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Hoy tocaba hablar del Papa Juan XII, el fornicador, como pasó a la Historia y les adelanto el primer párrafo que ya tenía selecionado:

El pontificado de Juan XII es considerado uno de los más nefastos de la Iglesia Católica, debido a su poca moral y numerosos escándalos mientras ejerció como cabeza de Roma. Para empezar, este Papa era un apasionado por los juegos de azar, a los que se dedicaba con vehemencia la mayor parte del día.

Su residencia pontificia de Letrán se llenó de mujerzuelas, eunucos y esclavos, convirtiéndose en escenario de excesos y de orgías en el que el pontífice se movía como pez en el agua. Por lo demás, era un hombre completamente inculto que hasta ignoraba el latín. En su habitual jerga grosera juraba por Venus o por Júpiter y brindaba por los amores del diablo. Un día tuvo el capricho de ordenar un diácono en una cuadra, y, en otra ocasión, consagró obispo a un muchacho de diez años.

La noche del 14 de mayo del año 964, Juan XII fue asesinado de un martillazo en sus aposentos, por un marido celoso que lo encontró en el lecho con su mujer. Realmente a nadie le sorprendió este episodio, ya que desde su elección como pontífice a los 17 años, corrieron rumores de violaciones e incestos. De hecho, se aconsejaba a las mujeres que no acudieran a la iglesia San Juan Laureano, no fueran a ser violadas por su Santidad.

(Agatón)

Pero, releyendo la gran novela de don Alfonso S. Palomares, “El Evangelio de Venus”, me he encontrado con unas páginas que creo que deben leer mis lectores. Es increíble saber lo que fue aquella Iglesia del siglo X, a la que Emanuel Tomas calificó de “El burdel de Roma”. Por ello les reproduzco íntegro el capítulo cuarto, donde se relata cómo la Emperatriz Ageltrude, sirviéndose del presbítero, su amante y más tarde Papa Sergio III, intentan comprar y compran al que ostenta la silla de Pedro en ese momento, el fraile Formoso, a quién años después sacarían hasta de su tumba para juzgarle y condenarle.

 

Capítulo IV

El cielo comenzaba a tamizar una incierta oscuridad sobre Roma, cuando el diácono Sergio llegó al palacio de los Spo­leto en el Palatino. Le condujeron inmediatamente al salón donde lo esperaba Ageltrude. La encontró cambiada. Lucía un peinado que no le había visto nunca, la cabellera rojiza le caía ensortijada en tirabuzones hasta la espalda cubriéndole el cuello. El fuego ardía sobre un altar de piedra rodeado por ladrillos, para impedir que las brasas de los troncos de encina cayeran al suelo. El confortable calor contrastaba con el frío húmedo que hacía fuera. Sergio se quitó el chaleco de piel de camero negro y se quedó con una amplia camisola de lino pardo, atada por la cintura, y los calzones amplios. El peinado de Ageltrude encuadraba en bello relieve su nariz recta y fina, y la túnica de color verde atada con un cíngulo amarillo resal­ taba el generoso busto en el delgado cuerpo. El amplio triclinio donde se sentaron era confortable para hablar. Tenían por delante un importante trabajo que sin duda podía influir en el destino del naciente imperio. El diácono colocó sobre la mesa unos papiros, donde llevaba escritas las razones para convencer al Papa de la absoluta necesidad de una segunda coronación. Ella las retendría en la memoria, no quería darle a Fonnoso promesas escritas, prefería hacérselas llegar de viva voz con palabras convincentes, recitadas con el entusiasmo de la verdad. En eso, Ageltrude era una consumada maestra.

Sergio comenzó a enumerar las promesas. No eran nuevas, pero ahora estaban ordenadas sobre los papiros .Curiosamente, en uno de ellos aún se podían ver restos de una antífona escrita en los tiempos del papa san Vitaliano. Se trataba de un palimpsesto que, sin duda, había sido utilizado más de una vez, cosa frecuente, dada la escasez de papiros.

Sergio empleó detalladas y curiosas razones, varias caras de la misma moneda, al enumerar los diversos planteamientos, para que Ageltrude eligiera, llegado el momento, las más adecuadas para mover la voluntad de Formoso hacia su causa. Ageltrude tenía una forma de mirar y de decir tan intensa que llenaba de fuerza cada palabra y nadie podía du­ dar de lo que decía. Claro que no era lo mismo mirar a Sergio que mirar a Formoso. Lo dicho, en resun1en, fue:

«Los Spoleto entregarían a la marina papal seis barcos ligeros, bien dotados con hombres de ataque y arcos de tiro largo para hacer frente y perseguir a los pérfidos sarracenos que incendian los pueblos de la costa y saquean las riquezas de las iglesias y las abadías.

»En los dominios del imperio no se nombrarían obispos que no obtuvieran: la bendición y la aquiescencia papal, y los metropolitanos no lo serían de hecho, ni de derecho, hasta que no recibieran el palio (símbolo de su poder) enviado por la cátedra romana.

