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Este país es así. O blanco o negro. O rojo o nacional. O monárquico o republicano. O  besavírgenes o quemaiglesias … O Dios o demonio. O rico o pobre.  O borregos o fieras. O trabajador de sol a sol o vagos de copas y barra … O comunistas o falangistas. O europeístas o africanistas. O franquista o antifranquista… O, eso sí, siempre protestón:  protestar cuando le pisan o protestar cuando le subvencionan, protesta cuando hay dictadura y no saben qué hacer cuando hay democracia…
 
Y todo esto me ha venido a la cabeza al releer, por enésima vez, el texto oficial que la Comisión de Responsabilidades de las Cortes Constituyentes consiguieron aprobar aquel 20 de noviembre de 1931, (o sea, hace hoy 91 años) contra el rey Alfonso XIII, uno de los reyes más querido por los españoles de a pie. Decía así:
 
«Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria,al que fue rey de España, quien, ejercitando los poderes de su Magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico del país; en su consecuencia, el Tribunal soberano de la nación declara solemnemente fuera de la ley a don Alfonso de Borbón Habsburgo y Lorena. Privado de la paz pública, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional.
 
Don Alfonso de Borbón será degradado de todas las dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado, le declaran decaído, sin que pueda reivindicarlos jamás para él ni para sus sucesores.
 
De todos los bienes, acciones y derechos de su propiedad que se encuentren en territorio nacional se incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que deba dárseles.
 
Esta sentencia, que aprueban las Cortes soberanas Constituyentes, después de sancionada por el Gobierno provisional de la república, será impresa y fijada en todos los Ayuntamientos de España y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países,
así como a la Sociedad de Naciones.»
 
Aquel Pleno de las Cortes republicanas lo describió así Manuel Azaña en su DIARIO:
 
«Previa la correspondiente pregunta, fue aprobado por aclamación, dándose Vivas a la República y a España.
El Señor Presidente, puesto en pie, dio Vivas a la República y al Pueblo Español, que fueron contestados con gran entusiasmo por
todos los Señores Diputados.
Eran las tres y cincuenta y cinco minutos de la madrugada del día 20 de noviembre de 1931″.
 
                                                         * * *
 
Y los señores diputados se fueron a dormir, unos hinchados como pavos reales por haber sido protagonistas de una jornada histórica y otros avergonzados como el apóstol Pedro la noche de las tres negaciones.
Bueno, todos menos uno. Porque el diputado y presidente del Gobierno, don Manuel Azaña, se fue directo a su Diario a escribir unas páginas increíbles, seguramente las más sangrantes que salieran de su pluma. Como el lector comprobará, el señor Azaña arremete contra todo y contra todos y no deja títere con cabeza.
Pero, lean ustedes.
 
«20 de noviembre.
A las cuatro de la mañana acabó anoche -o mejor dicho, hoy- la sesión. Uno de mis ayudantes, que me acompañaba a casa en el coche, le dijo a otro, resumiendo sus impresiones: «Ya decía yo que esta sesión sería histórica». Para mi ayudante, echar esta calificación sobre un suceso, es una ponderación gigantesca.
 
El Congreso estuvo atestado. En las tribunas, llenas desde las nueve y media, racimos de gente, en gran número monárquicos, que iban a oír a Romanones. Muchedumbre en los escaños, y muchos diputados apelotonados al pie de la Mesa presidencial. Yo estoy completamente inhibido, de puro cansancio. Me preguntan si voy a hablar, y respondo que no, porque se trata de una sentencia que dictan las Cortes a propuesta de la Comisión, sin que el Gobierno intervenga. Mi deseo cierto era no hablar.
 
Al principio, no supieron decirme con certeza si la Comisión había aceptado o no un nuevo texto. Me anuncian que Balbotín se propone hablar acusando al Gobierno por haber dejado que el rey se fuese de España el 14 de abril. Este propósito suscita mucha emoción, como si de él pudieran salir cosas tremebundas. Pero yo me río. No me hace reír tanto la noticia de que Alcalá-Zamora contestará a Balbotín, si por último habla. Temo que Don Niceto dé un resbalón. Lectura del triste dictamen. Silencio sepulcral. Lectura del voto particular de Royo Villanova, aún más chocarrero que el dictamen; reproduce lo que cantaban por las calles de Madrid: «no se ha marchao, que le hemos echao». ¡Espléndido!
 
El discurso de Romanones ha parecido en algunos momentos hábil. En realidad, como a Romanones nadie le toma en serio y él mismo no cree ni jota de lo que estaba diciendo, el espectáculo es de una comicidad profunda, seria, y, a ratos, cuando el Conde se abandona a su natural, bufo. Viejo y gordo, mal asentado sobre su pata coja, y, con aquella voz que fue clara, el Conde, cuando se enojaba y levantaba a duras penas el tono, me dejaba ver el ojo izquierdo, fulgurante y rotatorio, y su cólera parecía una caricatura de la cólera. ¡Lo que es la falta de autoridad! Las Cortes se han reído de buena gana en algunos pasajes del discurso. Y no se reían del Conde. Reían sus agudezas, a veces involuntarias. Y, sobre todo, yo creo que se reían porque al actor y a la escena les faltaba grandeza. Romanones defendiendo al rey destronado ante las Cortes republicanas, es toda una conclusión de la historia de un tercio de siglo. Y no tuvo ni un acento elevado. La defensa de la dinastía y del rey suscitó risas. Son tal para cual.
 
