20/09/2024 06:39
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Y llegó la hora. Durante todo el año 1930 las Izquierdas, las Derechas, el Centro, los independentistas, los sindicatos, la Prensa… y hasta la Iglesia se habían “desgañitado” contra el Rey Don Alfonso y sus corrupciones… y todos amenazaban ¡¡con tirar de la manta!! si llegaban al Poder.  Y eso fue lo que quisieron hacer las Cortes Constituyentes en cuanto quedaron constituidas tras las Elecciones Generales, porque en esos primeros días ya se creó la “Comisión de Responsabilidades” con ese objetivo: “TIRAR DE LA MANTA” y sacar a la luz todos los errores del Rey y todos los males causados a España durante su Reinado.

 

Fueron unos meses de investigaciones y de discursos y de artículos furiosos provenientes de los medios, ya todos republicanos… y ese ambiente y los debates consiguientes en el Congreso de los Diputados es lo que recogí directamente del Diario de Sesiones para mi libro “Las cortes condenan al Rey” y que reproduzco en “El Correo de España” con gran satisfacción (aunque divido en dos partes para no cansar al lector).

Hoy La defensa del conde de Romanones

 

       Don Álvaro Figueroa y Torres fue el único monárquico que en medio de la marabunta republicana y de izquierdas se atrevió a hacer de abogado defensor del defenestrado, acusado, vilipendiado y envilecido Don Alfonso XIII… y curiosamente recibido con respeto por su valentía.

 

El Sr. FIGUEROA (D. Álvaro): confiado en la hidalguía de la Cámara, entregado por completo a ella, fuerte en mi debilidad porque estoy solo, me levanto a combatir el acta de acusación contra el que fue rey de España. Estoy seguro que nadie podrá estimar este acto mío como jactancia ni tampoco suponer que vaya por el camino de buscar agradecimientos, que en estas circunstancias y delante de los presentes horas serían imposibles.

Tengo que declarar que yo me he creído en el deber de combatir el acta de acusación contra el que fuera rey de España sin haber consultado absolutamente con nadie, porque estimo que para cumplir con el deber no hay que consultar más que con uno mismo. Mi deber me obliga a oponerme a la acusación que se acaba de leer. Y, por último, Sres. Diputados, después de cuarenta años de vida política siempre dentro de la monarquía, tres veces Presidente del Consejo de Ministros, Ministro tantas veces que no las recuerdo, Presidente del Congreso, Presidente del Senado, si al oír que se acusa al que fue rey de España y la forma en que se le enjuicia guardara silencio, estoy seguro que hasta los enemigos más iracundos de Don Alfonso entenderían que cometía con mi silencio una felonía (muy bien).

No temáis que vaya a aprovechar estos momentos, esta ocasión, para hacer una apología, y, como es natural, no he de poner al Sr. Presidente, a quien tanto respeto, en el trance de llamarme al orden. Nada de apologías. Me voy a atener escuetamente al acta de acusación y la voy a seguir paso a paso.

 

Al rey se le acusa de dureza. ¡Ah! Si estos ataques se hubieran hecho cuando él estaba en la prepotencia, en el apogeo del Poder, a mí me hubiera sido imposible ser el primero en defenderlo, porque ni a codazos hubiera podido llegar a esta tribuna; tal hubiera sido el número de aquellos que se hubieran adelantado con afán de constituirse en abogados de oficio. Pero, al fin y al cabo, esto no es de extrañar; éste es el mundo, éstos son los hombres, y así ocurrirá siempre.

Voy a seguir, como antes decía, el acta de acusación.

 

El acta de acusación dice en sus primeras palabras que los hechos están tan claros, tan notorios, que para acusar y condenar a Don Alfonso no se necesitaba atenerse a ninguna clase de requisitos ni de formas procesales. ¿Para qué? Ante tan meridiana evidencia. ¿Para qué? Pero, sin duda, debieron arrepentirse de esta declaración, y ya en la segunda parte recogen velas al afirmar que como se ha abierto un proceso general por las responsabilidades de la dictadura, a ese proceso irán los testimonios que prueban la culpabilidad del que fue rey de España. Menos mal; con esa declaración se inicia un paso hacia lo razonable. Con esto, la Comisión dice que ha abierto un proceso contra el ex rey y que le va a juzgar con todos los requisitos procesales. Vamos a examinarlo aunque sea brevemente.

¿Con todos los requisitos procesales? Yo creo que habéis faltado en absoluto a todos y cada uno de ellos; habéis faltado a lo que es base, a lo que es esencia precisamente de todo proceso, porque en él acusáis, calificáis el delito, imponéis la pena, con absoluto olvido de lo que son los requisitos esenciales en todo proceso. Así, no os detenéis un solo momento en recoger testimonios de cargo, ni mucho menos de descargo, porque para recoger testimonios de descargo era necesario haber abierto un proceso en regla. Vosotros vais a faltar, al condenarle, a uno de los principios básicos del derecho penal, y es que nadie puede ser condenado sin ser oído (rumores, la Srta. Campoamor: ¡pues que venga!). Se me dirá que no podía ser oído porque estaba fuera de España, y a eso he de manifestar que si estaba fuera de España no era ciertamente por su voluntad (grandes rumores, un Sr. Diputado pronuncia palabras que no es posible percibir). De eso ya hablaremos.

Decía que faltando a todos los requisitos procesales se establece una serie de cargos, y en esta serie de cargos aparece el primero, uno verdaderamente tremendo: que Don Alfonso de Borbón en todo tiempo manifestó inclinaciones al Poder absoluto. Yo ni admito ni rechazo el cargo (rumores, el Sr. Álvarez Angulo: lo dice S. S. en el libro, el Sr. Presidente reclama orden).

Si juzgáramos por inclinaciones. ¿quién sería el que estuviera libre de condena? Las inclinaciones, cuando se traducen en actos, es cuando pueden tenerse en cuenta; antes, no.

Que el ex rey, con estas inclinaciones, se propuso, desde los primeros pasos de su reinado, influir, sobre todo, en el Ejército, y por eso se reservó el nombramiento para los cargos militares y la concesión de los honores, cruces, etc. ¿para qué? Pues para una cosa (lo dicen bien claramente en el acta de acusación): para atraerse la adhesión del Ejército y con ella poderse imponer. Yo a esto digo: ¡Vive Dios que acertó a traerse el Ejército v poder contra él! Yo solamente tengo que recordar, mejor dicho, no lo quiero recordar, lo que pasó el 14 de abril de este año.

 

¡Adhesión del Ejército! Este es un tema muy complicado, muy difícil, sobre el cual no quiero insistir; pero me basta con lo dicho para probar que si se propuso en treinta años de reinado conseguirlo, por lo menos, aunque fuera su propósito no lo consiguió. Esto es evidente de toda evidencia.

El segundo cargo (voy siguiendo el mismo orden del acta de acusación) lo constituyen sus afanes imperialistas; quería a todo trance el imperio de Marruecos; él, de una manera directa, ejercía su influencia, más que su influencia el mando, en todo lo que se refería a Marruecos (rumores, un Sr. Diputado: y S. S., otro Sr. Diputado: estamos ante un defensor, el Sr. Presidente reclama silencio). A eso tengo que decir que cuando veo de qué manera se formulan estos cargos, me pregunto si, en efecto, era aquélla una época de poder absoluto o si, por el contrario, existía siempre un Gobierno responsable, y a D. Alfonso XIII, hasta el momento en que surgió la dictadura, se le puede juzgar fuera del cuadro de los preceptos terminales de la Constitución del 76, y los preceptos de la Constitución del 76, en lo que se refiere a la persona del rey y su Gobierno, son claros y terminantes. El rey es inviolable, el rey es irresponsable, y tienen la responsabilidad sus Ministros. Y, en efecto, así se estuvo hasta el año de la dictadura, con un Parlamento abierto. En este Parlamento, aunque había mayorías y mayorías numerosas, nunca dejaron de existir minorías violentas, minorías muy capacitadas para hacer la oposición, que en todo momento exigían las responsabilidades al Gobierno por los decretos que llevaban al pie la firma de los Ministros.

