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Por un lado, Roosevelt pretendía el apoyo y la movilización del pueblo estadounidense invocando su empatía hacia las víctimas de la guerra europea, y a continuación negaba que el fin de sus palabras fuera involucrar al país en el conflicto. En el Mensaje Anual al Congreso del 3 de enero de 1940 empleó de nuevo este doble discurso: “Decir que el bienestar interno de ciento treinta millones de estadounidenses se ve profundamente afectado por el bienestar o el malestar de las poblaciones de otras naciones es sólo reconocer en los asuntos del mundo la verdad que todos aceptamos en los asuntos de interior […] Puedo entender los sentimientos de aquéllos que advierten a la nación que nunca volverán a dar su consentimiento para el envío de los jóvenes estadounidenses a luchar en el suelo de Europa. Pero, que yo recuerde, nadie les ha pedido que den su consentimiento para tal empresa. […] La inmensa mayoría de nuestros conciudadanos no deben abandonar en lo más mínimo su esperanza y su expectativa de que los Estados Unidos no se involucrarán en la participación militar en esta guerra. […] También puedo entender el pensamiento mágico (wishfulness o “deseo” en el original) de los que simplifican toda la situación repitiendo que todo lo que tenemos que hacer es ocuparnos de nuestros asuntos y mantener a la nación fuera de la guerra. Pero hay una gran diferencia entre mantenerse fuera de la guerra y pretender que esta guerra no es asunto nuestro”.

Por otro lado, y es algo que habla también del carácter autocrático de Franklin Delano Roosevelt, éste no dudó en deslegitimar como inválida toda forma de gobierno que no encajara en su propia óptica. En nombre de la democracia, claro está, del mismo modo en que en nombre de la paz promovía la guerra: “Por supuesto, los pueblos de otras naciones tienen el derecho a elegir su propia forma de gobierno. Pero en este país todavía creemos que tal elección debe basarse en ciertas libertades que creemos son esenciales en todas partes. Sabemos que nosotros mismos nunca estaremos completamente seguros en casa a menos que otros gobiernos reconozcan esas libertades”. Y alguien se preguntará: ¿acaso Roosevelt exigía democracia a la Unión Soviética? Evidentemente no, pero la vinculación de la propia seguridad a la amenaza inherente a la mera existencia de gobiernos molestos sólo estaba destinada a un propósito: liberar sus manos contra la Alemania nazi. No contra la URSS.

Por otra parte, el mismo discurso antes citado retrata a la perfección la doblez del presidente estadounidense, acusando a otros de sus propios actos o intenciones: “[…] Rechazamos la solución europea de la utilización de los desempleados para construir armamentos excesivos que finalmente resultan en dictaduras y guerra”. Como si el plan de reducir el paro en los EEUU impulsando la industria militar no estuviera dirigido a la guerra.

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Así mismo, que Roosevelt se presentase a un tercer mandato en 1940 suponía una anomalía, que el líder de la oposición, Wendell Wilkie, no dudó en subrayar: “El gobierno de un solo hombre siempre es fatal para la democracia. Y os diré algo más, el gobierno de un solo hombre lleva siempre por el camino de la guerra. […] Si su promesa de mantener a nuestros chicos fuera de guerras extranjeras no es mejor que su promesa de equilibrar el presupuesto, casi están ya en camino”. (Convención Republicana de Philadelphia, octubre de 1940).

El caso es que Roosevelt –con un perfil muy bajo durante toda la campaña– puso mucho empeño en combatir estas acusaciones, programando cinco discursos antes de las elecciones del 5 de noviembre de 1940. En uno de ellos afirmó: “Esta noche se ha hecho otra acusación falsa. Se ha hecho una acusación absolutamente falsa para llevar el terror al corazón de nuestros ciudadanos. Una acusación que ofende todas las convicciones políticas y religiosas que amo profundamente. Es la acusación de que este Gobierno quiere llevar al país a la guerra. Esta acusación no se ajusta a nada de lo realizado o propuesto durante los últimos ocho años. Durante estos años todas mis acciones y pensamientos han tenido la finalidad de preservar la paz en el mundo”. Y el 30 de octubre, en otro acto en Boston, insistía: “Lo he dicho antes, pero lo repetiré una y otra y otra vez. No se enviará a vuestros chicos a guerra extranjera alguna”.