»Estarían dispuestos a crear y dotar las nuevas diócesis que el sucesor de Pedro decidiera en el ámbito de los territorios pontificios y estudiarían con atención las que propu­ siera para otras partes del imperio.

»Los obispos que cometieran pecados de desobediencia al Papa o, ¡Dios no lo permita!, delitos de sangre o adulterio con mujer principal, serían juzgados por tribunales pontificios conforme a las normas canónicas».

Pasaron varias horas precisando nuevos deslindes de tierras para episcopados como los de Cremona, Bérgamo, Milán, Padua, Verona, Trento y tres o cuatro del Lacio dependientes directamente del Supremo Pontífice. También construirían palacios y fortalezas allí donde se necesitasen, ya que la dignidad episcopal debe rodearse con espléndido boato por ser los obispos sucesores directos de los apóstoles.

-Van a resultar demasiadas promesas -le interrumpió Ageltrude-; si las cumplimos todas vaciaremos las arcas imperiales y abrasaremos con impuestos las cosechas de nuestros súbditos para mantener las riquezas eclesiásticas.

-Formoso -razonó Sergio, con voz calmada- cree que el poder de la Iglesia se apoya en la solidez de sus bienes, ya que la magnificencia del culto divino necesita los tesoros de este mundo pasajero para honrar adecuadamente al Dios Omnipotente que vive y reina sobre la tierra a través de la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo. No hay oro ni plata suficientes para honrar al Altísimo, afirman las Sagradas Escrituras.

-Tú, ¿piensas igual que Formoso?

-Bien sabéis que le detesto, pero soy un hombre de fe y creo conforme a las Sagradas Escrituras que no existen oro ni plata suficientes para glorificar el nombre del Altísimo. Así se nos ha revelado. Debo deciros que lo que acabo de enumerar está previsto que mueva la voluntad de Formoso y que le suene como música agradable a los oídos, no para la gloria de la Iglesia sino para halago de su ambiciosa vanidad. Vuestro saber y cálculo os irán diciendo cómo deben cumplirse y de qué manera. Vos elegiréis el modo y el tiempo de cumplirlas e incluso si conviene cumplirlas todas después de la coronación. Siempre habrá razones para no hacerlo. Ya sabéis, las heladas, los granizos, las prolongadas sequías, los desbordamientos de-ríos y otras calamidades de la naturaleza pueden impedir el cumplimiento fiel de las promesas.

-Eres astuto, Sergio. Por otra parte, son tantos los compromisos que resultará razonable que los vayamos olvidan­ do con el tiempo. Además, Formoso es ya demasiado viejo, los días le pesan y terminarán llevándole sin tardanza a la tumba.

-No tan pronto como algunos deseamos -rió el diácono-. Su ambición no duerme y su memoria, por lo que conozco y me dicen, es incansable.

-Creo que estoy preparada para sacar fruto del encuentro. Además esta noche, y sobre todo mañana viéndole celebrar misa, tendré tiempo de pensar nuevas formas para presentarle lo que me acabas de recomendar. De noche se me ocurren muchas cosas peregrinas, a veces se me llena la cabeza de luces alumbrando convincentes razonamientos. Lo malo es que al llegar el día los olvido. Pienso demasiado, y eso en ocasiones me provoca dolores de cabeza e insomnios interminables.

-Pensáis porque sois inteligente. Dios habló en sueños a los patriarcas y profetas, ahora sigue hablando a los agudos de entendimiento. He oído decir a hombres sabios que soñar es una de las formas más hermosas de pensar y de escuchar la palabra de Dios.

-A veces también me habla el Maligno -respondió con ironía Ageltrude-. Lo conozco por la sutileza de las perversidades que me inspira. Uno de nuestros capellanes afirma que el demonio se desliza como el veneno y nos calienta el corazón. Tengo que reconocer que los clérigos decís cosas curiosas, algunas porque las habéis leído en códices antiguos, otras porque las repetís como el eco de lo dicho antes por gentes consideradas venerables.

Los dos rieron. Le pidió que recogiera los papiros. Confesó que estaba cansada y tenía hambre. Sergio también. Había comido muy ligero para mantener la mente lúcida. Ahora, después de la larga conversación, ya no precisaba tanta lucidez. Ella tampoco. Tampoco les era necesario ya el sentido común que puede terminar en timidez o en hipocresía. Comerían allí, no irían al comedor principal del palacio. Lo dijo, más bien lo ordenó: «Comeremos aquí». Hacía un calor tibio y agradable. Los amplios cojines rellenos de esponjosa lana sobre los bancos en forma de triclinios resultaban sumamente confortables, y mucho más si no tenían que concentrarse en papiros. Golpeó con un bastoncito de bronce la campanilla. Aparecieron dos doncellas y un mayordomo, que inmediatamente hicieron la esperada reverencia. Pidieron queso fresco y jamón de Brescia cocido, asado de ganso cebado y pan blanco de trigo. Beberían vino, ella sugirió que fuera caliente; en eso, Sergio era de otro parecer, lo quería a la temperatura de la bodega como aconsejaba Lúculo.

A medida que comían y bebían, el rostro de Ageltrude se iba coloreando con los reflejos de las llamas. Los ojos le relucían.

