25/11/2024 16:06
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Quousque Tandem, Catilina….

Marco Tulio Cicerón 

Durante siglos y muchas generaciones para poder viajar por el mundo necesitaban saber hablar latin. Tanto que el latin llegó a ser lengua universal… y para estudiar latín había que comenzar por traducir las “catilinarias” de Cicerón, el más grande de los oradores romanos.

Y así era en España tambien. Tanto que en el bachillerato, en la Universidad, el latín era asignatura fundamental y por ello muchos estudiantes españoles, al menos de los que vivimos antes de que llegara la “cultura socialista” tuvimos que estudiar y traducir los textos de Cicerón.

La famosa frase con que comienza su primera “Catilinaria”: “QUOSQUE TANDEM, ABUTERE CATILINA” llegó a ser un simbolo de crítica a todo lo que no nos gustara y durante un tiempo tambien fue el símbolo que identificaba a los posibles opositores al Régimen de Franco.

Por ello me complace reproducir hoy la primera de las cuatro que pronunció en el Senado romano y que fue la puntilla que acabó con el Golpe de Estado que estaba preparando el Senador romano Catilina con sus amigos y aliados.

Pasen y lean:

 

Contexto histórico: Pronunciada el 8 de noviembre del año 63 ante el Senado. Con abrupto e incisivo inicio, Cicerón pretende conmover y predisponer a su auditorio a acoger duramente las revelaciones que se propone hacer inmediatamente. La finalidad de esta primera Catilinaria no sólo consiste en la denuncia pública de la trama de la conspiración, sino también pretende poner de manifiesto que él, el cónsul Cicerón, dispone de medios no declarados que le permiten estar perfectamente enterado de las intrigas de los conjurados. Todo ello con el objetivo final de que Catilina, confundido e inseguro, abandonara Roma y se uniera al ejército de Manlio, ya alzado en armas, declarando abiertamente de esa forma sus intenciones. Este hecho serviría además como autoinculpación que supliría la escasez de pruebas; escasez que se colige de la pública presencia de Catilina en Roma y de su asistencia a las sesiones del Senado. El discurso incluye una etopeya de Catilina que insiste sobre el carácter licencioso de sus actividades y una caracterización social de sus partidarios. Cicerón consiguió el objetivo que se había propuesto y Catilina abandonó Roma ese mismo día. 

Este es el texto íntegro

¿Hasta cuándo has de abusar de nuestra paciencia, Catilina? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos sé arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la vigilancia en la ciudad, ni la alarma del pueblo, ni el acuerdo de todos los hombres honrados, ni este protegidísimo lugar donde el Senado se reúne (1), ni las miradas y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están descubiertos? ¿No ves tu conjuración fracasada por conocerla ya todos? ¿Imaginas que alguno de nosotros ignora lo que has hecho anoche y antes de anoche; dónde estuviste; a quiénes convocaste y qué resolviste? ¡Oh qué tiempos! ¡Qué costumbres! ¡El Senado sabe esto, lo ve el cónsul, y, sin embargo, Catilina vive! ¿Qué digo vive? Hasta viene al Senado y toma parte en sus acuerdos, mientras con la mirada anota los quede nosotros designa a la muerte. ¡Y nosotros, varones fuertes, creemos satisfacer a la república previniendo las consecuencias de su furor y de su espada! Ha tiempo, Catilina, que por orden del cónsul debiste ser llevado al suplicio para sufrir la misma suerte que contra todos nosotros, también desde hace tiempo, maquinas. 

Un ciudadano ilustre, P. Escipión, pontífice máximo, sin ser magistrado hizo matar a Tiberio Graco por intentar novedades que alteraban, aunque no gravemente, la constitución de la república (2); y a Catilina, que se apresta a devastar con la muerte y el incendio el mundo entero, nosotros, los cónsules, ¿no le castigaremos? Prescindo de ejemplos antiguos, como el de Servilio Ahala, que por su propia mano dio muerte a Espurio Melio porque proyectaba una revolución. (3) Hubo, sí, hubo en otros tiempos en esta república la norma de que los varones esforzados impusieran mayor castigo a los ciudadanos perniciosos que a los más acerbos enemigos. Tenemos contra ti, Catilina, un severísimo decreto del Senado; (4) no falta a la república ni el consejo ni la autoridad de este alto cuerpo; nosotros, francamente lo digo, nosotros los cónsules somos quienes la faltamos. 

