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Ken Wilber distingue dos tipos de experiencias religiosas: la exotérica, cuyo origen es por convención, y la esotérica, que nos es dada por la convicción. La experiencia exotérica se refiere a la creencia por tradición cultural y la esotérica a la fe por medio de la experiencia subjetiva. La mística es el grado máximo que se puede dar de la experiencia religiosa esotérica. El dios del feligrés corriente, exotérico, es una deidad antropomórfica y patriarcal en la que, como sabemos de Feuerbach en adelante, el hombre proyecta sus deseos en un ser divino; mientras que el dios de la mística, esotérico, pareciera ser un dios no-antropomórfico o por lo menos carente de una concreción clara, lo que lo hace más atractivo para el lector moderno que busque huir de las ortodoxias clásicas o bien aproximarse más a las sensibilidades orientales. Por su parte, el término “mística” es precientífico, inconcreto y no está sujeto a ningún fenómeno empírico pues, de creer ciegamente a los místicos, las suyas serían experiencias sensoriales. En el terreno literario representa una etiqueta orientativa no diferente de la “épica” o de la “hímnica” que vale para que el lector pueda hacerse una idea de lo que va a encontrar en el texto.
Para socavar toda idea de alma no cabe perderse en abstrusas discusiones: en su lugar se precisa descender a la raíz de tal concepción y desmentir el error científico del que parte: la diferenciación entre el humano y el animal, considerando que el segundo alberga únicamente un plano existencial, el cuerpo, mientras que el homo sapiens estaría formado por una dualidad cuerpo-alma que no perece del todo tras la muerte, puesto que solo muere la parte material mientras que perdura una parte espiritual. Para un materialista, este fenómeno solo puede ser explicado por a) una ignorancia radical del funcionamiento de las leyes a las que está sujeta la Naturaleza (que carece de causa final); b) un problema mental; c) la vocación de creer en algo irreal para acallar uno o varios problemas (miedo a la muerte, dar sentido a la vida, sentirse parte de una comunidad) de corte existencial. Cuando uno ha sido educado en un ambiente familiar y social religioso desde niño, las tres razones tendrán lugar simultáneamente en la persona. Tiene razón Andrés Ibáñez al decir que quien construye una Iglesia para encerrar el significado del mundo acaba él mismo encerrado dentro de ella. El Arte, todo gran Arte, es una puerta o un puente que nos permite emprender un camino hasta entonces vedado.
El postmodernismo se basa en un auge del subjetivismo, en la apología de la irracionalidad y la sentimentalización. Una unión entre postmodernismo y mística se focaliza en la experiencia inefable, en el sentimiento indecible que está despierta, en la imposibilidad de racionalizarlo o de hablar de ello sin experiencias similares o sin traspasar el umbral de la fe: así solo se trivializa el fenómeno, como demuestran las sectas y religiones de nuevo cuño, y se condena al ostracismo o a los pseudocírculos iniciáticos en ambientes equívocos. Hay que volver al análisis textual de motivos, temas y formas, aprender a hacer una crítica de mitos y símbolos, al rigor del teórico de la literatura.
Angelus Silesius, Teresa de Ávila, Jakob Böhme, Juan de la Cruz, Maestro Eckhart, Emanuel Swedenborg o William Blake no son seres levitantes sino pura y llanamente literatos. Humanos de carne y hueso. Como tal debemos estudiarlos y solo desde esa perspectiva cabe un análisis válido de su impagable obra. Juan de la Cruz no queda excluido del imaginario social de su tiempo: la fragmentación del arte en el seno de la Teología. Por primera vez en la Historia de la alfabetización, el pensamiento se deslinda, en el Renacimiento, de su padre teológico, en clara tensión homicida que irá desarrollándose ya en la Reforma protestante y que seguirá derrumbando doctrinas en siglos posteriores, a través de numerosas voces impagables de la literatura. En el caso de éste autor particular, resulta clave entender las influencias indudables en la poesía mística sufí erotismo y en el orfismo estética, para entender lo que allí se juega, cuyos resultados son evidentes para quien se acerque tanto a la vida como a la obra de Juan de la Cruz. Michel Onfray desmitifica a los hoy idolatrados —¡ay, esas concomitancias entre teólogos y postmodernos!— ascetas desmontando la manipulación en la que se basan los llamados autodenominados “amigos del desierto”, auténticas leyendas ficticias como la de San Antonio o Pablo de Tebas para mover a la imitación. Escribe Onfray que “No hubo límites a este odio al cuerpo por parte de aquellos que creían que muriendo al mundo obtendrían la vida eterna”. Esa es la apología del ascetismo que tanta admiración genera en tipos como Foucault, al que se ve que aprovechó la educación con los jesuitas. La mortificación del cuerpo no nos puede situar más cerca de un alma inexistente.
