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Sobre cualquier cosa se puede entender cuanto y como se quisiere; pero los doctos y prudentes tienen obligación de no entender las cosas como los ociosos, que casi siempre entienden con malicia lo que se dice con sinceridad.
¿Por qué ciertas personas no pueden respetar a los demás en el desacuerdo, si no existe delito ni maldad en lo dicho? ¿Por qué han de ofender siempre a su imaginario oponente, la mayoría de las veces incluso sin argumentos? ¿Qué turbio instinto les mueve?
En más personas de lo que sería conveniente existe un pueril -enfermizo- afán de puntualizar, de poner siempre la propia hez, aun a costa de tomar la letra despreciando el espíritu. Por ejemplo, si dices que es precisa la acción en esta hora -porque los discursos y las palabras resultan superfluos cuando los hechos que sufrimos son tan evidentes-, hay personas incapaces de entender que la acción no tiene que significar un «recurso a la sangre», sino que puede consistir perfectamente en una estrategia intelectual.
O si dices que con la figura de Franco se está produciendo un ensañamiento feroz por parte de ese montón de hipócritas, demócratas falsos, libertinos, subsidiados, y otras sectas de parecida especie, que se han disfrazado de máscaras para engañar a la gente, y que tal encarnizamiento se ha hecho con la complicidad de la Monarquía y de la Iglesia, entre otras instituciones, no se está enfatizando; al contrario, sólo se está resumiendo una realidad. Y la Historia -no las historias- acabará poniendo las cosas en su lugar: el retrato de Franco, como extraordinario militar y hombre de Estado, en la cumbre; y la estampa sombría de las instituciones de esta época, en los albañales.
Pero no aceptar la realidad corresponde a la naturaleza de espíritus huecos o fanáticos que toman las palabras por las cosas, o lo tiñen todo con su sectarismo. Siervos que reconocen tener señores y que se hacen ojos de pez, es decir, ciegos de condición, porque no ven o no quieren ver lo que tienen delante. Ciudadanos con un ojo voluntariamente tapado, que te ayudan a comprender que el problema, por ejemplo, no es la monarquía, un régimen político más entre los posibles, sino algunos monarcas y algunos monárquicos que con sus ofuscaciones, traiciones o quimeras constituyen la verdadera carcoma de la institución.
Ciertos comentarios, ciertos exabruptos, ciertas suspicacias, ciertas críticas serían realmente divertidas si no entrañaran un regusto zafio e impropio vertidas en un diario respetuoso con la libertad y la razón, como es ECDE, y en el cual, por su bonhomía y por la calidad y actualidad de sus contenidos, se exponen y debaten ideas con altura, siempre ajustadas a los valores tradicionales.
Me gustaría atribuir dichos comentarios exclusivamente a la petulancia; a la soberbia intelectual, siempre infundada; a la incoherencia o a la vulgaridad más tabernaria, pero creo que no es suficiente. Por desgracia también se deben al sectarismo. Porque el sectarismo, como la fealdad, no distingue entre las llamadas izquierdas y derechas, ni entre los ambiguos.
Es cierto que nunca se debe tratar de contentar a quienes sabemos que jamás se van a contentar. Y no es posible decir que ya ha desaparecido el espíritu que ha de ponerse en las cosas, en los hechos y en los dichos, porque el espíritu de la excelencia siempre ha habido que buscarlo con una lámpara, como dicen que hacía el cáustico Diógenes para encontrar a los hombres de verdad.
Se le dice al hombre independiente:
– Usted nos dice que observemos la miseria del mundo, pero sólo dice vaguedades; ¿Qué hace usted por ella?
A ese chantaje cínico, el hombre de espíritu libre podría contestar:
– ¿La miseria del mundo? No hago por ella todo lo que debiera, desgraciadamente. Pero no la aumento. ¿Cuál de ustedes, de los que son como usted, puede decir otro tanto?
Todo lector y todo argumentador que pretenda pasar por receptivo y perspicaz ha de esforzarse para no caer en el juego tan común de rechazar -y menos con ofensas- lo que no se es capaz de entender, bien por problemas de asimilación, o bien porque socave aquellos fundamentos de su particular chiringuito ideológico que ha considerado indispensables en orden a vivir y a convivir.
Es obvio que se reniega de lo no leído, y que no se lee ni entiende lo que, por principio, es negado. De ahí que tantos puedan interpretar el asunto según su personal fantasía, pues cada cual abunda en lo que piensa. Y porque quien mal entiende una cosa, mal la expresa.
Por fortuna, no ha desaparecido el debate ni la buena fe ni incluso el humor en la inmensa mayoría de los que colaboran y comentan en este medio, y lo leen y difunden, y sólo ese lastre parece darse excepcionalmente, en unos pocos, de modo paralelo a como, en otro orden de cosas, han emergido los frentepopulistas enemigos de la civilización.
Contra estos últimos es contra quien debemos emplear -todos unidos en el objetivo de una España unificada, grande y libre- esa acción, que no tiene por qué ser un «recurso a la sangre». Aunque sin olvidar que gracias a la abundante sangre generosa, vertida por muchos compatriotas de bien, a la España de hoy aún le quedan honores. Es la sangre de esos españoles, víctimas de la barbarie, el orgullo que aún nos salva y sostiene.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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