En pasados tiempos decretó un día el Senado que el cónsul Opimio cuidara de la salvación de la república, y antes de que pasara una sola noche había sido muerto Cayo Graco por sospechas de intentos sediciosos; (5) sin que le valiese la fama de su padre, abuelo y antecesores, (6) y había muerto también el consular M. Fulvio (7) con sus hijos. Idéntico decreto confió a los cónsules C. Mario y L. Valerio, la salud de la república. ¿Transcurrió un solo día sin que el castigo público se cumpliese con la muerte de Saturnino, tribuno de la plebe y la del pretor C. Sevilio? (8)¡Y nosotros, senadores, dejamos enmohecer en nuestras manos desde hace veinte días la espada de vuestra autoridad! Tenemos también un decreto del Senado, pero archivado, como espada metida en la vaina. Según ese decreto tendrías que haber muerto al instante, Catilina. Vives, y no vives para renunciar a tus audaces intentos, sino para insistir en ellos. Deseo, padres conscriptos, ser clemente; deseo también, en peligro tan extremo de la república, no parecer débil; pero ya condeno mi inacción, mi falta de energía. 

Hay acampado en Italia, en los desfiladeros de Etruria, un ejército dispuesto contra la república (9) crece día por día el número de los enemigos: el general de ese ejército, el jefe de esos enemigos está dentro de la ciudad y hasta lo vemos dentro del Senado maquinando sin cesar algún daño interno a la república. Si ahora ordenara que te prendieran y mataran, Catilina, creo que nadie me tacharía de cruel, y temo que los buenos ciudadanos me juzgaran tardío. Pero lo que ha tiempo debí hacer, por importantes motivos no lo realizo todavía. Morirás, Catilina, cuando no se pueda encontrar ninguno tan malo, tan perverso, tan semejante a ti, que no confiese la justicia de tu castigo. Mientras quede alguien que se atreva a defenderte, vivirás; pero vivirás como ahora vives, rodeado de muchos y seguros vigilantes para que no puedas moverte contra la república, y sin que lo adviertas habrá, como hasta ahora, muchos ojos que miren cuanto hagas y muchos oídos que escuchen cuanto digas. 

¿A qué esperar más, Catilina, si las tinieblas de la noche no ocultan las nefandas juntas, ni las pare desde una casa particular contienen los clamores de la conjuración? ¿Si todo se sabe; si se publica todo? Cambia de propósitos, créeme; no pienses en muertes y en incendios. Cogido como estás por todos lados, tus designios son para nosotros claros como la luz del día, y te lo voy a demostrar. (10)

¿Recuerdas que el 21 de octubre dije en el Senado que en un día fijo, el 27 de octubre, se alzaría en armas C. Manlio, secuaz y ministro de tu audacia? (11) ¿Me equivoqué, Catilina, no sólo en un hecho tan atroz, tan increíble, sino en lo que es más de admirar, en el día? Dije también en el Senado que habías fijado el 28 del mismo mes para matar a los más ilustres ciudadanos, muchos de los cuales se ausentaron de Roma, no tanto por salvar la vida como por impedir la realización de tus intentos. ¿Negarás acaso que aquel mismo día, cercado por las guardias que mi diligencia te había puesto, ningún movimiento pudiste hacer contra la república y decías que, aun cuando los demás se habían ido, con matarme a mí, que había quedado, te dabas por satisfecho? 

¿Qué más? Cuando confiabas apoderarte de Preneste (12) sorprendiéndola con un ataque nocturno el primero de noviembre, ¿no advertiste las precauciones por mí tomadas para asegurar aquella colonia con guardias y centinelas? Nada haces, nada intentas, nada piensas que yo no oiga o vea o sepa con certeza. 

