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Los defensores de la novela negra afirmamos que es el género popular del siglo XX que mejor recoge la capacidad de trazar un retablo social completo y retrato moral complejo de un tiempo concreto y unos personajes determinados; y de, al tiempo, un gran tema como es la condición humana y de un hondo dilema filosófico como el del mal, en la mejor estirpe de las grandes novelas decimonónicas del realismo literario. El director castizo y genio universal de Edgar Neville, escritor, dramaturgo y colaborador habitual de la prensa, hizo una adaptación muy particular del crimen real sucedido a finales del siglo XIX en la Calle Fuencarral en una obra maestra llamada El crimen de la calle de Bordadores (1946). Después de su periplo en Hollywood, Neville, un gran observador, introdujo en España técnicas narrativas del cine negro adaptadas al ambiente español y al madrileño. Se trata de una mezcla de costumbrismo y vanguardia, de humor y melodrama, muy característica de la tradición hispana iniciada con la obra de Cervantes, en la que Neville supone un mojón fundamental dentro de su adaptación al cine y de su ampliación general en el siglo XX artístico.
Neville era el gran director de cine afincado en Madrid. Si en Domingo de Carnaval retrata el Rastro, en El crimen de la calle de Bordadores hace lo propio con La Puerta del Sol o con el parque de El Retiro. Su capacidad para captar los giros castizos del lenguaje popular y reproducirlos con agilidad y precisión —en calidad de guionista— a través de sus personajes, la caracterización detallada de ambientes o la confrontación entre el mundo del dinero y el mundo de la pobreza es brillante en la película. También podemos ver, a través de numerosos detalles, cómo capta diferentes tipos sociales: un sereno o una billetera; lugares comunitarios como la escalera de un vecindario por la que hay que bajar encendiendo una cerilla; o características de ese tiempo como un coche de caballos que hacía las veces del taxi o incluso del Uber moderno. A eso le añaden características esenciales del cine negro —el uso del flashback para añadir interés a lo relatado y medir la información que se le da al espectador, las vicisitudes propias de la investigación policial, el fantasma que no deja de sobrevolar la intriga constante, los detalles del juicio por el crimen y esa habilidad presente en los mejores realizadores como Griffith o como en Hitchcock de dar más información, a través del fuera de campo o de detalles bien marcados, al espectador que a los personajes para que el primero vaya siempre un paso por delante— y altas dosis de humor para completar una película que podemos encuadrar en lo que Santiago Aguilar llamaba “sainetes criminales” y otros han asociado sencillamente al vodevil de toda la vida o incluso al entremés clásico con tintes policiacos.
La película narra, acompañando al personaje adecuado para dar la información precisa al espectador en cada momento, los distintos tiempos que rodean la muerte de una dama con posibles. En dicho crimen están involucrados tres personajes principales: un estafador y principal sospechoso (Manuel Luna), una billetera y cantante enemistada con la señora (Mary Delgado) y la criada de la señora asesinada (Antonia Plana), que esconde más secretos de los que uno supondría en un principio. Sin menospreciar, con ello, a los múltiples personajes secundarios en los que recae la trama o que protagonizan breves momentos fundamentales de la película y que, además, acreditan esa gran virtud de Neville como cineasta que era su talento para la dirección de actores y otra gran virtud, como guionista, que eran las tramas complejas.
Encontramos la herencia directa de Galdós, el autor favorito de Neville con novelas como Fortunata y Jacinta: por ejemplo, en el erotismo sutil que encontramos en dos escenas de Mary Delgado: la pelea a tortazo limpio con una estafadora y la descripción detallada que hace en pleno juicio sobre cómo se desviste antes de dormir; y de Baroja: por ejemplo, en esos personajes de los bajos fondos como Manuel Luna que “luchan por la vida” dando sablazos al prójimo y usando las malas artes del galán con ambición ante solitarias y adineradas solteras. En cine podríamos hablar, como hace José Luis Garci, de influencias tales como John Ford y su capacidad para retratar una época con la puesta en escena o ese interés naturalista de Jean Renoir que Neville adapta a España y a Madrid. En ese sentido, no hay más que recordar cómo graba la música Neville —“¿qué tendrá este cante que iguala a todos los españoles?”, se dice en la película remitiendo a una idea de la literatura española popular presente desde la Edad Media: la igualación de todas las clases “para morir iguales”—; especialmente en una escena donde muestra al detalle los rostros de una variedad enorme de personajes que se encuentran en el imaginario español intemporal y que se encontraban en ese Madrid finisecular que la película inmortaliza.
La película mezcla la comedia y el drama con una mirada constante de ternura que, de nuevo, remite a Cervantes o a Galdós. Se encuentran elementos perfectamente modernos como la crítica voraz a la prensa de la época —una crítica que, como casi todo en la película, se podría adaptar sin problemas a nuestro presente— con elementos intemporales representados en el amor a lo popular. Hay que destacar el amor al pueblo tal y como éste es, ya que Neville no juzga al pueblo y sus costumbres: a diferencia de nuestros realizadores actuales y sus antiparras del puritanismo “políticamente correcto”, él lo muestra en su realidad como ha hecho siempre todo gran narrador, al no colocarse por encima sino al mismo nivel de lo que conoce bien y retrata fielmente. De nuevo remitimos al mejor ejemplo de ello que hay en la película: la escena en la que se graban decenas de rostros mientras escuchan el flamenco. Eso es España: ayer, hoy y siempre. Con aquello que cambia y con aquello que permanece. En ese sentido, lo femenino y lo popular se entrelazan remitiendo a esa concepción unamuniana que prefiere la matria (representada por “la Petra” que encarna Antonia Plana) en lugar de la patria; en el Horacio que dice “dulce y honorable es morir por la patria”; o en ese Jesús evangélico que habla de “honrar a tu padre y a tu madre”, también en el sentido de padre y madre a los que alude el término patria o matria.
Edgar Neville utiliza elementos de la comedia de enredo o a personajes arquetípicamente españoles como el pícaro (Manuel Luna) dentro del marco del género noir entonces imperante en Hollywood (Al rojo vivo; Perdición; Retorno al Pasado; Sed de mal; Atraco perfecto; El tercer hombre) y que otros directores como Ladislao Vajda (El cebo) o Juan Antonio Bardem (Muerte de un ciclista), desarrollarían siguiendo la estela de Neville. Es un retablo moral o retrato social amable, a pesar de algunos elementos muy duros extraídos del mejor melodrama, y cuando parece que los protagonistas y el propio espectador están entregados a la desesperanza, asistimos a cómo el indulto real evita la injusticia, como en las obras del Siglo de Oro escritas por Lope de Vega, haciendo valer el poder terrenal de la monarquía. Neville era un cosmopolita de derechas, como Agustín de Foxá o Jardiel Poncela bien integrado en la España franquista. Pero quizás hoy la importancia de su obra puesta en comunión con el inmerecido olvido, dada su calidad, en que está sumida nos volverían a hacer pensar en Miguel de Cervantes. Como Cervantes, Neville murió situado en un relativo ostracismo a pesar del éxito innegable de algunas de sus obras. Y, también como Cervantes, fue un autor que mostró su amor por el pueblo español a través de un costumbrismo que no juzga, pero sí muestra, y que sabe incluir la vanguardia artística y la innovación sin que nada desentone en el resultado final. El crimen de la calle de Bordadores (1946) es otra obra maestra del cine español y de la filmografía de un genio al que ningún cinéfilo español que se precie de serlo puede dar la espalda.
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