Aquí hay algunos que fueron Ministros con D. Alfonso; yo les pregunto si alguna vez pusieron al pie de un decreto la firma contra su voluntad, coaccionados por la voluntad de D. Alfonso, porque yo no lo concibo ni lo he conocido. Cuando se ha publicado un decreto, por el hecho de la firma la responsabilidad era absoluta y total del Ministro que lo refrendaba.

Que D. Alfonso tenía iniciativas. Los hombres deben de tener iniciativas. Lo que hace falta es saber si estas iniciativas están o no en su lugar adecuado. ¿Quién no recuerda que un Ministro presentó un decreto respecto al personal, y porque no lo recibió aquel mismo día firmado por el rey se presentó inmediatamente el Gobierno en crisis? ¿Quién no recuerda la crisis de D. Antonio Maura por el decreto nombrando Capitán General a alguien que yo no recuerdo; propuesto por el Ministro de la Guerra, general Linares? El gobierno dimitió y vino otro Presidente del Consejo de Ministros con otro Gobierno y asumió la responsabilidad. Y lo mismo que este caso podría citar muchos.

El que la responsabilidad del rey hasta el momento de la dictadura pudiera recaer en él y no en el Presidente del Consejo y en los Ministros que formaban del Gobierno, es una cosa que no se puede admitir, y yo apelo al testimonio de aquellos que están en la Cámara y que fueron Ministros para que digan si alguna vez firmaron un decreto contra su voluntad o coaccionados por la voluntad de D. Alfonso XIII.

Recogiendo el dictamen cierta especie hace a don Alfonso de Borbón responsable único de los desastres de Marruecos, achacándole inteligencias directas con unos y otros generales, que yo no voy a nombrar ahora, en virtud de aquellas ansias imperialistas que, según el dictamen le movían, y por eso deduce la acusación que fue el rey quien trajo el desastre. Con tal argumento se almacena la responsabilidad toda sobre el acusado; los que eran Gobierno entonces no tenían responsabilidad alguna; la responsabilidad sola, total y absoluta se hace recaer sobre el ex rey. ¿Qué podía hacer? ¿Es que en el expediente Picasso, tan discutido, tan examinado y tan estudiado, hay rastró, hay prueba fehaciente, ni siquiera prueba indiciaria, de esta acción directa de D. Alfonso con los jefes? ¿Es que hay de ello si quiera trasunto? No lo hay, y por eso no ha podido encontrarse; no hay más que supuestos, no se pasa supuestos, y la Comisión no habrá podido recoger de los testimonios de los generales, a quien se ha citado, nada que se relacione con esto, ni que pueda servir de cargo contra D. Alfonso.

 

Todo lo que se refiere a los desastres de Marruecos y al expediente Picasso es principal, porque la Comisión arranca, precisamente, de este expediente para creer que él fue la causa original de la dictadura, por D. Alfonso no quería de ninguna manera que se discutiese el expediente Picasso; pero olvida que, a raíz del desastre, se constituyó un Gobierno de carácter nacional presidido por D. Antonio Maura, cuya principal finalidad era averiguar y discutir las responsabilidades por lo ocurrido en Marruecos; que tras ese Gobierno vino el del Sr. Sánchez Guerra; que el Sr. Sánchez Guerra recogió el expediente Picasso -y seguramente lo recogería para traerlo a las Cortes, habiendo dicho previamente a D. Alfonso que ése era su programa de Gobierno o una de sus finalidades-; que el ex rey no puso dificultad alguna (rumores); que el expediente vino aquí; que al Sr. Sánchez Guerra sucedió en el Gobierno mi ilustre amigo el Sr. Marqués de Alhucemas; que el Sr. Marqués de Alhucemas siguió el camino indicado por el Sr. Sánchez Guerra, el mismo, y nombró una Comisión que iba a entender en el expediente Picasso. ¡Ah!, se me dirá; es que precisamente cuando llegó el momento de discutir el expediente Picasso surgió el golpe de Estado, el grito dado por el general Primo de Rivera en Barcelona y con él surgió la dictadura. Hace falta trazar una línea divisoria entre todos los actos de que me vengo ocupando hasta el momento de la dictadura y después de la dictadura, porque de los primeros, de los anteriores, no hay en absoluto duda que la responsabilidad corresponde por completo a los Gobiernos de aquellos tiempos.

Nació la dictadura; ésa es la causa principal por la cual se condena a D. Alfonso. Yo no tengo por qué decir, creo que ninguno lo ignoráis, que desde el momento en que surgió la dictadura fui de ella un enemigo irreductible, que hice por derribarla cuanto pude; si no hice más fue porque no estuvo a mi alcance. Precisamente me movía a seguir este camino el estar seguro -con las seguridades que puede haber en la política, que son siempre seguridades relativas- que la dictadura traería como consecuencia inevitable el término de la monarquía. ¡Pero es que la dictadura advino de concierto con el ex rey?

¿Es que hay prueba alguna de que él fue quien la preparó y quien la trabajó y quien la trajo? ¿Es que hay quien cree que, una vez dado el grito -si grito fue- en Barcelona por el general Primo de Rivera, el rey tenía medios de oponerse?

Véase cuál era la situación del día 14 de septiembre del año 1923. Se creerá que D. Alfonso pudo sostener al Gobierno del marqués de Alhucemas y que D. Alfonso, empleando la fuerza que tenía a su disposición, pudo hacer abortar los planes del Marqués de. Estella. A eso se alude por vosotros, recogiendo declaraciones de algunos generales, estos que a las consultas que se hicieron a los capitanes generales, éstos contestaron mostrando su completa adhesión al que fue rey. En efecto, no los de todas las regiones, los de todas menos dos contestaron mostrando su adhesión a D. Alfonso; pero al mismo tiempo, diciendo que sentían viva, vivísima simpatía por la actitud y por las iniciativas del marqués de Estella. Y el marqués de Estella se impuso en forma que se pudieran entrar siquiera a parlamentar con él, porque desde el primer momento inició lo que después fue durante los siete años de su mando: un hombre decidido y un hombre que se imponía en la forma que va a escuchar el Congreso.

El documento que voy a leer no ha sido conocido; yo respondo en absoluto de su autenticidad.

 

Telegrama del Capitán general de Cataluña, Primo de Rivera, al de Madrid, Muñoz Cobos, cursado el 14 de septiembre de 1923:

«Madrid-Barcelona. Capitán general. -9096. -90. -14.740. -Cap. General a ídem.

Ruego a V. E. Haga presente respetuosamente S. M. el Rey urgencia dar resolución cuestión planteada respecto a la cual recibo continuas y valiosas adhesiones.

Tenemos la razón y por eso tenemos la fuerza, que hemos empleado con moderación hasta ahora. Si por una habilidad se nos quiere conducir a transigencias que nos deshonrarían ante nuestras propias conciencias, extremaríamos petición de sanciones y las impondríamos. Ni yo ni mis guarniciones, ni las de Aragón, que acabo de recibir comunicación en ese sentido, transigimos con nada que no sea lo pedido. Si los políticos, en defensa clase, forman frente único, nosotros lo formaríamos con el pueblo sano que almacena tantas energías contra ellos; y a esta resolución, hoy moderada, le daríamos carácter sangriento».

 

De esta manera se planteó a D. Alfonso el dilema. No era un general que da un grito y luego se somete a la decisión del rey; es un general que, desde el primer momento, se impone al rey de una manera clara, terminante y categórica.