Recuerda conmigo lo de la pasada noche: ya comprenderás que es mayor mi vigilancia para salvar la república que la tuya para perderla. Aludo a la noche en que fuiste entre falcarios (13) (hablaré sin rebozo) a casa de M. Leca (14) donde acudieron muchos cómplices de tu demencia y tu maldad. ¿Te atreves a negarlo? ¿Por qué callas? Si lo niegas, te lo probaré. Aquí en el Senado estoy viendo algunos de los que contigo estuvieron. 

¡Oh dioses inmortales! ¡Entre qué gentes estamos! ¡En qué ciudad vivimos! ¡Qué república tenemos! Aquí, aquí están entre nosotros, padres conscriptos, en este consejo, el más sagrado y augusto del orbe entero, los que meditan acabar conmigo y con todos vosotros, y con nuestra ciudad y con todo el mundo. Los estoy viendo yo, el cónsul, y les pido su parecer sobre los negocios públicos, y cuando conviniera acabar con ellos a estocadas, ni aun con las palabras se les ofende.  

Fuiste, pues, Catilina, aquella noche a casa de Leca, repartiste Italia entre tus cómplices, determinaste adónde debía ir cada cual de ellos, elegiste los que habían de quedar en Roma y los que llevarías contigo, señalaste los parajes de la ciudad que habían de ser incendiados, aseguraste que partirías pronto, dijiste que si demorabas algo tu salida era porque aún vivía yo. Ofreciéronse entonces dos caballeros romanos a librarte de ese cuidado, prometiendo ir aquella misma noche poco antes de amanecer a mi casa para matarme en mi propio lecho. (15) Todo esto lo supe poco después de terminada vuestra junta, puse en mi casa más numerosa y fuerte guardia; a los que enviaste a saludarme tan de madrugada, cuando llegaron a mi puerta les fue negada la entrada, pues ya había anunciado a muchos y excelentes varones la hora en que irían a visitarme 

Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Manlio, te aguarda como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Estátor, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. Siendo esto así, acaba, Catilina, lo que empezaste, sal por fin de la ciudad; abiertas tienes las puertas; parte. Ya hace días que tu ejército, a las órdenes de Manlio, te aguarda como general. Llévate contigo a todos los tuyos; por lo menos al mayor número. Limpia de ellos la ciudad. Me librarás de gran miedo cuando entre tú y yo estén las murallas. Ya no puedes permanecer por más tiempo entre nosotros; no lo toleraré, no lo permitiré, no lo sufriré. Mucho tenemos ya que agradecer a los dioses inmortales y a este Júpiter Estátor, antiquísimo protector de Roma, por habernos librado tantas veces de tan perniciosa, cruel y terrible calamidad. 

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No se consentirá más que por un solo hombre peligre la república. Cuando elegido cónsul pusiste contra mí asechanzas, Catilina, no me defendí con la fuerza pública, sino con mi propia cautela. Cuando en los últimos comicios consulares, siendo yo cónsul, quisiste matarme a mí y a tus demás competidores en el Campo de Marte, (16) atajé tus malvados intentos con el auxilio de mis amigos y allegados, sin causar alarma alguna en el público; por último, siempre que atacaste a mi persona te rechacé personalmente, aunque sabía que a mi muerte iba unida una gran calamidad para la patria. Pero ya atacas a toda la república, ya pides la muerte para todos los ciudadanos, y la ruina y devastación para los templos de los dioses inmortales, para las casas de la ciudad, para Italia entera; por lo cual, aunque no me atrevo a ejecutar lo que es privativo de mi cargo y autoriza la práctica de nuestros mayores, tomaré una determinación menos severa y más útil al bien común. Porque si ordenara matarte quedarían en la república las bandas de los demás conjurados; pero si te alejas (como no ceso de aconsejarte) saldrá contigo de la ciudad la perniciosa turbamulta que es la hez de la república. ¡Y qué, Catilina! ¿Vacilas acaso en hacer, porque yo lo mande, lo que espontáneamente ibas a ejecutar? El cónsul ordena al enemigo salir de la ciudad. Pregúntas me: ¿Para ir al destierro? No lo mando; pero si me consultas, te lo aconsejo (17) 

Porque, Catilina, ¿qué atractivos puede tener ya para ti Roma, donde, fuera de la turba de perdidos, conjurados contigo, no queda nadie que no te tema, nadie que no te aborrezca? 

