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En 2008 se estrenó en Ucrania la primera película-documental sobre la colectivización forzosa decretada por Stalin en 1932. En 2019, casi noventa años después de los hechos, una producción polaco-ucraniana, dirigida por Agnieszka Holland y titulada Mr.Jones, se atrevió a plasmar en la pantalla la gran hambruna –Holodomor, en ucraniano– que, entre 1932 y 1933, acabó con la vida de millones de hombres, mujeres, niños y ancianos en el paraíso socialista de la Rusia soviética. Recordemos que a los campesinos de Ucrania se les confiscó todo el grano, de forma que no les quedó suficiente ni para alimentarse ellos mismos, ni para plantar para la siguiente cosecha, llevándoles, incluso, al extremo del canibalismo de sus propios familiares fallecidos.
De todo ello fue testigo un periodista británico, Gareth Jones, que da nombre al largometraje. Y es sobre este punto sobre el que gira el argumento. Es decir, sobre el testimonio de un periodista, las trabas a su labor y sobre los culpables de la ocultación de una verdad tan terrible.
Uno de los principales responsables de este silenciamiento fue el periodista Walter Duranty, jefe de la oficina en Moscú del New York Times entre 1922 y 1936, y que recibió el premio Pulitzer en 1932 por su “destacada labor informativa”.
Ahora bien, Duranty no fue una excepción. Si, a pesar de sus infinitos crímenes, la Unión Soviética ha gozado siempre de un cierto halo o prestigio –hasta la actualidad– entre los intelectuales y socialistas de la órbita capitalista, se debe, no sólo a la ceguera voluntaria de éstos, –tan bien descrita por Jean Jelen en la obra homónima–, sino, en gran medida, a la labor de edulcoración, maquillaje e intoxicación de los mismos periodistas occidentales.
¿Acaso no ha sido la prensa progre occidental cómplice necesario del comunismo en la ocultación de la verdadera cara del socialismo?; ¿del socialismo real?
Como bien explicó Yuri Alexandrovich Bezmenov, experto en comunicación del KGB y miembro de la Agencia de Prensa Novosti –dedicada específicamente a la propaganda y subversión–, los periodistas sin escrúpulos como el citado Duranty, que pasaban en Occidente por expertos en Rusia por haber pasado un período como corresponsales en la Unión Soviética, no sólo tenían poca idea de lo que escribían, sino que servían a los intereses comunistas: “[…] obviamente, si dices la verdad sobre la URSS no durarás mucho (en Rusia) como corresponsal del New York Times o de Los Angeles Times”. (The Reality Zone, “Soviet Subversion of the Free World Press”, 1984).
Bezmenov se refería específicamente a Hedrick Smith y Robert Kaiser, corresponsales del New York Times y del Washington Post respectivamente, –ambos entre 1971 y 1974–, durante el mandato de Leonid Breznev. Por cierto, Smith recibió también –como Duranty–, el premio Pulitzer en 1974, principalmente por su cobertura de la información relativa a la Unión Soviética.
Ambos, tanto Hedrick Smith como Robert Kaiser escribieron libros superventas en Estados Unidos sobre la URSS, apoyados en su pregonada experiencia y en la reputación otorgada por sus numerosos premios. Smith publicó The Russians en 1976 y Kaiser, Russia, the people and the power (1976) y Russia from the inside (1980).
Aunque para Bezmenov, la razón principal de las mentiras propagadas por aquellos periodistas residía no tanto en unas convicciones ideológicas como en la codicia, en su afán por enriquecerse a costa de lo que fuera, sacrificando, incluso, la verdad:
[…] “esta gente gana mucho dinero. Cuando regresan a Estados Unidos, afirman que son expertos en mi país. Escriben libros que venden un millón de copias. Títulos como Rusos: La verdad sobre Rusia. La mayor parte es mentira. Sin embargo, dicen ser «sovietólogos». Reproducen los clichés de la propaganda, pero se resisten obstinadamente a la palabra de la verdad si una persona como Solzhenitsin deserta o es expulsada de la URSS. Hacen todo lo posible por desacreditarlo y desanimarlo.”
De hecho, ese afán denigratorio consistente en “matar al mensajero” portador de la incómoda realidad del comunismo, ha sido característica común de la “intelectualidad” progre en todo el mundo. Bien lo sabemos en España, donde el odio y la intolerancia hicieron famoso a Juan Benet, tristemente ilustre por exhibir una miseria moral sin límite: “Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Solzhenitsin no puedan salir de ellos. Nada más higiénico que el hecho de que las autoridades soviéticas –cuyos gustos y criterios sobre los escritores rusos subversivos comparto a menudo– busquen la manera de librarse de semejante peste”. (“El hermano Solzhenitsin”, revista Cuadernos para el Diálogo, nº 52, 27 de marzo de 1976).
A Yuri Bezmenov, que se hacía llamar Tomas David Schuman en los Estados Unidos, no se le abrieron las puertas de los medios progres norteamericanos, precisamente, por conservar una moral: “No tengo muchas posibilidades de aparecer en (una) red nacional con la historia real de mi país, pero no soy un tonto útil como Hedrick Smith o Robert Kaiser…”
Gareth Jones dio testimonio del Holodomor publicando el artículo “Death in Ukraine”, el 10 de julio de 1934. El eco de la noticia no llegó muy lejos ni duró mucho. Jones fue asesinado en Mongolia en agosto de 1935, un día antes de cumplir 30 años, en una celada tendida por su guía, a sueldo del KGB.
A pesar de la demanda ucraniana en 2003 a través de la Ukrainian Canadian Civil Liberties Association, la junta directiva de los Pulitzer se negó a retirar el premio a Walter Duranty.
Y el New York Times sigue siendo el referente de los socialistas estadounidenses y europeos.
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