Sin embargo, una vez reelegido, se demostró que las acusaciones contra él eran más que fundadas. Insistiendo en implicar a los estadounidenses en la guerra, en el Mensaje Anual al Congreso del 6 de enero de 1941 afirmó: “Nunca antes los EEUU tuvieron una seria amenaza contra su seguridad nacional o independencia. […] Me parece, por desgracia, necesario informar de que el futuro y la seguridad de nuestro país y de nuestra democracia participan abrumadoramente en los eventos que van más allá de nuestras fronteras”. […] el futuro de todas las Repúblicas Americanas se encuentra hoy en grave peligro”. […] Hoy en día es más que evidente que los ciudadanos estadounidenses en todas partes están exigiendo y apoyando la adopción rápida y completa de medidas y reconocen el evidente peligro. […] La necesidad inmediata es un aumento rápido en nuestra producción de armamento. Los líderes de la industria y el trabajo han respondido a nuestra convocatoria. […] Decimos a las democracias que los norteamericanos estamos profundamente comprometidos en vuestra defensa de la libertad. Os ofrecemos nuestra energía, nuestros recursos, nuestro poder organizativo para proporcionaros fuerzas para recuperar y mantener el mundo libre. Os enviaremos más barcos, aviones, tanques y cañones. Esta es nuestra intención y nuestra promesa”.

Tras dicha declaración de Roosevelt (el famoso Discurso de “Las cuatro libertades”), el Senador del partido demócrata Burton K. Wheeler no dudó en expresar lo que era un secreto a voces: “Confirma de forma definitiva que el presidente quiere la guerra”.

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El ataque a Pearl Harbor se produjo once meses después –el 7 de diciembre de 1941–, pero, si había alguna duda de que Roosevelt hacía mucho tiempo que había decidido ir a la guerra contra Alemania[1], estas declaraciones tras el ataque japonés la disipa del todo: “El ataque a Pearl Harbor se puede repetir contra cualquier punto de ambos océanos a lo largo de nuestras costas y contra el resto del hemisferio. Será una guerra no sólo larga sino también dura. Esperamos eliminar el peligro de Japón, pero nos servirá de poco si tras conseguirlo descubrimos que el resto del mundo ha sido dominado por Hitler y Mussolini. […] Ganaremos esta guerra y ganaremos la paz que siga”[2].

Y en eso –en “ganar la paz”– estamos todavía, de la mano de otro presidente demócrata, anciano y débil en manos de una camarilla que mueve los hilos y promueve la guerra.

 

Santiago Prieto Pérez                                                                                     23-07-2022

 

[1] La “Carta del Atlántico”, firmada el 14 de agosto de 1941 por Roosevelt y Churchill fijó el alineamiento de los EEUU con el Reino Unido y la intervención estadounidense en la guerra frente a Alemania. Cuatro meses antes del sospechoso “incidente Greer” (el 4 de septiembre de 1941) y del mencionado ataque a Pearl Harbor. N. del A.

[2] Recuérdese aquí el discurso de despedida del presidente Dwight David Eisenhower, el 17 de enero de 1961: “Nos hemos visto obligados a crear una industria armamentística permanente de vastas proporciones. […] Esta conjunción de una inmensa institución militar y una gran industria armamentística es nueva en la experiencia estadounidense. […] Sin embargo, no debemos dejar de comprender sus graves implicaciones. […] Debemos cuidarnos de la adquisición de una influencia injustificada, ya sea buscada o no, por parte del complejo militar-industrial. […] No podemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o nuestros procesos democráticos”.

El gasto militar de los EEUU en 2021 fue de 800.000 millones de dólares. Para hacernos una idea de lo que supone: es más del doble del de China (no llega a los 300.000); cuatro veces más que la Europa de los 27 (no llega a los 200.000), y más de diez veces el gasto de Rusia (60.000). N. del A.

Autor

Santiago Prieto