¿Hay alguna clase de torpeza que no manche tu vida doméstica? ¿Hay algún género de infamia que no mancille tus negocios privados? ¿Qué impureza no contemplaron tus ojos, qué maldad no ejecutaron tus manos? ¿Qué deshonor no envolvió todo tu cuerpo? ¿A qué jovenzuelo de los seducidos por tus halagos no facilitaste para la crueldad la espada, para la lujuria la antorcha? ¿Qué más? Cuando ha poco la muerte de tu primera esposa te permitió contraer nuevas nupcias, ¿no acumulaste a esta maldad otra verdaderamente increíble? (18) Maldad que callo y de buen grado consiento quede ignorada, para que no se vea que en esta ciudad se cometió tan feroz crimen o que no fue castigado. Tampoco hablaré de la ruina de tu fortuna, de que estás amenazado para las próximas idus. (19) Prescindo de la ignominia privada de tus vicios, de tus dificultades y vergüenza domésticas, para concretarme a lo que atañe a la república entera, a la vida y conservación de todos nosotros. 

¿Puede agradarte, Catilina, el ambiente de esta vida, la luz de este cielo sabiendo que nadie aquí ignora que la víspera del primero de enero, (20) al terminar el consulado de Lépido y Tulo, estuviste en los comicios armado de un puñal, reuniste gente para asesinar a los cónsules y a los principales ciudadanos, y que frustró tu criminal tentativa, no el arrepentimiento ni el temor, sino la fortuna del pueblo romano? (21) 

Y omito hablar de otros crímenes, o por sabidos, o por cometidos poco después. ¿Cuántas veces intentaste matarme siendo cónsul electo y siéndolo en ejercicio? ¿Cuántos golpes, al parecer imposibles de evitar, has dirigido contra mí y yo esquivé ladeándome o, como suele decirse, hurtando el cuerpo? Nada haces, nada consigues y, sin embargo, no desistes de tus propósitos y maquinaciones. ¿Cuántas veces se te ha quitado ese puñal de las manos? ¿Cuántas por acaso cayó de ellas? 

Y, sin embargo, apenas puedes separarlo de ti, ignorando yo la especie de consagración o devoción que te obliga a estimar indispensable clavarlo en el cuerpo de un cónsul. (22) 

¿Pero cuál es tu vida ahora? Porque quiero hablar contigo de modo que no parezca me inspiras el odio que mereces, sino la misericordia a que no eres acreedor. Entraste ha poco en el Senado. ¿Quién, de tan numeroso concurso, de tantos amigos y parientes tuyos, te saludó? Si no hay memoria de que esto haya ocurrido a nadie, ¿esperas acaso que formulen las palabras el severísimo juicio del silencio? ¿Que, al sentarte, no han quedado vacíos los asientos inmediatos? ¿No has visto a esos consulares repetidas veces destinados por ti a la muerte, abandonar sus asientos cuando ocupaste el tuyo, dejando desierto el espacio que te rodea? ¿Qué piensas hacer ante tal desvío? 

Si mis esclavos me temieran como los ciudadanos te temen, pensaría en dejar mi casa, y tú no resuelves abandonar esta ciudad. Y si viera que mis conciudadanos tenían de mí, aunque fuera injustamente, sospecha tan ofensiva, preferiría quitarme de su vista a que me mirara todo el mundo con malos ojos. Y tú, que por la conciencia de tus maldades sabes el justo odio que a todos inspiras, muy merecido desde hace tiempo, ¿vacilas en huir de la vista y presencia de aquellos cuyas ideas y sentimientos ofendes? Si tus padres te temieran y odiaran y no pudieras aplacarlos de modo alguno, creo que te alejarías de su vista. Pues la patria, madre común de todos nosotros, te odia y te teme, y ha tiempo sabe que sólo piensas en su ruina. ¿No respetarás su autoridad, ni seguirás su dictamen, ni te amedrentará su fuerza? 

