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El juez es el único que está constitucionalmente habilitado para condenar o absolver en casi todo tipo de delitos. No todas las sentencias absolutorias en el tema que nos ha ocupado en los tres últimos artículos sobre la corrupción tienen, sin embargo, el mismo contenido, que hay que examinar con cuidado antes de exonerar por completo a un agente público sospechoso. En unos casos se absuelve declarando que los hechos imputados no existieron: la inocencia del procesado no ofrece aquí ninguna duda. En otros casos la sentencia absuelve declarando que los hechos imputados existieron, pero que no son constitutivos de delito: aquí, a pesar de la absolución, puede seguirse manteniendo la presencia de una corrupción no delictiva. En otros casos, la sentencia absuelve declarando que los hechos imputados existieron y que tienen incluso carácter de delito, pero el procesado no es su autor o, más afinadamente todavía, que no se ha probado que lo sea. Aquí existe corrupción delictiva y lo único que procede es identificar al verdadero autor y probar convenientemente su culpabilidad. En otros casos se declara la existencia de los hechos y su carácter delictivo, así como la autoría del procesado, a quien se absuelve, no obstante, por considerar que ha existido prescripción o alguna causa de exoneración de la culpabilidad, como la obediencia debida o el error.

Las actitudes descritas serían explicables si vinieran acompañadas de un complemento imprescindible: que la inhibición pública se compensara con una enérgica actuación interna, de tal manera que el Estado y, en su caso, el partido, sin necesidad de alarmar a la opinión pública ni de perturbar al juez, depurara por sus medios a los individuos corruptos. De esta forma no se perjudicaría la imagen de la organización y se alcanzarían casi los mismos resultados, salvo, naturalmente, el ejemplarizante. Además, los procedimientos de autodepuración pueden ser más contundentes que los judiciales al no estar sometidos a los trámites rigurosos que la ley impone a éstos y, sobre todo, por manejarse una información más amplia.

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Si una organización quiere evitar la intervención ajena tiene que empezar suprimiendo los acontecimientos que la atraigan. Aquí podría valer de ejemplo la Santa Inquisición. La Iglesia Católica sustrajo en un tiempo de los tribunales civiles el conocimiento de algunas causas; pero eso sí, con el compromiso de remediar ella los hechos con sus propios medios. Y, hay que reconocer que, excesos aparte, mantuvo una disciplina muy superior a la que hubieran podido imponer los jueces ordinarios.

En las circunstancias actuales no creo que los ciudadanos se escandalizasen ante investigaciones no judiciales del Estado, por muy enérgicas que fuesen, a la hora de castigar y prevenir las corrupciones porque todos tienen conciencia de que se trata de un delito de muy difícil prueba, en el que cualquier persona, medianamente hábil puede eludir las pesquisas de jueces y fiscales; lo que no sucedería en una investigación interna menos formalista.

Apoyado en Alejandro Nieto, «Corrupción en la España democrática», Ariel, Barcelona, 1997. Catedrático de Derecho Administrativo.

Autor

REDACCIÓN