20/09/2024 21:41
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La historia de la Legión está llena de personajes y gestas que han permitido que esta unidad haya alcanzado gloria y reconocimiento, dentro y fuera de nuestras fronteras, en sus recientemente cumplidos 100 años de intensa y azarosa vida. 
 
Por estas fechas, concretamente hoy, no hemos de olvidar el centenario del socorro a Melilla del 24 de julio de 1921 cuando, hace unos meses, la estatua del comandante Franco, uno de los ejecutores y protagonistas de aquella acción, presenciaba como el odio y resentimiento de una ley dejaban un reguero de otro tipo de pólvora, el de la infamia, en el mismo puerto que había acogido a los salvadores de muchos de los habitantes de aquella ciudad del primer cuarto del siglo XX; ancestros, seguramente, de esa descendencia del presente que, por lo visto, no debe ser muy amiga del dicho «de bien nacido es ser agradecido» cuando la ceguera de la necedad o la ideología política dan un paso al frente. Este triste y desagradable suceso, con proceso judicial en ciernes, puede corroborar lo anteriormente expuesto.
 
Para ellos; es un hobby, una fobia, un número circense más con el que alimentar su escasa gracia o el pesebre del que se nutren esas nuevas hordas, normalmente agrupadas en colectivos o asociaciones ávidas de chupar del bote y mamar de esa ubre patria que pueda saciar no sólo su distraída economía, sino también la sed de su rencorosa venganza. 
 
Ni que decir tiene que los gestores de menear el avispero son los primeros interesados en crear ese clima de discordia y fracción social para tapar las verdaderas miserias que asolan al pueblo y, en este caso, a una bellísima ciudad como Melilla, puerta sur de Europa, con una variopinta y extensa problemática en los 12 km² de su territorio.
 
Y, así, somos habituales testigos de atípicos comportamientos, ridículos testimonios o radicales intervenciones en las que no falta el insulto fácil y gratuito a la Legión, al general Millán-Astray, a los históricos jefes de sus Banderas o a España, de la que se acuerdan (no me cabe la menor duda de que con sorna incluida) a la hora de recibir la nómina mensual o mostrar su DNI o credenciales (bandera española incluida) en caso de que vengan mal dadas y haya que resolver algún entuerto. Entonces, más papistas que el Papa, aunque sus alegatos apesten a cinismo e hipocresía.
 
Pero, malabares y rabietas de estos «odiadores» profesionales aparte, fijémonos en esas actuaciones que forjaron la impronta legionaria, hechos que, como otros durante este mes de julio, nos nutrieron de auténticos héroes, de los de carne y hueso, con un inolvidable legado para la posteridad e Historia de España. Y por mucho que no sea del agrado de esa «otra» legión, la de los detractores, les guste o no, todo forma parte de la auténtica y verdadera Memoria Histórica; además, de la buena, de esa que perdura y resiste sin trampa ni cartón, sin las tropelías de la adaptación.
 
Hace unos días, recordábamos la Batalla de las Navas de Tolosa; esta misma semana, la laureada gesta del Regimiento Alcántara o el primer centenario de la acción de socorro de 1921 a una españolísima Melilla que, agazapada tras las murallas y acechada desde el Gurugú por las huestes de Abd-el-Krim y sus harkas sedientas de sangre, buscaba la esperanza en el mar, implorando en el puerto la llegada de las tropas españolas que acudían a su desesperado grito de auxilio.
 
La Legión, cumpliendo con los espíritus de su Credo Legionario, ya se había puesto en marcha un par de jornadas antes debido a la urgencia de los acontecimientos. El grito de auxilio, el «¡A mí la Legión!» de la atemorizada población melillense había llegado hasta las inmediaciones de Tazarut, en la parte más occidental de la costa africana, desde donde la I Bandera del comandante Franco emprendió una larga marcha de unos 100 kilómetros que, con un sol de justicia (¡¡y de julio!!) más el peso del equipo como enemigos, realizaría a pie hasta llegar a Tetuán para, ya en tren, trasladarse a Ceuta y reunirse con la expectante II Bandera del luego malogrado comandante Fontanes. Allí y durante el largo camino a pie, los legionarios charlaban, cantaban, sufrían y soñaban con la empresa encomendada, esa que tanta gloria había dado a la Infantería española desde los primigenios Tercios de Flandes.
 