Los seres humanos somos animales divinos pero finitos, entidades delimitadas en nuestra materialidad, hombres encerrados en un cuerpo sin más trascendencia que el amor. Hay que tener una conciencia realista, concreta, del cuerpo humano. En los círculos religiosos se suele hablar gazmoñamente del corazón con unos términos que solo evidencian la total ignorancia de lo que ese órgano es realmente: un trozo de carne que ni siente ni padece y que bombea sangre sin parar hasta que se detiene. Y, sin embargo, hay una constante vocación de trascendencia en los hombres, un impulso utópico al que se ha llamado, con la particularidad de cada término y de cada época o contexto en el que se ha dado, fe, esperanza, alma, espíritu, voluntad, conciencia, mente. Negar ese impulso es castrar al hombre de la misma manera que sobreestimarlo más allá de lo factible es arrojarlo a un precipicio de las falacias. No se debe mutilar o idolatrar al hombre. La actitud correcta sería la de explorar esos límites, preguntarse por dichas pesquisas y jugar a imaginar qué ocurriría si fuésemos capaces de caminar sobre el precipicio del límite.
Pero a diferencia de la ciencia, que se pervierte en pseudociencia o en vanas pretensiones cientificistas; y de la filosofía, que degenera en retórica o en teología, la mística sí que es solo un juego de la imaginación basado en la clara diferenciación entre res y verba: la cosa y la palabra que designa la cosa. El idioma de la imaginación es el Verbo en el que se encarna lo divino a través de las imágenes que Orfeo, el poeta o el músico, transcribe para iluminar a la tribu. Abriendo para sus hermanos una puerta hermética de conocimientos profundos. La experiencia mística es un fenómeno subjetivo enmarcado dentro de un fenómeno intersubjetivo que no tiene correlato empírico. No existe como tal pero de la necesidad de su formulación depende la dignidad de la existencia. De la misma forma que el pensamiento mágico del pasado está lleno de símbolos, mitos y leyendas que hoy nos resultan inverosímiles; quizás nuestro propio pensamiento mágico que habla de acciones en bolsa, empresas multinacionales y redes sociales podrá resultar igualmente inverosímil a las gentes del futuro; y eso no significa que sea mejor o peor, sino que es sólo una consecuencia del ambiente intelectual de su época y de la forma de explicar el mundo. En la actualidad vale más rastrear las huellas del misticismo en el arte contemporáneo que en las religiones clásicas.
El objeto al que el místico se une en un intento último por conocer mediante la experiencia del desasimiento, el «olvido de sí», para llegar al desocultamiento, el «vaciarse» en el objeto», resulta siempre irreformable e irreductible, y por lo tanto solo puede ser transmitido por la experiencia directa, el conocimiento sensible irracional, o por la expresión lírica pura, que es lo que da lugar a la literatura mística. La mística, en cuanto que tránsito ciego por la noche oscura del alma, pretende desvelar el Ser y su Misterio a la luz de la Palabra y de la Imagen. Abriendo un abismo en el yo, fragmentando la identidad monolítica del orden. Para entender desde una perspectiva crítica el fenómeno místico es necesario cruzar el umbral que separa el mundo racional en el que vivimos del mundo irracional o mágico en el que vivían los místicos y sus «lectores ideales». Para ello se hace necesario asumir dos principios, a saber: 1) que la divinidad es un objeto cognoscible a través de la experiencia; y 2) que dicha experiencia de la divinidad «desocultada» puede ser transmitida fielmente por la palabra, a través de la expresión lírica pura de la literatura mística.
La mayor virtud del hombre es el asombro ante la vida o natura que es un constante fluir: por eso el más preciado bien del hombre no es el tiempo sino su propia creación o techne como respuesta a la variedad de matices de la imprevisible vida y a la anomalía en el tiempo que es toda forma de vida que, sin embargo, está condenada a consumirse pero que puede ser salvada de la muerte mediante el acto de ser capturada por el lenguaje. Somos conscientes de que alguna vez el mundo y la luna y el sol implosionarán, mucho después de que los humanos hayan desaparecido, y que ya no habrá nadie para recitar unos versos que precisamente confieren dignidad a algo que entonces no será pero que una vez fue, esto es, la vida consciente, y por ende, nosotros, los animales divinos: “Do not go gentle into that good night / rage , rage against the dying of light” (“No entres dócilmente en esa buena noche / rabia, rabia contra la muerte de la luz”). Y: “Either it’s night, or we don’t need light” (“Siempre es de noche, por eso necesitamos luz”).
