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Pues sí, las cosas son como son, gusten o no. Para la cultura Occidental, o lo que queda de ella, China ha sido desde siempre un sitio y una cultura cuanto menos misteriosa y exagerada. Extraña y casi inaccesible, China representó algo que siempre atrajo a las mentes europeas cuanto menos por su exotismo y exorbitada dimensión, no solo poblacional y territorial, sino también por su ambivalente civilización: culta, refinada, disciplinada y también cruel, brutal y despiadada.

Desde el siglo XII, Marco Polo y su obra “Il Milione” (El millón) conocido también como “El libro de las maravillas”, el gigante chino entró en nuestro imaginario colectivo como ese sitio donde podíamos encontrar esa desmesura acerca de lo real, lo mágico y sobrenatural, y que no tenía parangón con nada conocido hasta entonces.

Murallas imposibles a lo largo de miles de kilómetros, dragones enormes con forma de serpiente (curiosamente benévolos para ellos), fina seda, teatro de máscaras, té, porcelana fina, pero también déspotas al frente de dinastías milenarias, opio, la “tortura china” y el sanguinario Mao, han sido a través de los tiempos sus productos de exportación tangibles e intangibles.

El peligro chino, real o ficticio, nos acompaña desde centurias. Su manifestación en el siglo XXI son la producción en masa de productos innecesarios y de baja calidad, smartphones 5G a mejor precio y el COVID-19.

Si bien el mismísimo Napoleón Bonaparte ya había considerado en su tiempo al “gigante dormido”, icónicamente el “peligro amarillo” como tal en la cultura de masas occidental, dicen que apareció gracias al Kaiser Guillermo II. En 1895 ordenó utilizar para una ilustración de propaganda, un sueño que tuvo donde podía verse al arcángel Miguel enseñando a los países europeos la amenaza oriental representada por la imagen de Buda sentado sobre un dragón dirigiéndose inexorablemente hacia Occidente. Una imagen cuanto menos premonitoria.

Poco después el escritor Matthew Phipps Shiel publicó su novela fantástica “The Yellow Danger” (El peligro amarillo) en 1898, en la que un médico de ascendencia chino-japonesa, Yen How, al ser rechazado por una mujer, decide destruir al hombre blanco y conquistar el mundo. Los chinos como una malvada amenaza comenzaban su andadura. Luego vendría Jack London y su ucronía «La invasión sin paralelos» de 1910, donde la potencia China invade al resto del mundo.

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Pero el genio del mal por excelencia, Fu-Manchú, creado por Sax Rhomer, fue el que inmortalizó en todos sus aspectos negativos al mal que viene desde Oriente. Cruel, despótico, malvado, amoral y físicamente repulsivo sintetiza absolutamente todo lo que la civilización occidental desprecia. Fu-Manchú fue la cúspide del mal por el mal mismo de la literatura popular de principios del siglo pasado y un personaje que trascendió géneros y soportes mediáticos.

Los peligros chinos no acabaron con la creación de Rhomer, copiado una y otra vez por los populares “pulps” de pocos céntimos, sino que mutaron en otros males después de que el comunismo chino se implantara tras la Segunda Guerra Mundial.

 

 

 

 

El marxismo, por cierto, exportado por occidente a oriente, cobró en China uno de sus rostros más sanguinarios con Mao Tse Tung. A la revolución cultural, las ejecuciones sumarias en masa, los campos de reeducación a los disidentes, y la juventud fanatizada y adoctrinada por el “Libro Rojo” del Gran Timonel, le seguirían la Banda de los Cuatro capitaneada por su viuda, la nueva nomenclatura de partido y la metamorfosis de un sistema tal vez más maligno aún como el actual “maocapitalismo”. Ni Fu-Manchú lo hubiera concebido mejor.

Algunos aspectos del modelo chino actual curiosamente recuerdan en algo al primer villano megalómano de James Bond: el Dr. No. Creado por Ian Flemming en 1958, el Dr. Julius No era un oriental muy particular, un multimillonario que tenía en su isla privada una base secreta desde donde planeaba sabotear el plan espacial americano y dominar el mundo causando un caos global. El Dr. No se sentía rechazado y despreciado por ambos bloques políticos durante la Guerra Fría. Era hijo de un alemán y una china, sus genes portaban las dos visiones del mundo en conflicto. En definitiva, una síntesis sin escrúpulos del capitalismo y el comunismo.

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El miedo al peligro amarillo nunca desapareció, sino que solo cambió de forma. Occidente fue dejando terreno al peligro amarillo con una pésima estrategia económica especulativa global. Compró productos fabricados en China a bajo precio sin importar que los mismos fuesen fabricados por trabajadores hiperexplotados por un régimen totalitario. Finalmente, esa estrategia terminó por destruir gran parte del tejido industrial y productivo nacional, pasando a depender económicamente del “maocapitalismo”.

El gigante comunista asiático paso así a convertirse en el líder del comercio mundial, primer productor internacional de productos de dudosa calidad, ocupar el primer puesto en contaminación ambiental, explotación laboral, censura, exterminio de disidentes, pena de muerte, consumo de perros, gatos, pangolines y murciélagos. Ahora también líder en ocultación de la verdad ante la pandemia del COVID-19, eso sí, con España siguiéndole de cerca. Tengamos cuidado con ellos, porque como dijo una ministra del gobierno español «nos ofrecen gangas y después evidentemente resulta que eso no son gangas” (sic). Ni el Dr. No lo hubiera concebido mejor.

El peligro amarillo es ahora real y concreto, no como los literarios o cinematográficos. Ahora es invisible pero concreto y muy peligroso, recorre el mundo como en su momento lo hizo el fantasma del comunismo. Ante la amenaza de este microscópico supervillano megalómano solo queda la protección con mascarillas y guantes de látex fabricados… en China.

Autor

José Papparelli