En estas condiciones, ¿hay alguien tan iluso que crea que pudo resistirse? Yo creo que sí; creo que se hubiera podido resistir al general Primo de Rivera, e incluso a los otros, a los que él aludía, si la opción, al conocer el programa y la actitud del grito dado en Barcelona, se hubiera mostrado en contra, porque entonces, con el apoyo de la opinión, creo sinceramente que se hubiera podido hacer.

No hay que apelar al sin número de testimonios que podría traer para probarlo. Hay que reconocer que la opinión, en su inmensa mayoría, guiada por el odio que tenía a las organizaciones políticas y a sus hombres, se colocó al lado del dictador, creyendo que traía la regeneración de España, creyendo que traía sobre todo, el exterminio de todo lo antiguo. Esta fue la realidad. Y no fueron solamente las derechas las que aplaudieron el acto del general Primo de Rivera, fue toda Cataluña (el Sr. Lluhi: ¡no, no!, el Sr. Santaló: ¡falso!, fuertes y prolongados rumores y protestas en la minoría de izquierda catalana, el Sr. Santaló: ¡falso!, no se pueden escuchar esas manifestaciones de S. S. sin nuestra más viva protesta). En Barcelona surgió el movimiento; los catalanes lo conocían y lo alentaron (se reproducen las protestas en la minoría de izquierda catalana, varios Sres. Diputados pronuncian palabras que no se perciben, el Sr. Santaló pide la palabra).

El Sr. PRESIDENTE: permítame el señor don Álvaro Figueroa que ruegue a la representación catalana que escuche al orador con la misma noble moderación con que le están escuchando todas las fracciones de la Cámara (muy bien, muy bien).

El Sr. FIGUEROA (D. Álvaro): que le acompañó la opinión en los primeros tiempos, ¿quién lo duda? Yo no creo que haya nadie que se atreva a negarlo. Que se le abrió, en los cimientos, un crédito de confianza, es evidente. Cuando llevaba dos o tres meses de un gobierno absoluto, en que se olvidaban todas las normas constitucionales, llegó para mí el instante más grave, el trance para mí, en esta noche, más difícil de explicar. Yo no puedo decirlo sino con una sinceridad absoluta, con una franqueza plena: el ex rey firmó el decreto de disolución de las Cortes sin convocar otras en los términos que la Constitución marca. Y entonces mi digno amigo, mi amigo muy querido, D. Melquíades Álvarez, Presidente del Congreso, y yo, nos pusimos de acuerdo para ver si lo hecho tenía remedio; y decidimos acudir a D. Alfonso haciéndole ver la conveniencia de ratificar su decisión, dada la inmensa trascendencia que tenía. ¡Duro trance para los dos y para mí!, porque D. Melquíades Álvarez tenía las manos mucho más libres, el camino mucho más expedito. Primero, él era Presidente del Congreso, no por voluntad de la Corona, sino por los votos de los diputados; yo era Presidente del Senado por una firma que decía: «Alfonso». Pero además de esto, yo no puedo negar que, el Ministro con D. Alfonso desde su primer gobierno, los vínculos que con él o para con el régimen parlamentario y la Constitución, decidí sacrificar mis afectos a lo que eran mis deberes políticos. Y redactamos un documento D. Melquíades Álvarez y yo, en forma respetuosa, lo entregamos en forma severa. Y, personalmente, lo entregamos en manos del que fue rey de España. Salimos de Palacio con la conciencia tranquila de haber cumplido con nuestro deber; pero cuando nos hallamos en la calle no tardamos en apercibimos de que nos habíamos quedado en una completa soledad, en una absoluta soledad; que la gente, que la opinión no daba a aquel acto toda la inmensa trascendencia que tenía. ¿Por qué? Por una cosa muy sencilla, porque habiéndole concedido al dictador un plazo, corto o largo, pero con crédito de confianza, creía que, el dar vida a las Cortes del 23 o el ir a convocar nuevas elecciones no convenía al camino que la dictadura tenía que seguir. Por tanto, como éste es un hecho absolutamente cierto no cabe duda que se puede afirmar, como disculpa de aquel acto, que yo no voy a censurar, porque ya lo enjuicié entonces, que el que fue rey podía creer que no éramos nosotros porque la verdadera opinión era contraria, absolutamente contraria a aquello por lo cual reclamábamos nosotros.

Y después, durante algunos años, continuó el ambiente favorable a la dictadura; favorable sobre todo por lo de Marruecos, porque allí al dictador le acompañó la fortuna; favorable también porque había, por lo menos en la apariencia, un orden público, un estado de orden que satisfacía a una gran parte de la opinión. Yo no era de los que estaban satisfechos, porque veía que tras de aquellas apariencias se estaban forjando hervores revolucionarios, precisamente los hervores que después han dado en tierra con la monarquía. Lo cierto es que el ambiente era favorable, y, por tanto, apoyado en la opinión, ¿podía D. Alfonso haber derribado la dictadura? Yo no sé si lo intentó, no sé siquiera si pasó por su mente; pero estoy seguro de que de haber querido llevarlo a cabo, el vencido hubiera sido él.

¡Ah! Dice la acusación que la dictadura la buscó D. Alfonso para ejercer de una manera más satisfactoria y plena el poder personal, y yo a eso afirmo que nunca el rey ejerció menos el poder personal que con el general Primo de Rivera (rumores). Nunca, en ningún momento.

Pasó el tiempo, se necesitaron meses y años y ya con promesas hechas un día, repetidas otro, diciendo: «Para dentro de tres meses», «para dentro de seis meses», «para dentro de un año volveremos a la normalidad», lo cierto es que a la normalidad no se volvió, y no quiero decir nada de lo que significaba la Asamblea Nacional, que era otra infracción quizás tan grande o pareja, al menos, de la firma del decreto disolviendo las Cortes.

Pero, en fin, había que ir a un camino de derecho para volver al régimen normal parlamentario, constitucional, y así lo ofreció el dictador. Mas impuso una condición, impuso la condición de que se volvería al régimen parlamentario constitucional normal por medio de decreto; y ahí se encontró con la oposición viva, resuelta, de don Alfonso. Y en ese punto dispares las opiniones del dictador y del ex rey, como el dictador estaba ya debilitado, como ya comenzaba a faltarle la opinión -la opinión general y la opinión del Ejército-, ¡ah!, entonces llegó un momento en que el dictador apareció menos impugnable y más a tono con lo que habían sido otros ex Presidentes del Consejo… (risas y rumores prolongados que impiden oír al orador). Y cayó el general Primo de Rivera, formándose un Gobierno que, desde el primer día, dijo que iba a ir a las Cortes, y por lo tanto, a unas elecciones generales.

 

La acusación también afirma que D. Alfonso fue siempre enemigo de las elecciones. ¿Enemigo de las elecciones? ¿Enemigo de las elecciones el que fue el rey de España? Pues si hubiera sido enemigo de las elecciones, ¿estaríais vosotros aquí? (risas y rumores). Porque no se opuso a las elecciones y porque se hicieron unas elecciones las más sinceras, sin comparación con ninguna otra, las más sinceras, las más verdaderas que ha habido en España, la república advino, y advino la república de una manera incruenta. Cuando surgió la dictadura, no quiso oponer a la fuerza de la opinión la fuerza del Ejército, ni dividir a este; y cuando las elecciones demostraron que había un estado de opinión bien claro y bien concreto, no quiso tampoco resistir a la opinión con la fuerza (rumores), y siguió el mismo criterio que antes había seguido con la dictadura (continúan los rumores).

Después de la dictadura arranca la acusación para calificar los delitos cometidos por Don Alfonso y, ni tardía ni perezosa, la Comisión los califica de delito de lesa majestad y de rebelión militar. Es verdaderamente encantador el procedimiento que ha tenido la Comisión para definir el delito de lesa majestad y para llegar a él (risas) hubo un olvido completo y total del Código: pero el procedimiento es bien sencillo. Donde el Código dice «majestad», léase «pueblo soberano» y con esto basta. ¡Pueblo-soberano! El pueblo soberano ha sido objeto de todos aquellos casos que se citan en él, los artículos 157 y siguientes –creo no equivocarme- que definen el delito de lesa majestad.

