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Es cierto que los unos somos verdugos de los otros, realidad de la que se aprovechan los malos príncipes y las malas autoridades en general, para culpar de sus propias culpas al pueblo, aludiendo a que, aunque el dirigente quiera y lo procure, no puede remediar los daños, porque todas las cosas de la convivencia traen consigo aspereza e injusticia. Algo con lo que se podría estar de acuerdo si dichas autoridades, sabiendo lo cual, abandonaran sus cargos o no accedieran a ellos. Pero les puede su cinismo, su vanidad y su codicia, y a pesar de reconocer su impotencia para arreglar la sociedad, persisten en mantenerse en sus poltronas sin considerar la renuncia de sus privilegios.
La impunidad y la codicia despierta en la casta política el afán de robar al pueblo, y siempre anda buscando y encontrando ocasión para ello, que esto del holgar y comer abusando y ablandando brevas tiene muchos aficionados y seguidores. Por eso hay tanto advenedizo bajo las ubres del Estado, tantos demagogos vendiendo nonadas. Y con esto, como linaje y herencia familiar, incluso, no salen de los partidos desde jovencitos, hasta que les llega la muerte -ya que a pocos la cárcel, su lugar idóneo-; por donde debemos entender que toda esta vagabundia, inútil y sin provecho, son parásitos y malvados por naturaleza.
Lo cierto es que, por sistema, la autoridad promete mucho, en público, pero no da nada. Que ser demagogo e hipócrita aprovecha; que las buenas apariencias y los floridos dichos borran las malas realidades y los viles hechos. Que se exhiben simpatías y solidaridades fingidas para que el palmito exterior pueda envolver y acreditar la corrupción del alma. Y que los políticos matreros abusan de las trampas ideológicas, esas deformaciones premeditadas con que tratan lo cotidiano, para que no se le atragante la realidad a la ciudadanía.
No obstante, a menudo nos referimos a la irresponsabilidad de los políticos sin recordar la de los ciudadanos. ¿Qué es la putrefacción de los de arriba sino la suma de las corrupciones escalonadas, hasta llegar al viciado mundo común que se respira en el protagonismo cotidiano de los de abajo? Lo sarcástico es que ninguno de los entronizados acaba aherrojado, sino que los grilletes sólo parecen buscar las manos y los pies del pueblo puteado, aunque puteado al parecer con gusto o, al menos, sin la menor rebeldía.
El caso es que España es hoy, en el concierto internacional, menos que nada, una nación servil a la orden de Anglosajonia, del NOM y de las fundaciones, sectas y cofradías que las integran. Núcleos plutocráticos materialistas e iluminados dirigidos por nuevos demiurgos, aventureros, al fin, que explotan el barato mercado de las multitudes, a las que venden sus amuletos y fetiches delirantes, envueltos en calderilla buenista. Mala gente que se llena la boca con ecologismos, felicidades y mundos limpios, y a quienes encanta planificar la reproducción humana mediante el genocidio, que ellos impregnan de palabrería impostada por medio de sus terminales mediáticas.
Mas la sociedad no tiene excusa. Un pueblo que, con la misma indiferencia acepta la corrupción de sus dirigentes como las humillantes injerencias extranjeras, es un pueblo desarbolado en la tormenta. Los ciudadanos españoles son incapaces de indignarse por la corrupción y el desprecio de sus políticos, como lo son de hacerlo por la tibieza o complicidad de su soberano. Si eligen y reeligen a políticos, gobernantes y autoridades corruptas no son víctimas, son cómplices o idiotas. La dolorosa realidad es que los bandoleros que últimamente han dirigido la nación durante más de cuatro décadas han sido alumbrados y bendecidos por las urnas.
Distintos sabios, en todas las épocas, han afirmado que todo ser humano, rico o pobre, letrado o analfabeto, inteligente o no, tiene en sí mismo, en su intuición, la fuente de la moralidad y de la perfección, la posibilidad de juzgar por sí mismo el valor de los actos a realizar. Y si se encuentra así liberado de los ritos sociales y familiares, de los vínculos tradicionales, de las subordinaciones a las autoridades antiguas o modernas y de las prescripciones de la costumbre, también, por el contrario, se encuentra comprometido con su responsabilidad, con su arbitrio. Y está capacitado para advertir el engaño. Ergo, si no lo advierte, es por propia voluntad.
El caso, en fin, es que hay gobernantes -o dirigentes o líderes o como se quiera denominarlos- que administran y gobernantes que suministran. Los electores, ajenos a ese sentido común y a esa rebeldía que se les supone, suelen inclinarse por los suministradores, sin pararse a pensar si administran lo que suministran, ni qué migajas suministran. La gente, olvidándose de las legislaciones y de sus consecuencias, quiere coger, sólo coger, porque los que suministran les han dicho que las leyes son por el bien de la democracia y, sobre todo, que el dinero no es de nadie, y que la caja común se llena con lo que cae de los árboles.
Y la gente hace como que se lo cree, y vive al día, que es lo cómodo, y piensa que para el futuro Dios proveerá. Pero hay veces que Dios se cansa. Y así nos va.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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