian Bullit –presente más tarde en la Conferencia de Paz de París (1919-1920) y nombrado primer embajador norteamericano en la Unión Soviética por Franklin Delano Roosevelt entre 1933 y 1936–.

De vuelta en los Estados Unidos, Steffens definió la situación en Rusia como “una condición temporal de maldad, que se hace tolerable con la esperanza y un plan»; tildando la revolución como “muy, muy hermosa”. (Peter Hartshorn. I have seen the future: A life of Lincoln Steffens, Editorial Counterpoint, Berkeley, California, 2011).

Pero no contento con eso, Steffens volvió a Rusia en 1919, para afirmar a su regreso la justificación más cínica y fatua que pueda imaginarse sobre la sangrienta realidad revolucionaria: «He visto el futuro y funciona».

Un perfecto ejemplo no sólo de ceguera voluntaria, sino de complicidad, tras haber sido testigo sobre el terreno de los horribles crímenes del comunismo desde el primer momento.

Por otra parte, entre quienes se negaron a ver más allá de sus propios prejuicios, y se empeñaron en poner paños calientes al horror y engañar al personal, citaremos a un intelectual español, Isaac del Vando Villar, conocido por impulsar las vanguardias artísticas en nuestro país a través de dos publicaciones –las revistas Grecia (1918-1920) y Tableros (1921-1922)–, coincidentes temporalmente con los hechos relatados al inicio de este escrito.

Fue Isaac uno de esos burgueses progres acomodados en el socavamiento del mismo pasado que les otorgó alcurnia y desahogo. Adaptándose a esa fe que condena al burgués por serlo, pero lo tolera y ampara como vasallo. E Isaac dedicó a la hambruna rusa un artículo titulado “El dolor de Rusia”, en su revista Tableros del 28 de febrero de 1922 (año II, nº 4, Madrid, p.1). Partiendo por exponer los hechos conocidos con objetiva crudeza: “Es aterradora y escalofriante la visión de esas fotografías de madres famélicas, de hombres en los huesos, tristes como los cristos de Martínez Montañés, y la de miles de niños insepultos sobre la mortaja blanca de las estepas”. Para incurrir, acto seguido, en una terrible contradicción moral con una fórmula abyecta: “Ante ese conmovedor espectáculo de miseria de Rusia, podría decirse muy bien en lenguaje teosófico, que el viejo imperio está depurando su karma”. Vamos, que aquella gente masacrada ya no eran individuos, sino evidencia cosificada de una especie de justicia histórica sobre un ente abstracto, Rusia. Una Rusia condenada –por lo visto, merecidamente– a purgar en sí los pecados de sus zares. ¡Ojo a la cabecita “pensante”! Cabeza impregnada de aquella querencia nihilista por lo esotérico, tan popular entre la burguesía decadente, siempre demandante de nuevos estímulos espirituales, cuando se refiere a la última moda por entonces, la Teosofía.

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“No es esta la ocasión de averiguar quiénes sean los culpables” –añadía a continuación–. No, claro. No era el momento. Esperemos a que todo se olvide y podamos establecer un relato más frío y falso sobre los hechos; cuando no queden testigos, ni, a ser posible, supervivientes. ¿No nos suena mucho esto? Esa monserga del relato donde no haya vencedores ni vencidos, donde se difuminen las víctimas y los verdugos…

Se adhería Isaac a la iniciativa de ayudar a Rusia combatiendo el hambre: “[…] nos hemos congregado artistas de todas las tendencias, sin preocuparnos de las ideas que tengan los que están muriendo de hambre”. ¡Qué gesto tan generoso y ecuánime! Cuando el mismo hecho de exhibir tanta “pureza” desprejuiciada no es que sea sospechoso sino impúdico en sí mismo.

Ahora bien, enseguida afloraba la patita del burgués revolucionario, creyente de la Nueva Religión Socialista: “Cuando una aurora nueva de armonía ahuyente las negruras que ahora se ciernen sobre las torres del Kremlin, embanderadas de rojas enseñas, y los hombres sean felices reconociéndose como hermanos, y Rusia sea la patria del Arte puro y nuevo por excelencia, ellos nunca olvidarán nuestra conducta”.

En aquellos Steffens y del Vando Villar de los años veinte reconocemos la miseria moral de todos los cegados desde entonces por el criminoso ideal comunista. La misma bellaquería y ceguera voluntaria que vemos hoy en casi toda la prensa, televisiones, mundo académico, judicatura, ámbito educativo y parlamento, por ejemplo, respecto a la tiranía en Venezuela. O respecto a las continuas agresiones contra los españoles en España. Algunos lo llaman “democracia”.

Autor

Santiago Prieto