Y dice la Comisión: «¿Qué mayor majestad que la del pueblo soberano? El pueblo soberano fue ofendido, fue coaccionado por el ex rey; pues entonces el ex rey, para mí, cometió con el pueblo soberano el delito de lesa majestad». Y nada más. No necesita la Comisión muchas palabras para crear una nueva figura de delito, olvidando aquel principio fundamental de que no hay delito si no hay ley, ni hay pena sin ley. La Comisión no se toma siquiera el trabajo de definir y caracterizar el delito de rebelión militar; le basta con decir: «y además cometió el delito de rebelión militar». Y con esto ya tenemos al ex rey incurso en los delitos de lesa majestad y de rebelión militar. ¡Jefe de la rebelión militar el ex rey después del telegrama del marqués de Estella que os acabo de leer! ¡Jefe de la rebelión militar cuando tantas veces el marqués de Estella se declaró jefe de ella!

Y se le considera jefe de la rebelión militar porque para llegar a la pena de muerte es necesario considerarle como jefe de la rebelión militar. La Comisión le ha calificado como jefe de la rebelión militar. ¡La pena queda clara! Pero la Comisión se siente magnánima; ha tenido un impulso generoso; podía aplicar ¡aplicar, aplicar! a D. Alfonso la pena de muerte y se contenta con la de reclusión perpetua. ¡Le hubiera costado el mismo trabajo condenarle a muerte que a reclusión perpetua! (grandes rumores y risas).

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Y luego propone unas penas tan duras, tan graves, como la de degradación y la pérdida de sus honores, títulos, etc. ¡Ya no podrá llamarse rey de España ni dentro ni fuera de ella! ¡La pena es dura!

Debió quedarse la Comisión, después de haber pedido la condena de reclusión perpetua y la de degradación, un tanto pensativa, diciendo: ¡Pues no hemos hecho nada porque como el ex rey no está en España, no pueden existir ni la degradación ni la reclusión perpetua! Y entonces la Comisión apela a otro procedimiento, a una pena efectiva, a una pena de esas que duelen, porque afectan al bolsillo (grandes y prolongadas risas que impiden oír al orador).

Un hecho histórico de tanta trascendencia ha sido tramitado por la Comisión con la sencillez con que se resuelven los juicios de faltas en los juzgados municipales: imponiendo una multa cuantiosa, muy cuantiosa, pero, al fin y al cabo, una multa, una pena pecuniaria, la confiscación de todos los bienes, derechos y acciones de Don Alfonso.

Pero antes de analizar este extremo, que para mí es el más grave de la acusación (nuevas y grandes risas), quiero decir a los Sres. Diputados que el que ha sido rey de España fue juzgado y sentenciado por la república vencedora el mismo 14 de abril, que le condenó a una pena muy grave, a la pena de extrañamiento perpetuo, muy grave para él, que puede tener muchos defectos -¿quién no los tiene?- pero que demostró siempre que el amor a su patria era el amor de sus amores (rumores).

 

Y tengo ya que entrar a referirme a los actos en que yo he intervenido. En la acusación no hay un solo hecho, no hay un solo cargo que fuera desconocido hasta el 13 de abril, todo el contenido de la acusación son cosas sabidas por todos antes del 13 de abril (un Sr. Diputado: ¡buen Fiscal!). Sin embargo, yo, que tuve el triste honor de flamear la bandera blanca pidiendo el armisticio, puedo decir que cuando me dirigí a conversar con mi amigo, con mi antiguo y siempre querido amigo el Sr. Alcalá-Zamora, a las pocas palabras cruzadas entre los dos, cuando yo, en nombre del Rey y del Gobierno, reconocí que estábamos vencidos, cuando yo hablé de la manera como se iba a verificar la transmisión de los Poderes, el señor Alcalá-Zamora, con gran acierto, con soberano acierto, me puso una sola condición: el que fue rey, el que lo era en aquel instante, debía salir de España y emprender el viaje inmediatamente, si podía ser «antes de que el sol se pusiera». Ésta fue la condición absoluta que puso el Sr. Alcalá-Zamora, y con ello prestó un gran servicio a España y a la república. Si el Sr. Alcalá-Zamora hubiera creído que sobre el ex rey pesaban esas responsabilidades de que le acusa la Comisión, se hubiera negado en absoluto a que el entonces rey saliera de España (rumores). Y el ex rey salió con todos los honores; absolutamente con todos los honores (rumores y protestas, el Sr. Álvarez Angulo: ése es el argumento de Calvo Sotelo).

Si el ex rey hubiera sido entonces condenado a muerte, yo os aseguro que la república no hubiera venido sin sangre (el Sr. Pérez Madrigal: ¡silencio!).

Y vuelvo a mi relato. Era necesaria la imposición de la pena de confiscación (porque es confiscación y no incautación) de todos los bienes, derechos y acciones que posee D. Alfonso de Borbón. Y llegáis a eso en una forma verdaderamente sutil, que implica una gran habilidad de pluma, recogiendo en pocas palabras los conceptos que podían resultar más generosos; y así (ruego a los Sres. Diputados que se fijen) se dice: «De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad, que se encuentren en el territorio nacional, se incautará en su beneficio el Estado, que dispondrá del uso más conveniente que deba darles, siendo preferente el de responder a los perjuicios causados a la Administración pública por los actos de inmoralidad administrativa, en los que fue notorio su influjo durante las dictaduras». Ha llegado al momento que para mí tiene más gravedad. Todo lo demás…, todo lo demás no la tiene; pero aquí se acusa al rey de haber influido para realizar actos inmorales con grave perjuicio de la Administración, y yo digo, influir sobre otros no puede constituir un acto personal único, porque es necesario que se diga sobre quiénes influyó, y yo pregunto: ¿Se pueden saber estos nombres? ¿Se puede saber si aquellos que fueron influidos y que realizaron estos actos con daño a la Administración, se pasean tranquilamente por España o por el extranjero, o por el contrario se les ha seguido un proceso y están en la cárcel? Porque ser responsable únicamente el rey, de haber influido sobre otros y que estos otros no aparecen responsables de nada, es algo absurdo, completamente inadmisible. Pero, además, ¿qué negocios inmorales eran éstos?, ¿qué negocios? Que se digan; y en seguida habrá que preguntar: ¿es que estos negocios, si es que constituían concesiones de una clase o de otra, están todavía vivos, o por el contrario han sido anulados y se piden responsabilidades contraídas? Porque esto es absolutamente necesario saberlo y esclarecerlo, es necesario que sobre esto se haga la luz de plano, y no digo que la hagáis vosotros, porque vosotros, después de la pasión que os ha cegado, no podéis ofrecer garantías para que vuestros actos respondan a la confianza pública.

Aquí hay eminentes personalidades del Foro, maestros insuperables, yo me dirijo a ellos preguntándoles si esto que estoy contando, mejor dicho, que ha contado la acusación en el escrito que se ha leído, es admisible ante el derecho de gentes. Porque a los reyes, en los momentos convulsivos de las revoluciones se les puede llevar al patíbulo, lo que no se puede hacer es, fríamente, premeditadamente, difamarlos, porque los reyes tienen el mismo derecho de los más modestos ciudadanos a no ser difamados sin pruebas.

Por eso yo creo que esta parte de la acusación es la que no puede pasar sin un amplio debate, sin una investigación profunda, sin que a la luz salga todo aquello que vosotros habéis tenido en la punta de la pluma y que no habéis querido, por motivos que yo desconozco, estampar.