A ti se dirige, Catilina, y, callando, te dice: (23)  

«Ninguna maldad se ha cometido desde hace años de que tú no seas autor; ningún escándalo sin ti; libre e impunemente, tú solo mataste a muchos ciudadanos (24) y vejaste y saqueaste a los aliados; (25) tú, no sólo has despreciado las leyes y los tribunales, sino los hollaste y violaste. (26) Lo pasado, aunque insufrible, lo toleré como pude; pero el estar ahora amedrentada por ti solo y a cualquier ruido temer a Catilina; ver que nada pueda intentarse contra mí que no dependa de tu aborrecida maldad no es tolerable. Vete, pues, y líbrame de este temor; si es fundado, para que no acabe conmigo; si inmotivado, para que alguna vez deje de temer.» 

Si, como he dicho, la patria te habla en estos términos, ¿no deberías atender su ruego, aunque no pueda emplear contra ti la fuerza? ¿Qué significa el haberte entregado tú mismo para estar bajo custodia? (27) ¿Qué indica el que tú mismo dijeras que, para evitar malas sospechas, querías habitar en casa de M. Lépido? (28) Y no recibido en ella, te atreviste a presentarte ante mí y me pediste que te acogiera en la mía. Te respondí que no podía vivir contigo dentro de los mismos muros, puesto que, no sin gran peligro mío, vivíamos en la misma ciudad, y entonces fuiste al pretor Q. Metelo; (29) y rechazado también por éste, te fuiste a vivir con tu amigo el dignísimo M. Metelo, (30) que te pareció sin duda el más diligente para guardarte, el más sagaz para descubrir tus proyectos y el más enérgico para reprimirlos. Pero ¿crees que debe estar muy lejos de la cárcel quien se ha juzgado a sí mismo digno de ser custodiado? 

Siendo esto así, Catilina, y no pudiendo morir aquí tranquilamente, ¿dudas en marcharte a lejanas tierras para acabar en la soledad una vida tantas veces librada de justos y merecidos castigos? Propón al Senado, dices, mi destierro, y aseguras que, si a los senadores parece bien decretarlo, obedecerás. No haré yo una propuesta contraria a mis costumbres; pero sí lo necesario para que comprendas lo que los senadores opinan de ti. Sal de la ciudad, Catilina; libra a la república del miedo; vete al destierro, si lo que esperas es oír pronunciar esta palabra. ¿Qué es esto, Catilina? Repara, advierte el silencio de los senadores. Consienten en lo que digo y callan. ¿A qué esperas la autoridad de sus palabras si con el silencio te dicen su voluntad? 

Si lo que te he dicho lo dijera a este excelente joven, P. Sextio, (31) a este esforzado varón, M. Marcelo, (32) a pesar de mi dignidad de cónsul, a pesar de la santidad de este templo, con perfecto derecho me hiciera sentir el Senado su enérgica protesta. Pero lo oye decir de ti y, permaneciendo tranquilo, lo aprueba; sufriéndolo, lo decreta; callando, lo proclama. Y no solamente te condenan éstos, cuya autoridad debe serte por cierto muy respetable cuan-do tan en poco tienes sus vidas, sino también aquellos ilustres y honradísimos caballeros romanos, y los esforzados ciudadanos que rodean el Senado, cuyo número pudiste ver hace poco y comprender sus deseos y oír sus voces; cuyos brazos armados contra ti estoy conteniendo, y a quienes induciré fácilmente para que te acompañen hasta las puertas de esta ciudad que proyectas asolar. 

Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Haber algo que te contenga? ¿Ser tú capaz de enmienda? ¿Meditar tú la huida? ¿Esperar que voluntariamente te destierres? ¡Ojalá te inspirasen los dioses inmortal es tal idea! Veo, sin embargo, si mis exhortaciones te indujeran a ir al destierro, la tempestad de odio queme amenaza, si no ahora, por estar fresca la memoria de tus maldades, en lo porvenir. Poco me importa con tal que el daño sólo a mí alcance y no peligre la república. Pero en vano se esperará que te avergüences de tus vicios, que temas el castigo de las leyes, que cedas a las necesidades de la república; porque a ti, Catilina, no te retrae de la vida licenciosa la vergüenza; ni del peligro el miedo; ni del furor la razón. 