Cabe expiar en el pensamiento mágico imperante en otros tiempos pero que aún permanece latente en la sociedad actual, las malas interpretaciones de la realidad que suelen servir de fundamento para todas las llamadas «experiencias religiosas» donde podemos aglutinar desde los fenómenos onírico-alucinatorios a los «sentires» (palabra horrible esta) trascendentes, pasando por una amplia gama de fantasmagorías parapsicológicas, predestinaciones abracadabrescas o conversaciones a medianoche con los astros, por citar algunos ejemplos ciertamente risibles a la luz de la razón pero sostenidos con toda la seriedad, porque tal es la clave del vendedor de crecepelos, del escolástico, del beato o del adepto, a los que, en cualquier caso, les podemos imputar una clamorosa falta de rigor, de curiosidad y de conocimiento de la lógica científica, que es la que, del Renacimiento a nuestros días, ha venido derribando, a pesar de las zancadillas, los pesados castillos en el aire del mentado pensamiento mágico del que algunos llevan centurias y hasta milenios viviendo de la sopa boba. Es aquello que Lovecraft denominó como “el cáncer de la superstición”. Feuerbach sentencia: “Vivir en imágenes y símbolos es la naturaleza de la religión”, puesto que no apelan a la razón ni requieren de argumentos: en su lugar, golpean directamente al sentimiento. De ahí que la canalización por la vía del arte resulte altamente eficaz para domeñar los afectos del creyente al tiempo que dificulta la labor de hablar de ese mismo arte sin recurrir a la doctrina religiosa que lo sustenta. Y, sin embargo, en esa desacralización se juega algo tan importante como salvar el arte para un tiempo que debería aspirar a desprenderse de la religión ortodoxa de una vez. La Edad del Espíritu como tiempo del Caos. Un arte sin religión interpretado por una crítica sin doctrina que no implica obviar los elementos religiosos del mismo ni caer en el relativismo acrítico, sino depurar para los valores del presente aquello que ha quedado desfasado; sin la acción de ocultarlos, es más, mostrándolos, pero dentro de su contexto porque nunca serán universales, sino sólo una consecuencia de su tiempo concreto: pues lo universal se desprende de la pragmática en contacto con la materia mientras que lo inventado surge como proyección de las limitaciones humanas a un ideal que trasciende esos límites.
De esta forma, el estado de la cuestión hoy se debate entre el gnosticismo, que para Henry Corbin aglutinaba las tres religiones del desierto, y el agnosticismo, sea en sus casos extremos (dogma versus experiencia), sea en su liquidez más inaprensible (new age frente a la incertidumbre). Por su parte, parece ser que el apartado de la ciencia que estudia la conciencia ha descartado toda posibilidad de dualismo; a su vez, la teoría de la creación del Universo descarta, del Big Bang en adelante cualquier vestigio de intervención “en siete días” o mediante un “diseño inteligente” que antes utilizara al pez y al mono como eslabones de una cadena ascendente. Cuando la aspiración a la objetividad retrocede, lo que gana terreno es un pensamiento tan peligroso en cuanto ambiguo. Volviendo a cuestiones genéricas, en materia de religión hay dos posturas: la del gnóstico como aquel que conoce o que aspira a conocer en vida algún aspecto mistérico referido a una realidad trascendente que da por existente; y la del agnóstico como aquel que no se siente capaz, por falta de datos, de emitir un juicio definitivo favorable o contrario a la existencia de realidades trascendentes. O se cree o no se cree, afirman aquellos que siguen anclados en el dualismo y que piden respuestas claras para reafirmar sus endebles certezas. Dentro de la creencia, hay múltiples variedades, que pueden ser englobadas, a su vez, en dos categorías: el teísta y el ateo. El teísta sería el creyente en la existencia de una fuerza o fuerzas sobrenaturales que, de alguna forma, han influido en el cosmos. El ateo es el creyente en la no existencia de fuerzas sobrenaturales que, bajo ningún concepto, han influido en el cosmos. Lo que proponemos es una superación de ese nominalismo cerril: afirmando el materialismo, más aún, el realismo, que niega la existencia de un alma; y afirmando también la imaginación gracias a la cuál vive nuestro espíritu. Según los versos de Paul Valéry: “Honor de los hombres, Santo lenguaje/ Discurso profético y engalanado,/ Hermosas cadenas en las que se adentra/ El dios en la carne extraviado”.