Y ya he terminado mi discurso; no quiero molestar más; solamente os digo que antes que como jurado resolváis este asunto tan grave y tan trascendental, pongáis la manos sobre vuestra conciencia y no vayáis a resolver como una turba impulsada y arrastrada por la venganza, por la ira, por la pasión y por el encono.

 

Todos contra el Rey 

El Sr. PRESIDENTE: el Sr. Galarza tiene la palabra.

El Sr. GALARZA: señores Diputados, comenzaba su discurso el defensor de D. Alfonso de Borbón pidiendo a la Cámara una hidalguía que no le ha faltado (el Sr. Figueroa y Torres: lo reconozco y lo agradezco), y he de comenzar yo pidiendo a todos vosotros, mis compañeros, benevolencia, porque si soy el encargado de mantener el acta de acusación y de contestar el discurso de D. Álvaro.de Figueroa -que no en todas sus partes ha sido un discurso de defensa, sino que en muchas de ellas ha sido una acusación contra Don Alfonso de Borbón como ni siquiera acertó a hacerla la Comisión que formuló este dictamen, y de demostrarlo-; si soy yo el encargado de esta misión, es porque la Comisión de responsabilidades, además de tener conmigo una gran benevolencia y hacerme un honor, ha tenido precisión de cumplir la ley que vosotros habéis votado y la ha querido cumplir, no interpretando su espíritu, sino ajustándose estrictamente a su letra; porque en esa ley se quiso separar la función instructora de la función fiscal, y aun cuando se conoce el acta de acusación, y tendréis que reconocer vosotros, que no ha existido una verdadera instrucción procesal contra D. Alfonso de Borbón, es evidente que el no haber traído aquí al Parlamento, el acta de acusación a las pocas horas de reunirse la Comisión de responsabilidades, podría hacer suponer que esa instrucción singular para juzgarle había existido, y no hemos querido que nadie nos pudiera decir que habíamos faltado a la Ley por la que se rige la Comisión de responsabilidades. Al quedar excluidos otros compañeros, aquellos que formaron parte de la Subcomisión que entiende en todas las responsabilidades de orden político, fui yo el elegido; podía haberlo sido, y hubiera ello sido mejor para vosotros, otro cualquiera de los que se sientan en este banco y no pertenecen a esta Subcomisión. Me levanto, pues, a cumplir con un deber, con un deber honroso, pero pidiendo a todos, por mi modestia, una gran benevolencia, no una hidalguía, porque yo sé que siempre sois hidalgos lo mismo con quien defiende como con quien acusa, en el cumplimiento de un deber.

El defensor de D. Alfonso de Borbón al impugnar el acta de acusación, ha dividido cuanto en ella se afirma y se dice, en dos partes: la una, aquella que se refiere al período de la Restauración, anterior al golpe de Estado de 1923; la otra, la acusación que se refiere a todo lo que pudiéramos llamar período anterior a la dictadura, según el defensor de D. Alfonso de Borbón, no hay responsabilidad ninguna para el que fue rey de España; no hay ni puede haber responsabilidad, porque había una Constitución que le hacía inviolable y porque había unos Ministros que al poner sus firmas en los decretos o en las leyes eran responsables, y a ellos, si hubiera responsabilidad, la Cámara tendría que exigírsela. Pero es que el acta de acusación, al referirse a todo este período anterior al 13 de septiembre de 1923, no hace nada más que estudiar al sujeto del delito, al delincuente; conocer su ánimo y sus intenciones, conocer cómo vivió y cómo se produjo en el llamado régimen constitucional; conocer y saber y hacer resaltar cómo se condujo también con los llamados consejeros de la Corona (que después veremos también lo que fueron en su gran: mayoría) antes de 1923, aun cuando, en parte, y quizá por experiencia, no lo dibujara con una admirable pincelada D. Álvaro Figueroa, al exclamar, en un momento de sinceridad, que el rey no podía echar a Primo de Rivera como a ellos les había arrojado muchas veces. ¿Es que la Comisión de responsabilidades no debía hacer el estudio de lo que era el espíritu, la psicología y las ansias de D. Alfonso de Borbón? Tenía el deber de hacerlo, y para hacerlo bebió en diferentes fuentes, y una de ellas, e inagotable, fueron los libros de D. Álvaro Figueroa, que en uno de ellos relata cuál fue el primer Consejo de Ministros cuando el rey, el ex rey, era todavía niño: y allí dice el asombro de todos los Ministros cuando, fatigado el Presidente del Consejo de Ministros, hombre anciano, Sagasta, después de haber pasado por todas las fiestas de aquel día, recibió en su casa, cuando creyó llegado el instante del descanso, un aviso de Palacio, porque al rey niño le era urgente celebrar Consejo de Ministros, relatado por la pluma del Conde de Romanones, y en aquel Consejo de Ministros, se ve que el rey niño les dice a aquellos Consejeros, unos jóvenes, pero otros llenos de canas, y en aquel instante de cansancio respetable, les dice que se quiere reservar pasa sí, interpretando determinados artículos de 1a Constitución con un espíritu de rey absoluto, determinados nombramientos, determinadas gracias y determinadas concesiones. Era todavía el rey un niño y claramente se ve en aquel Consejo de Ministros, que hemos conocido por la pluma del que hoy le defiende, que pensaba ya con su sangre borbónica en que había de ser un rey absoluto. Y nada más que un camino, que era apoderarse del Ejército, que era hacer las camarillas en el Ejército, que era conceder los ascensos él personalmente en el Ejército, que era convertir el Ejército de la Nación en un Ejército de la Corona, en un Ejército pretoriano, porque cuando el Ejército del Pueblo y el de la nación dejara de ser un Ejército de la Nación y del Pueblo, sería un Ejército de la Corona y llegaría el instante y el momento de dar el golpe de Estado, como llegó el día 13 de septiembre de 1923.

Y no puede negar la defensa de D. Alfonso de Borbón que esta trayectoria, iniciada el mismo día que el rey juró la Constitución (y al jurarla pensaba probablemente, faltar a su juramento y faltar a la Constitución), no puede negar que el rey desde ese instante camina en toda la ficción que era el Estado español: ficción la democracia, ficción el parlamento, ficción las elecciones, ficción los propios Consejeros, porque si alguna dificultad ha encontrado la comisión para averiguar actos, hechos y conductas de D. Alfonso de Borbón ha sido ésta: que la mayoría de los hombres que podían decirle a España cuál fue la conducta del que fue rey con los políticos españoles, siempre sus consejeros y siempre sus Gobiernos, son hombres que no quieren o no pueden hablar, porque al hacerlo puede que hubiera que acusarles como cómplices de todo cuanto hizo Alfonso de Borbón (muy bien).

Nos decía D. Álvaro de Figueroa que él había acudido a la defensa de D. Alfonso de Borbón por un deber imperativo de conciencia. El acto realizado hoy por el defensor de D. Alfonso de Borbón es un acto respetable, es un acto noble, es un acto plausible, aun cuando sea un acto tan difícil que no haya podido consumarse a pesar de su reconocida habilidad parlamentaria. Era natural que el hombre que tantas veces llamado por el rey a los consejos de la Corona, acudiera una vez al lado del rey sin ser llamado por él. También ocurrió así en la Revolución Francesa: hubo hombre que, llamado dos veces a los consejos de la Corona, cuando Luis XVI necesitó defensor, sin que nadie le llamara acudió a ser defensor de Luis XVI. En realidad es un deber y es una obligación; pero también podemos pensar que si fue sólo D. Álvaro de Figueroa el que acudió en momentos de desgracia, acaso haya sido -si no en la totalidad de su intención y de su pensamiento- porque las clases dinásticas españolas acusan a D. Álvaro de Figueroa de ser el culpable de que el rey haya tenido que pasar la frontera; esta acusación él la conoce y quizá hoy ha venido a demostrar cómo, a pesar de que el rey haya pasado la frontera, él, ante todos los dinásticos, lealmente cumple con sus deberes; y yo aplaudo este propósito de lealtad y este propósito de prueba.