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Por lo cual, como repetidamente te he dicho, vete, y si, cual dices, soy tu enemigo, excita contra mí el odio yendo derecho al destierro. Apenas podré sufrirlas murmuraciones de las gentes si así lo haces; apenas soportar el enorme peso de su aborrecimiento, si por mandato del cónsul vas al destierro. Pero si quieres procurarme alabanzas y gloria, sal de aquí con el modestísimo grupo de tus malvados cómplices; únete con Manlio; reúne a los perdidos, apártate de los buenos; haz guerra a tu patria; regocíjate con este impío latrocinio para que se vea que no te he echado entre gente extraña, sino invitado a que te unas a los tuyos.  

Pero ¿por qué he de invitarte, cuando sé que has enviado ya gente armada a Foro Aurelio (33) para que te aguarde; cuando sé que está ya convenido con Manlio y señalado el día; cuando sé que ya has enviado el águila de plata (34) que confío será fatal a ti y a los tuyos, y a la cual hiciste sagrario en tu casa para tus maldades? ¿Podrás estar mucho tiempo sin un objeto que acostumbras a venerar cuando intentas matar a alguien, pasando muchas veces tu impía diestra de su ara al asesinato de un ciudadano? 

Irás, por fin, adonde te arrastra tu deseo desenfrenado y furioso, que no te ha de causar esto pena, sino increíble satisfacción. Para tal demencia te produjo la naturaleza, te amaestró la voluntad y te reservó la fortuna. Nunca deseaste, no digo la paz, ni la misma guerra como no fuese una guerra criminal. Has reunido un ejército de malvados, formado de gente perdida, sin fortuna, hasta sin esperanza. 

¡Qué contento el tuyo! ¡Qué transportes de placer! ¡Qué embriaguez de regocijo cuando en el crecido número de los tuyos no oigas ni veas un hombre de bien! Para dedicarte a este género de vida te ejercitaste en los trabajos, en estar echado en el suelo, no sólo a fin de lograr los estupros, sino también otras maldades, velando por la noche para aprovecharte insidiosamente del sueño de los maridos o de los bienes de los incautos. Ahora podrás demostrar tu admirable paciencia para sufrir el hambre, el frío, la falta de todo recurso que dentro de breve tiempo has de sentir. Al excluirte del consulado, (35) logré al menos que el daño que intentaras contra la república como desterrado, no lo pudieras realizar como cónsul, y que tu alzamiento contra la patria, más que guerra se llame latrocinio. 

Ahora, padres conscriptos, anticipándome a contestar a un cargo que con justicia puede dirigirme la patria, os ruego escuchéis con atención lo que voy a decir, y lo fijéis en vuestra memoria y en vuestro entendimiento. Si mi patria, que me es mucho más cara que la vida; si toda Italia, si toda la república dijera: 

«Marco Tulio, ¿qué haces? ¿Permitirás salir de la ciudad al que has demostrado que es enemigo, al que ves que va a ser general de los sublevados, al que sabes aguardan éstos en su campamento para que los acaudille, al autor de las maldades y cabeza de la conjuración, al que ha puesto en armas a los esclavos y a los ciudadanos perdidos, de manera que parezca, no que le has echado de Roma, sino que le has traído a ella? ¿Por qué no mandas prenderle, porqué no ordenas matarle? ¿Por qué no dispones que se le aplique el mayor suplicio? ¿Quién te lo impide? ¿Las costumbres de nuestros mayores? Pues muchas veces en esta república los particulares dieron muerte a los ciudadanos perniciosos. (36) ¿Las leyes relativas a la imposición del suplicio a los ciudadanos romanos? (37) Jamás en esta ciudad conservaron derecho de ciudadanía los que se sustrajeron a la obediencia de la república. ¿Temes acaso la censura de la posteridad? ¡Buena manera demostrar tu agradecimiento al pueblo romano, que, siendo tú conocido únicamente por tu mérito personal, sin que te recomendase el de tus ascendientes, te confirió tan temprano el más elevado cargo, eligiéndote antes para todos los que le sirven de escala, será abandonar la salvación de tus conciudadanos por librarte del odio o por temor a algún peligro! Y si temes hacerte odioso, ¿es menor el odio engendrado por la severidad y la fortaleza que el producido por la flojedad y el abandono? Cuando la guerra devaste Italia y aflija a las poblaciones; cuando ardan las casas, ¿crees que note alcanzará el incendio de la indignación pública?» 