-Tenéis un brillo hermoso en los ojos -le dijo Sergio mientras le cogía la cara.

-Es el vino que los enciende -observó ella-. A ti también te brillan.

Los dos tomaban el vino de Siena de un jarrón de plata. Bebieron varios tragos. Después de los primeros sorbos rápidos, bebían despacio, lentamente, paladeando cada gota. Saboreaban el espíritu del vino. Ella le pidió que le contara los recuerdos en la escuela de niños cantores de Letrán. Lo habían llevado allí a los diez años, tenía una voz angelical, decían, y le enseñaron a cantar antífonas y salmos gregorianos, también a leer y escribir. Leían las homilías de los Santos Padres, de Agustín y Jerónimo, los evangelios y parte del Antiguo Testamento, como los salmos que se cantaban en las solemnes ceremonias. No podían leer los fragmentos donde se contaran historias de adulterios o encuentros de las viciosas mujeres con los santos patriarcas; tampoco estaba permitido el Cantar de los Cantares. Estudiaban gramática y retórica, el ars dicendi. Para educarlos en estas disciplinas se les permitía leer a Virgilio y a Horacio.

-¿Ya Ovidio? -preguntó Ageltrude. Tenía particular curiosidad por Ovidio, porque le habían hablado de su imaginación perversa, de su incansable y ardiente lujuria, los capellanes de su casa de Benevento nunca declamaban sus versos, afirmaban que no los conocían porque estaban llenos de licenciosa perversidad. En Spoleto no solía hablar de esas cosas con los clérigos, se habían embrutecido y carecían de los elementales conocimientos clásicos y de la sutileza de los capellanes de su casa de Benevento-. Sergio, estoy segura de que tú conoces a Ovidio. Tengo curiosidad por saber cómo le quedan los versos de Ovidio a este vino. Recítamelos al oído -susurró.

-En la escuela de niños cantores de Letrán Ovidio era un nombre maldito -le respondió Sergio-, pero cuando cumplíamos los catorce años los mayores nos enseñaban sus versos, en el mayor de los secretos, ya que estaba severamente prohibido y expulsaban a quienes sorprendían recitándolo o escuchándolo. Era como estiércol para las lenguas que debían cantar las glorias del Señor, decía uno de los maestros de gramática.

-Nunca tuve tantas ganas de escuchar unos versos de Ovidio como ahora. Entre tú y el vino me habéis encendido ese deseo -mientras lo decía cogió la jarra y sorbió un trago. Se guardó el sorbo en la boca y, acercando los labios a los de Sergio, le besó, y, al besarlo, le iba vaciando el vino en la boca, los dos con los labios entreabiertos, empapados. Siguieron sorbiéndose los labios y la boca cuando ya no había vino. Cerraron los ojos. Sentían las cabezas cargadas de viñedos, y por sus cuerpos se extendían calores impacientes.

Permanecieron un rato quietos, sintiéndose. La piel la­ tía bajo las ropas. «Nunca tuve tantas ganas de escuchar al libidinoso Ovidio», dijo otra vez. Alargaron los cuerpos sobre el triclinio, Sergio le mordió con lentitud la oreja derecha y comenzó a susurrarle: «Créeme, el placer de Venus no debe apresurarse, sino ser provocado poco a poco, con lenta cal­ ma. Cuando encuentres los puntos donde la mujer goza al ser tocada, que no te impida el pudor acariciárselos. Vendrán después las quejas, vendrá luego el amable murmullo, y los dulces gemidos, y las palabras propias de ese juego. Lanzaos hacia la meta al mismo tiempo».

Sergio dejó de recitar para buscarle los pechos bajo la blusa.

-Sigue, sigue con Ovidio -le pidió ella-; Ovidio es tan dulce y excitante en mis oídos como tus manos sobre mi piel.

-Cuando sea arriesgada la tardanza, conviene que te apliques a los remos, con toda tu energía, y que le hinques la espuela a tu caballo galopante-le susurró suavemente Sergio al tiempo que le mordía en el cuello.

Las cuatro manos, enloquecidas, apartaban blusas, cal­ zas y túnica.

-¡Rásgala! -gritó Ageltrude cuando le desataba los lazos de la camisa-. ¡Que no quede tapada una sola cuarta de mi piel!

Al rasgar la blusa sonó algo parecido a un chillido acobardado. Era de seda. Y los dos, cuerpo sobre cuerpo, piel contra piel, emprendieron una devoradora galopada. Manos, brazos, piernas y cinturas eran como llamas que se enroscan enloquecidas unas sobre otras. Las llamas del fuego de Venus practicando sus apasionados evangelios. En medio de aquel incendio, Ageltrude se vació en un suspiro gozoso al tiempo que Sergio se estremecía con los temblores del placer.

Sergio abandonó su mano izquierda sobre el monte de Venus, ¡tan frondoso y rojizo! Sudaban y, sobre el sudor, como en un espejo, se reflejaban las llamas de los alcornoques que ardían entre los ladrillos. Ageltrude era una yegua hermosa y experimentada.

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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