 

Voy a seguir fielmente el discurso pronunciado por la defensa; diré después pocas, muy pocas palabras, en relación con el acta de acusación que yo estimo que permanece viva, que permanece intangible después de las palabras que habéis escuchado del Conde de Romanones a D. Álvaro de Figueroa, ex conde de Romanones (perdonadme todo la costumbre de conocerle por título, y no creo que ello tenga ninguna importancia). Don Álvaro de Figueroa… (el Sr. Figueroa y Torres: puede suprimir el «de») nos decía que la Comisión de responsabilidades no se había ajustado a los requisitos procesales; y D, Álvaro de Figueroa olvidaba que la Comisión de responsabilidades actúa por una ley especial y que no tiene que ajustarse a nada más que a los requisitos y a los preceptos de la ley especial y que, únicamente, si se nos demostrara que habíamos faltado a los requisitos de la ley especial por la que actuamos, podría tacharse el acta de acusación y a la petición de pena que en ella hacemos de tener algún defecto en la forma; pero si nosotros nos hemos atenido a todos los preceptos y a todos los requisitos de la ley votada por las Cortes Constituyentes, no es nada más que una habilidad, que no puede tener fuerza alguna, para impugnar el acta de acusación, el decir que no nos hemos atenido a la Ley de Enjuiciamiento Criminal. No tenemos por qué atenernos nada más que a determinados preceptos. ¿Es que cree el defensor de D. Alfonso de Borbón que en un proceso político de esta naturaleza, al que él mismo decía en su discurso que no se había aportado nada nuevo, porque todo cuanto ahí consta lo conocía la Nación española, íbamos a cometer la candidez de llamar ante nosotros a D. Alfonso de Borbón? Si D. Álvaro de Figueroa ha sido humorista al juzgar las penas que pedimos que el Parlamento imponga y ese humor nace precisamente porque esa pena no podía tener por el momento efectividad alguna, a no ser aquella confiscación de bienes, y se ha sentido humorista por eso; ¿qué hubiera dicho D. Álvaro de Figueroa si hubiésemos cometido la candidez de llamar ante nosotros a don Alfonso de Borbón para que hubiera venido a declarar ante la Comisión de Responsabilidades o para que hubiera venido a sentarse en el banquillo de los acusados en este hemiciclo? Seguramente el humorista D. Álvaro de Figueroa utilizaba para juzgar la condena que nosotros solicitábamos. Por lo tanto, la Comisión se atuvo a su ley, cumplió todos los requisitos, todos los indispensables y todos los necesarios; por esa parte, por la parte formal, no es atacable el acta de acusación.

He contestado ya, Sres. Diputados, a aquello que llamaba D. Álvaro de Figueroa el primer cargo, el cargo referente al juicio de la intención y de los propósitos del ex rey, aquella inclinación suya al Poder absoluto; contestado está nada menos que con el testimonio de la referencia de la propia defensa. El segundo cargo que ése impugnaba era el de los afanes imperialistas. ¡Que D. Alfonso no sentía afanes imperialistas! ¡y nos lo dice el hombre que ha sido tres veces Presidente del Consejo de Ministros, el hombre que sabía cómo el rey quería reunirse y rodearse de una camarilla de generales; como estos generales eran después los que dirigían, no solamente las campañas de Marruecos; como porque estos generales eran los directores de la política marroquí surgió no una sino muchas crisis; como porque ellos estaban a veces sobre el mismo Poder del Gobierno fueron dimitidos o dimitieron, según aceptaron o no aceptaron la voluntad regia de que por encima del Poder civil existiera el poder de estos generales, que eran la camarilla del trono de don Alfonso de Borbón! El conde de Romanones, que conoce esto, ¿puede decir que no tenía afanes imperialistas? ¿Es que no los tuvo cuando por sus actos y sus deseos de conquista de Marruecos produjo, produjo él (porque esto es algo que está en la historia y es algo imborrable, y es quizá el dato más importante para iniciar el proceso contra D. Alfonso de Borbón), la catástrofe de las catástrofes, como la ha denominado D. Álvaro de Figueroa, la catástrofe de Annual? Porque ¿es que no sabe España entera que en la búsqueda de responsabilidades el pueblo español acusaba y quería encontrar el fundamento de la acusación, que vive en todas las conciencias, de que el rey entonces se entendía directamente con sus generales y se entendía directamente con el general Fernández Silvestre, puesto que de ello pueden existir pruebas, y que en África fue el que ocasionó la derrota de un Ejército, la desaparición de nuestros soldados, la muerte del general Fernández Silvestre y la rotura del frente militar? Pues que, ¿es que esto es simplemente una invención? ¿Es que ésta es una vulgaridad? ¿Es que esto no es lo que estaba viviendo, en determinados instantes de su historia, el pueblo español? Pues si precisamente el convencimiento en la conciencia popular declaró al rey culpable de cuanto había ocurrido en Marruecos en el año 21, fue lo que hizo que, por primera vez quizá en la Restauración, dentro de esta Cámara entrara el sentir popular y arroyara vuestros convencionalismos y vuestras ficciones y no tuvierais más remedio ante un pueblo levantado que exigir responsabilidades (responsabilidades para los generales ineptos, responsabilidades para los políticos sometidos y torpes, responsabilidades para el rey, si a él había de llegar la responsabilidad), porque se demostrara que sus actos eran los que andaban en todas las conversaciones, pero no en las conversaciones de las gentes que se reúnen alrededor de la mesa del café, sino en las conversaciones de vuestros despachos, en las conversaciones de los Ministerios, en las conversaciones reservadas de vosotros, hombres políticos, que sabíais hablar en privado de manera distinta a como después hablabais en la Cámara. Y como eso lo sabía el pueblo español, el pueblo español, quizá por primera vez durante toda la Restauración, se levantó unánime para pedir al Parlamento la exigencia de todas las responsabilidades. Y ¡qué titubeos, qué dudas en la corona! Tres crisis, señores Diputados, que no se habrán olvidado. El Gobierno nacional, presidido por el Sr. Maura; gobierno del Sr. Sánchez Guerra; gobierno del Sr. García Prieto. Y yo tengo que proclamar aquí que seguramente estos tres hombres, don Antonio Maura, el Sr. Sánchez Guerra y el Sr. García Prieto, llegaron ante las gradas del trono en aquellas ocasiones con el firme propósito de ser leales al pueblo, con el firme propósito de que se exigieran las responsabilidades; de que aquello no fuera una ficción ni una comedia, cayera quien hubiera de caer, y que el pueblo español, por primera vez, obtuviera la justicia que pedía y exigía.

 

Pero Alfonso de Borbón, Borbón siempre, jugando y preparando sus jugadas, ¿qué hizo? Primero, un Gobierno nacional que desaparece; después, un Gobierno del Sr. Sánchez Guerra, que también desaparece… (el Sr. Sánchez Guerra: pero que antes de desaparecer, trajo aquí el expediente Picasso). Lo reconozco así, Sr. Sánchez Guerra (el Sr. Sánchez Guerra: y no porque se lo pidiera desde fuera el pueblo ni nadie, sino por un acto libérrimo de su voluntad, que era, al mismo tiempo, su deber). Evidente, Sr. Sánchez Guerra; porque el deber de un hombre, Presidente del Gobierno, en circunstancias extraordinarias de la vida de un país, es sentir lo que el pueblo pide, porque el pueblo, por regla general, en esos instantes en que vive en constante vibración, no se equivoca, y en interpretarle, e interpretarle fielmente, lealmente, está el primer deber de quien dirige el Gobierno, y con ese deber cumplió su señoría (el Sr. Sánchez Guerra: cosa que no deja de tener dificultades). Pero, además, Sr. Sánchez Guerra, estoy seguro, como seguramente en su conciencia su S. S., de que si el pueblo español no se hubiera dispuesto a cumplir con su deber, como lo cumplió, es posible que S. S. hubiera continuado siendo Gobierno y aquellas Cortes no hubieran sido disueltas (el Sr. Sánchez Guerra: puede). Puede ser, dice el Sr. Sánchez Guerra, y me basta porque esa declaración demuestra que el rey continuaba su jugada; que todavía no tenía preparados todos los peones para ir a la dictadura; que era necesario agotar otra situación y otros hombres, y la situación que había que agotar, y que agotó fue el Gobierno presidido por el Sr. García Prieto.