A estas sacratísimas voces de la patria y a los que en su conciencia opinan como ella, responderé brevemente. Si yo entendiera, padres conscriptos, que lo mejor en este caso era condenar a muerte a Catilina, ni una hora sola de vida hubiese concedido a ese gladiador; porque si a los grandes hombres y eminentes ciudadanos la sangre de Saturnino, de los Gracos, de Flaco y de otros muchos facciosos no les manchó, sino les honró, no había de temer que por la muerte de este asesino de ciudadanos me aborreciese la posteridad. (38) Y aunque me amenazara esta desdicha, siempre he opinado que el aborrecimiento por un acto de justicia es para el aborrecido un título de gloria. 

No faltan entre los senadores quienes no ven los peligros inminentes o, viéndolos, hacen como si no los vieran, los cuales, con sus opiniones conciliadoras, fomentaron las esperanzas de Catilina, y con no dar crédito a la conjuración naciente, le dieron fuerzas. Atraídos por la autoridad de éstos, les siguen muchos, no solo de los malvados, sino también de los ignorantes; y si impusiera el castigo, me acusarían éstos de cruel y tirano. En cambio entiendo que si éste cumple su propósito y se va a capitanear las tropas de Manlio, no habrá ninguno tan necio que no vea la conjuración, ni tan perverso que no la confiese. Creo que con matar a éste disminuiríamos el mal que amenaza a la república, pero no lo atajaríamos para siempre; pero si éste se va seguido de los suyos y reúne todos los demás náufragos recogidos de todas partes, no sólo se extinguirá esta peste tan extendida en la república, sino que también se extirparán los retoños y semillas de todos nuestros males. 

Ha mucho tiempo, padres conscriptos, que andamos entre estos riesgos de conjuraciones y asechanzas; pero no sé por qué fatalidad todas estas antiguas maldades, todos estos inveterados furores y atrevimientos han llegado a sazón en nuestro consulado; y si de tantos conspiradores sólo suprimimos éste, acaso nos veamos libres por algún tiempo de estos cuidados y temores; pero el peligro continuará, porque está dentro de las venas y de las entrañas de la república. Así como a veces los gravemente enfermos, devorados por el ardor de la fiebre, si beben agua fría creen aliviarse, pero sienten después más grave la dolencia, de igual modo la enfermedad que padece la república, aliviada por el castigo de éste, se agravará después por quedar los otros con vida. 

Que se retiren, pues, padres conscriptos, los malvados, y, apartándose de los buenos, se reúnan en un lugar: sepárelos un muro de nosotros, como ya he dicho muchas veces; dejen de poner asechanzas al cónsul en su propia casa, de cercar el tribunal del pretor urbano, de asediar la curia armados de espadas, de reunir manojos de sarmientos y teas para poner fuego a la ciudad. Lleve, por fin, cada ciudadano escrito en la frente su sentir respecto de la república. Os prometo, padres conscriptos, que será tanta la activa vigilancia de los cónsules, tanta vuestra autoridad, tanto valor de los caballeros romanos y tanta la unión de todos los buenos, que al salir Catilina de Roma todo lo veréis descubierto, claro, sujeto y castigado. 

Márchate, pues, Catilina, para bien de la república, para desdicha y perdición tuya y de cuantos son tus cómplices en toda clase de maldades y en el parricidio; márchate a comenzar esa guerra impía y maldita. Y tú, Júpiter, cuyo culto estableció Rómulo bajo los mismos auspicios que esta ciudad, a quien llamamos Estátor por ser guardador de Roma y de su imperio, alejarás a éste y a sus cómplices de tus aras y de los otros templos, de las casas y murallas; librarás de sus atentados la vida y los bienes de todos los ciudadanos y a los perseguidores de los hombres honrados, enemigos de la patria, ladrones de Italia, en criminal asociación unidos para realizar maldades, los condenarás en vida y muerte a eternos suplicios.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.