Aquella aventura, como podemos suponer, dista mucho de las que en la actualidad se gastan esos «observadores» de cuchillo y tenedor, «héroes» de las dietas y los 5 estrellas, que pululan por nuestras ciudades autónomas para cargar sus baterías de odio con cuestiones migratorias o de seguridad que después vomitan desde las poltronas de sus tribunas en espacios públicos. 
 
Reunidos en Ceuta, a la espera de novedades y con el general Sanjurjo a la cabeza, Millán-Astray arengó a sus «legías», a los que les advirtió de las duros momentos y combates que les aguardaban una vez que desembarcasen del vapor «Ciudad de Cádiz» en el puerto melillense.
 
No hubo lugar para la vacilación o el paso atrás. No formaba parte de ninguno de los espíritus grabados a sangre y fuego en el corazón de los legionarios. El compromiso de los voluntarios de aquellas Banderas no admitía dudas y, así, había quedado refrendado durante los primeros meses de pertenencia a la Legión en las diversas escaramuzas en enclaves de los territorios españoles en África.
 
Todos sus legionarios se mantuvieron con mirada impertérrita, sin pestañear, recordando a los dos compañeros que habían perdido la vida en la extenuante marcha a pie hasta Tetuán, pero con la firme convicción de llegar a tiempo para salvar a sus compatriotas del amenazante cuchillo rifeño. La tensión previa al ataque comenzaba a crear la adrenalina suficiente en los corazones de aquellos guerreros deseosos de entrar en acción y salvar el honor de España junto con los otros regimientos que también aguardaban el refuerzo legionario.
 
Los telegramas que habían llegado, de hecho, no traían muy buenas noticias ni auguraban una amable bienvenida de un enemigo que, envalentonado por la toma y saqueo de Monte Arruit y confiado de su victoria, aguardaba al amparo de una orografía y circunstancias que le resultaban propicias a sus intereses de asalto y ocupación de Melilla.
 
La travesía en barco, por otro lado, sirvió para descansar después de las casi 30 horas de caminata con víveres, armas y munición y, además, para reponerse del inmenso cansancio acumulado tras verse privados de comida y horas de sueño. Ese descanso también contribuyó a reconfortar las almas, los ánimos y el espíritu legionario entre oraciones, chistes, bromas y chascarrillos de una tropa paralizada por las agujetas y dolorida por las ampollas de la reciente caminata.
 
Ese mediodía del 24 de julio, Melilla iba a tornar su miedo en algarabía. Fue como un juego de magia con la varita de los jefes legionarios. La amenazante tragedia que se mascaba en la ciudad halló su opuesto en los vítores al motivador discurso de Millán-Astray, el fundador de la Legión, rodeado de oficiales con camisas sucias y rasgadas y legionarios impregnados en el sudor del excelso esfuerzo realizado para, tras exhibirse desfilando ante la población, ocupar posiciones de vanguardia en los blocaos defensivos de una ciudad asediada y con las horas contadas tras los sucesos y retiradas de los días previos. No había tiempo que perder ante la magnitud de los difíciles acontecimientos que se cernían sobre la ciudad.
 
«Los legionarios eran negros, con mucho pelo, con barba y olían a guerra», decían los lugareños y así lo haría constar Franco en «Diario de una Bandera» años después. Se había obrado el milagro y Melilla siempre quedaría en deuda con sus salvadores a pesar de los que, un siglo después, creen ganar batallas con la mentira y la indignidad como principales aliados mientras, paradójicamente, recuerdan a todos aquellos que, con su sangre, dejaron la impronta de una nueva vida para la antigua Rusadir.
 
Por unos momentos, ese «aroma» tan peculiar fue capaz de filtrarse entre sus temores, esos que abordaban a unos melillenses arrinconados y atemorizados, y fue entonces cuando, de manera providencial, dejaron de percibir el olor a muerte, el de la sangre del filo del cuchillo, para concebir esperanzas de supervivencia.
 
Fue entonces cuando los legionarios coralmente recitaron los espíritus de su Credo Legionario y, de manera celestial, elevaron sus voces con las estrofas de la «Madelón». 
 
«Vamos al frente vivos y ligeros,
en la vanguardia que es puesto de honor, 
a demostrar que somos los primeros,
a demostrar el Tercio su valor.
 
Los legionarios son leales,
siempre dispuestos a morir,
ni la fatiga ni cien males
pueden hacernos desistir…»
 
Y fue entonces cuando se diluyeron la continua pesadilla de su derrota, la idea del sometimiento y la sumisión al invasor.
Fue entonces cuando Melilla respiró, renació y siguió siendo territorio de España.

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Emilio Domínguez Díaz