¿Es que desconoce D. Álvaro de Figueroa que en el verano de 1923 el Presidente del Consejo fue llamado a Palacio repetidas veces, y repetidas veces se le preguntó si insistía en que el día 1º de octubre se abrieran las Cortes? Esto no lo ignora S. S.; esto lo sabía S. S.; y hay que decir en honor del Sr. García Prieto, que constantemente le decía al rey que el día 1º de octubre se abrirían las Cortes, porque era un compromiso que con las Cortes había contraído desde la cabecera del banco azul. Y cuando el rey se convenció de que aquel gobierno estaba dispuesto a abrir las Cortes el día 1º de octubre, el rey, que no quería que se discutieran las responsabilidades, apareciendo ante algunos generales como defensor de ellos, pero en realidad para hacerles cómplices de sus propias culpas, y sabiendo que quizá había llegado ya el momento de que se discutiera su persona; cuando el rey se convenció de que el día 1º de octubre iba el Gobierno del Sr. García Prieto a comparecer ante el Parlamento y se iban a comenzar a discutir las responsabilidades por el desastre de Annual, ¡ah!, entonces el rey se dispuso a que el Parlamento no se abriera.

No hacía mucho tiempo que las Cortes anteriores habían sido disueltas. ¿Cómo conseguirlo? ¿Por la iniciativa de un capitán general sin conocimiento del rey, de un capitán general que, como tantos otros, estaba casi en constante y en diaria relación con Palacio, por encima de los Gobiernos, contra los Gobiernos, puesto que precisamente en aquella cuarta región los capitanes generales contra los Gobiernos habían actuado infinidad de veces, embarcando a los gobernadores civiles, a los jefes superiores de Policía, siendo unos verdaderos virreyes, sin duda porque podían serlo, porque vosotros permitíais que lo fueran y porque el rey les ordenaba que lo fueran?

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Y aquel grito, aquello que llamaba grito D. Álvaro de Figueroa, dado en la cuarta región por Primo de Rivera, ¿es que fue el grito espontáneo, el grito peligroso, el grito de exponer a un hombre al fusilamiento, o fue el eco que resonaba en Barcelona de un grito lanzado en Miramar y recogido en el palacio de la Plaza de Oriente?

España cree esto último, y para creerlo tiene datos y tiene pruebas, y si vosotros, los políticos de aquel régimen quisierais hablar al pueblo español, las pruebas serían más que indicios y le llevarían a la condición de que eran pruebas de tal naturaleza que no tendríamos que continuar hablando y acusando a Alfonso de Borbón. Tiene pruebas, porque el día 12 dirige el general Primo de Rivera una orden de plaza a la guarnición de Barcelona y el 13 se lanza a la sublevación, y antes de llegar Primo de Rivera a Madrid, antes de exponer Primo de Rivera cuál es la finalidad de aquella sublevación, antes de hablar en la Cámara de Palacio, antes de decir cuáles son sus propósitos, a estos propósitos se adelanta el rey nombrando, cuando todavía no se había admitido la dimisión al Gobierno civil que existía nombrando un Directorio provisional el día 14 de septiembre; es decir, que veinticuatro horas antes de ser recibido en la estación el sublevado, el rey había nombrado ya un Directorio compuesto por los generales palatinos.

Pero además de esto, D. Álvaro de Figueroa ha leído el expediente y en el expediente están las declaraciones de los generales y ¿qué dice el que era capitán general de Madrid? El capitán general dice que puso la guarnición de Madrid, después de consultar con los jefes de Cuerpo, a la disposición del rey, y el rey tenía el día 14, y el día 13, a sus órdenes y a su disposición nada menos que la guarnición de la capital de España, y no quiso utilizarla porque todas las guarniciones, menos dos -lo ha dicho también la defensa del ex rey- se pusieron a las órdenes del rey, aun cuando añadieran en los telegramas en que se sometían a la voluntad regia, que simpatizaba con lo que estaba haciendo el capitán general de Cataluña. ¿Qué importaba, si es que no era convenida, la terminación de esos telegramas indicando su simpatía, si los telegramas, en su parte substantiva, era la declaración de sometimiento y de obediencia al rey?

Un rey que tiene a sus órdenes, que se somete a su mandato, como se le sometieron todas las guarniciones de España, menos dos, no se puede decir que el golpe dado en Barcelona por el general Primo de Rivera, fue una coacción que se le impuso; sin pruebas y sin luchar no podía firmar esto y, sobre todo jamás podría demostrarlo.

Acordada o no por el rey la fecha, sabía que el movimiento iba a producirse; aquello que ocurría en Barcelona era lo que el rey necesitaba para vivir sin Parlamento, para vivir sin Constitución, para hacer vivir al pueblo sin libertades, porque había llegado ya el instante, no solamente de saciar y de colmar sus deseos de Poder absoluto, sino de salvar el peligro en que estaba la Corona, y el único instinto que los Borbones han tenido, a través de la historia, ha sido el instinto de conservación; si bien todos ellos precisamente por tener sólo el instinto de conservación han visto derrumbarse sus dinastías y perderse sus coronas.

Pero aceptemos un instante, como hipótesis de polémica, que el 13 de septiembre de 1923 D. Alfonso de Borbón no fuera el rey que realizaba sus propósitos, sino un rey que se sometía a la sublevación, a una sedición triunfante. Hay en la historia de la dictadura un momento en el cual -claro es que no ha querido recordarlo la defensa de D. Alfonso de Borbón-, un momento en el cual el rey no es el hombre coaccionado y sometido a una fuerza. Es aquel instante, aquel momento en que el general Primo de Rivera, quizá pensando o, por lo menos con la creencia de que en Marruecos había obtenido grandes éxitos (cosa que yo no niego, aun cuando no es éste el momento de probarlo y de demostrarlo, porque no estamos enjuiciando al general Primo de Rivera, sino que estamos enjuiciando a D. Alfonso de Borbón; pero yo niego esos éxitos de África de que tanto tiempo vivió la dictadura), creyó que debía dejar el Poder, transformándose la dictadura militar en un Gobierno, y para hacerlo, dirige un documento a Alfonso de Borbón en el que consideraba liquidada, terminada, la labor de la dictadura militar, y dice: «Pero ahora estimo necesario para continuar y rematar la obra que se constituya un Gobierno de dictadura civil, de dictadura económica». Y dice en el último párrafo de aquel documento que elevo al rey: «Vuestra Majestad tiene libertad en estos instantes para actuar». Y es que Primo de Rivera, que había quizá cumplido lealmente los mandatos del rey, quería que desde aquel instante estuviera bien clara la responsabilidad de la nueva dictadura que se iba a levantar sobre el pueblo español; y como iba a ser una dictadura civil, no apoyada exclusivamente en el Ejército, del que se creía representante el capitán general de Cataluña, dice el rey en aquel documento: «Y ahora tiene V. M. libertad de opinión, libertad para elegir. La dictadura militar ha terminado. ¿Quiere que continúe su obra? Pues si quiere que se continúe, vayamos a un Gobierno de dictadura civil». Y en aquel momento el rey contesta con otro documento breve, sencillo, pero concreto, aceptando la continuación de la dictadura civil y que no se cumpliera ninguno de los preceptos constitucionales ni al pueblo se entregara ninguno de los derechos consignados en la Constitución.