El arte ha sido formulado mayoritariamente en el pasado y para su entendimiento es necesario penetrar en mentalidades anteriores que muchas veces se encuadran dentro del llamado «pensamiento mágico». Esto se aprende en el estudio de la estética. Por mucho tiempo esa actitud animista sirvió también para la explicación de la vida porque no entraba en conflicto con una ciencia aún embrionaria. No ocurre así hoy. El realismo científico nos aporta una explicación de la realidad donde nociones como «alma» o «Dios» se encuentran tan descartadas como es posible tratándose de categorías tan imaginarias como un «hada» o el «Valhalla». Y su aparente desmentido no debe llevarnos a ningún tipo de arrogancia positivista: los cuentos de hadas o las teodiceas suponen lo más valioso del paso del hombre por el mundo. El Arte es lo verdaderamente sagrado y con ese respeto ancestral debe ser entendido. Precisamente los creyentes suelen demostrar una ignorancia profunda de la biología. Si todo lo vivo está formado de partes, no es unitario, está relleno de órganos, imaginar a un ser como Dios que no tiene causa ni está compuesto de órganos o parte alguna solo demuestra que si no viene de nada ni está compuesto por nada es porque solo es una idea. Una idea no más real que el Yoknapatawpha de Faulkner, e incluso bastante menos real que Yoknapatawpha por cuanto no se basa en ningún modelo real concreto. La mitología no pretende ser adorada por la literalidad, como sí que han proclamado durante siglos los cultos del desierto en sus distintas variantes: abrahámica, mahometana o cristiana. El mejor ejemplo de todo lo anterior en el siglo XX se encuentra dentro de la obra literaria y sobre todo cinematográfica del sueco Ingmar Bergman: un místico cuyas imágenes siempre bordeaban el límite tanto de lo religioso como de lo ateo.
Según la entropía, el mundo está ordenado por un principio de caos que hace que ciertos movimientos resulten imprevisibles. Esta idea científicamente demostrada choca de lleno con la idea de un Dios omnipotente. Además, ¿puede un dios hacer que una partícula de agua no sea H2O? ¿Puede un dios alterar la ley de la gravedad en un cuerpo? Esto es, según los principios de la ciencia, físicamente imposible. La mística se fundamenta sobre una idea que es mentira desde la ciencia: que un ser finito como el místico se puede relacionar con un ser infinito como Dios. Este encuentro es imposible desde todos los puntos de vista. ¿Si Dios puede prever el futuro, por qué permitió que naciera Hitler? Porque no existe. Luego el hombre es libre de votar a Hitler y propiciar la Shoah de la misma forma en que Hitler acaba siendo derrotado y se suicida: porque no hay nada escrito ni ninguna idea excede nuestra libertad proviniendo de divinidad alguna. Se equivocaba Dostoievski, como otros han apuntado antes que yo, dado que nada está permitido si somos libres de matar al prójimo. Precisamente por eso debemos comprender algo que la ciencia permitió desdeñando con ello toda ética: la existencia de las cámaras de gas o de las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.
La existencia del Mal, de una mancha inherente al hombre de imperfección que en cierta Teodicea se denominó como mancha de Pecado Original, es lo que, según el ruso Andrei Tarkovsky, justifica la existencia del arte como recreación: “Los artistas no pueden crear en el vacío ni en condiciones ideales, porque entonces no podrían crear nada. Debe existir algún tipo de presión. Los artistas existen porque el mundo no es perfecto. Si fuese perfecto, el arte sería totalmente inútil, pues el hombre ya no buscaría armonía, sino que viviría en ella. El arte nace de un mundo mal diseñado”. Si creemos que lo que nos dicen los místicos es verdad, entonces todos han de ir al loquero. Pero en el fondo sabemos que no es verdad o que, por mejor decir, su Verdad es mucho más profunda que una simple referencia a un fenómeno empírico. Es lícito que busquen a Dios y hablen con Él. Pero no es lícito pensar seriamente en que éste les responda. Porque la existencia de Dios es un imposible que contraviene las leyes físicas y su respuesta es igualmente imposible por ser igualmente contraria a las leyes a las que la realidad está sujeta. Que tanto Dios como un diálogo interpersonal entre un sujeto finito y un sujeto infinito sean pensables o imaginables no implica para nada que detrás de esos pensamientos haya una realidad equivalente. Lo que sí hay en el caso de los místicos como Juan de la Cruz es una literatura excelente, pero creer en la realidad de lo que allí se describe supone caer en el problema de Alonso Quijano o Emma Bovary, quienes creían ciegamente en la realidad de sus lecturas y que, conviene recordarlo, acabaron trágicamente por ello. Aunque no sean más que ficciones.
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