Cuando Romanones acabó de hablar no se oyó ni un murmullo. Las tribunas se aclararon. Y los escaños. Galarza, que siempre ha de estar en todo, se levantó a sostener la acusación. Por la tarde le oí decir que se marchaba a su casa a estudiar el dictamen de la Comisión, porque tenía que defenderlo y no lo conocía aún. Seguro de lo que iba a ocurrir, me marché del salón. Al poco rato, los pasillos del Congreso se llenaban de diputados. Venían huyendo de Galarza. Era voz unánime que estaba haciéndolo muy mal. Y los periódicos de hoy lo certifican. Estuve por los pasillos, y en el bar, con amigos. Pasó una hora, y Galarza seguía hablando. Yo no volví al salón hasta que terminó.
 
Mientras Royo Villanova defendía su voto particular, hubo muchas idas y venidas al banco de la Comisión, al del Gobierno y a la Mesa. La Comisión había aceptado el nuevo texto, redactado por la tarde, añadiéndole algunas expresiones de su cosecha. Eduardo Ortega aceptó este sacrificio por intervención de su hermano don José, que anduvo por la tarde complicado en las gestiones de Sánchez Román y Sánchez Albornoz. Cuando se leyó la enmienda, algunos diputados de mi partido protestaban furiosos. Les parecía un pastel. Vinieron a consultarme. Yo les dije que autorizaba que se leyera si llevaba firma de todos los partidos; pero si no era así, y en lugar de conseguirse la unanimidad, sólo se lograba dividir a los republicanos, no podía presentarse como iniciativa de Acción Republicana. Les dije además que debía dejarse a la Comisión que se desenvolviera sola, y no subrayar demasiado la repulsa del primer dictamen. Se leyó la enmienda, y el alcalde, Pedro Rico, que también se perece por estar en todo, se apresuró a pedir la palabra.
 
Le envié recado de que no hablase en nombre del partido. Así lo hizo. Dijo cuatro cosas, que no hacían falta ninguna. La Comisión, con una docilidad insospechable en este presunto «comité de salvación pública», hizo suya la propuesta. La discusión se rebajó aún más cuando hablaron Gil Robles y Balbotín. Este Gil Robles, de voz metálica, inalterable, un poco cargado de hombros, sin ideas ni talento, es la estampa del abogado cínico. Iba a promover un escándalo, quizás a provocar una agresión, y a poco no se sale con la suya. Tal es la ingenuidad de las Cortes. El diputado Muñoz se agitaba como un energúmeno y se puso en pie, como para arrojarse sobre Gil Robles. Costó trabajo
sujetarlo.
 
Balbotín se cree un gran parlamentario y un polemista temible. Tiene frenillo en la lengua, y eso le hace parecer cuando habla un niño bobo. Brazos largos, que no saben accionar y se despegan de la figura. Cursi. Los diputados se lo decían a gritos. Sacó el tema de la huida del rey, protegido por el Gobierno. Maura vociferaba desde su asiento. Balbotín creía producir un gran efecto, y debió de quedarse sorprendido al ver que nadie le hacía caso. Yo estaba resuelto a no discutir con él, dijera lo que dijese. Y haciendo memoria de lo que ocurrió con el rey aquella noche, descubrí que no me acordaba de casi nada; así estaba yo de fatigado. Cuando Alcalá-Zamora se levantó a hablar, muchos diputados le instaban para que no lo hiciese. Le instaban, o por menospreciar a Balbotín, o por evitar que el relato de don Niceto provocase contra él
una reacción de las Cortes. Esto último no era ya de temer, visto lo que acababa de ocurrir. No había apenas régicides a retardement.
 
Don Niceto estuvo bien, y a pesar de su insufrible oratoria, acertó a ser conciso (cuanto puede serlo), certero y, a ratos, irónico. Pero dijo que reclamaba para él solo la responsabilidad de lo ocurrido aquel día, y esto me impulsó a hablar en nombre del Gobierno. Le hicieron una ovación clamorosa, en que había ya una antevotación para la presidencia.
 
Maura había pedido la palabra, y mientras se apagaban los últimos aplausos a don Niceto, hacía gestos y ademanes como diciendo que hablaba el Gobierno o hablaba él. Yo me había puesto ya en pie y me volví a sentar. Dudé, y Fernando de los Ríos me instó a que hablase. Cuando empecé, no estaba muy seguro de lo que iba a decir, fuera de proclamar la solidaridad de todo el Gobierno en cuanto se hizo el 14 de abril. Me dejé llevar del discurso, que no tenía otro fin que el de poner término decorosamente a un debate ya gastado, y acerté. Me aplaudieron a rabiar, puestos en pie. Y ya no hubo más. Se votó el texto por aclamación. En la hora de las felicitaciones, los ministros y los diputados me daban
enhorabuenas, y Prieto, al salir del banco azul, pasó por delante de mí, me estrechó la mano y profirió una blasfemia. De puro entusiasmo.
En los pasillos todavía nos aplaudieron. Al salir, como eran las cuatro, convinimos en suspender el Consejo convocado para las once de hoy.»
Por la transcripción, Julio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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