 

Que el rey faltó, a conciencia y sin coacción alguna que le obligara a ello, a la Constitución lo prueba claramente aquel documento a que hacía referencia hoy la defensa de D. Alfonso de Borbón, aquel documento que el Sr. Presidente del Congreso y D. Álvaro de Figueroa, como Presidente del Senado, elevaron al rey. Aquel documento es quizá el primero y lo recordarán todos los Sres. Diputados, en el cual se dice de una manera pública y solemne al rey que está faltando a la Constitución, pero que ha llegado el instante en el cual va a faltar a la única obligación que la Constitución le impone, porque dice el documento, que seguramente recordará D. Álvaro de Figueroa, que únicamente en el artículo 32 de la Constitución hay una obligación para el rey de convocar las Cortes dentro de los tres meses después de disueltas. ¿Y cuál fue la contestación del rey? ¿Fue su actitud la de escuchar resignado, o escuchar altivo? Eso nos lo podría decir D. Álvaro de Figueroa y D. Melquiades Álvarez. ¿Fue la contestación del rey pedir al Gobierno de la Dictadura que guardara las formas por lo menos y que esperase, para realizar un acto, la contestación a aquel documento? No; la contestación del rey fue un ultraje para vosotros, un ultraje para el Parlamento, un nuevo ultraje para la Constitución; antes de las veinticuatro horas, y después de contestado aquel documento por una nota del dictador el rey firmaba un decreto por el que disolvía las Comisiones permanentes del Congreso y del Senado, destituía al Presidente del Senado y destituía a quien no podía destituir: al Presidente del Congreso.

 

Y a un rey que a las veinticuatro horas contestaba a los presidentes de las Cámaras en esta forma, es al que se nos quiere presentar como coaccionado como esclavo, como víctima de una sublevación militar. Pero ¿es que también otros actos bien conocidos, bien notorios y bien públicamente realizados durante la época de la dictadura por D. Alfonso de Borbón eran actos que tenían necesidad de realizar porque le fueran impuestos? No, nos ha recordado el Sr. Figueroa, a pesar de que de ello se habla en el acta de acusación el viaje del rey a Italia; no nos ha recordado el discurso del rey ante el Papa, aquel discurso que seguramente Primo de Rivera, que quizá pudo imponerle aquel elogio que hiciera en un brindis del régimen serio y viril del fascismo, pero no le impuso la obligación de decir ante el Papa, que España estaba dispuesta a entrar en una cruzada para luchar contra el resto de la Humanidad que no fuera católica; y eso lo dijo Alfonso XIII en Roma, y lo dijo ante el Papa en nombre de los católicos españoles, al propio tiempo que en otro de los párrafos de aquel discurso, que no era una imposición sino un acto de poder personal y de rey absoluto, ofendía e injuriaba nada menos que a todos los protestantes, a la religión de países amigos; y aquello seguramente no era la imposición de ningún militar, era el pensamiento de que él era más que la Nación española, de que la Nación española era un feudo de Alfonso de Borbón, y llevaba a los súbditos, no como ciudadanos sino como soldados y esclavos a postrarlos ante el poder del Papa.

Todos sus actos, toda su conducta durante la dictadura fueron demostración constante de que su entusiasmo estaba en gobernar como gobernaba. ¿Es que D. Álvaro de Figueroa, si es que no lo utiliza como un recurso de la defensa, y por serlo como recurso legítimo, que el pueblo español estuvo de verdad al lado de la dictadura? ¿Es que puede hacerse este argumento a un pueblo que antes de establecerse la dictadura, veinticuatro horas antes de llegar el dictador a Madrid, se encontró con que ya estaba impuesta la censura en el bando del Capitán general declarando el estado de guerra? ¿Es que la censura no impidió la expresión del pensamiento, la libertad de propaganda y el que se condenara o criticara la obra de la dictadura? No es lícito, Sr. Figueroa decir que el pueblo español estuvo al principio de la dictadura al lado del dictador. Cuando a un pueblo no se le permite exponer su pensamiento, no se le deja que haga propagandas políticas, ni disfruta de libertad de prensa, ni siquiera de libertad de cátedra, no se puede decir que estuviera al lado del dictador porque los periódicos estuviesen llenos de notas oficiosas y de todas aquellas palabras que convenían a la dictadura; porque frente a esta afirmación, a la cual le falta la base de la libertad del pueblo para saber lo que pensaba, y con quién estaba, podríamos exponer detalles como uno que yo viví que va a conocer la Cámara.

El 13 de septiembre, Sr. Figueroa, estaba yo en Santander al recibirse allí la noticia del alzamiento del general Primo de Rivera, y al entrar en un café, ¿sabe S. S. lo que presencié? Pues que estaba tocando el sexteto La Marsellesa y daban vivas a Primo de Rivera, considerando que aquél era un movimiento republicano contra todo lo existente, y también contra la corona; porque tan harto como el pueblo estaba de vosotros lo estaba del rey también, y si al pueblo se le hubiera permitido unos días, quizá sólo por unas horas, manifestar su pensamiento y oír a los hombres que odian conducirle, probablemente la dictadura habría durado, no unos meses, ni unos días, y hubierais desaparecido vosotros, políticos de aquel régimen, y el que encarnaba el régimen, Alfonso XIII, como desapareció el día en que el pueblo español pudo, al fin, ir a las urnas a votar.

Pero ¿cómo puede afirmarse que el pueblo estaba, con la dictadura, si el mayor cuidado de ésta fue no convocar jamás al pueblo? Si el pueblo hubiese estado con la dictadura, ¿habría surgido la Asamblea, con lo que la Asamblea fue? Éste es un razonamiento que, seriamente, no puede hacerse; es un razonamiento que no puede admitirse. El rey, al aceptar la dictadura, no acataba una imposición militar, pero tampoco se ponía al lado de la opinión pública; realizada, al fin, una aspiración de Borbón: la de ser rey absoluto, frente a la Constitución; la de faltar a su juramento y a sus promesas; la de aherrojar al pueblo español, privándole de sus libertades; y si no estuvo más tiempo gozando del poder absoluto, fue porque llegó un instante en que no hubo medio de defenderle, ni siquiera apelando a unas elecciones municipales, en las que el Gobierno del que, S. S. formaba parte como Ministro se equivocó; creyó que en las grandes capitales podrían triunfar los republicanos, pero que la avalancha de las otras capitales de España, y sobre todo de los pueblos rurales iba a dar una inmensa mayoría monárquica, porque teníais montado el tinglado caciquil que todavía no había desaparecido. Ése fue vuestro error, vuestra equivocación. Estábamos en lo cierto los que afirmábamos que el pueblo no estaba con la dictadura y contra la Corona. Y esto sí que es su mayor condenación.

Causábale extrañeza al Sr. Figueroa, en este razonamiento sobre la opinión pública, que cuando él, como Presidente del Senado, y D. Melquíades Álvarez, como Presidente del Congreso, fueron a Palacio, el pueblo español no se levantara unánime o casi unánime, o en parte simplemente, para aplaudir aquel acto. Era que el pueblo español no tenía ninguna fe en vosotros, ni podía tenerla; el pueblo español no quería derrocar la dictadura para que en su lugar volvieran a nacer las viejas oligarquías y los viejos partidos; el pueblo español os acusaba a los Presidentes de las dos Cámaras de no haber tenido un gesto el 13 de septiembre de 1923, porque estoy seguro pensando en algunos políticos de aquel régimen, que si ellos hubieran sido Presidentes de cualquiera de las dos Cámaras no hubiera ocurrido lo que ocurrió. No sé si el general Primo de Rivera confabulado con el rey, hubiera triunfado, pero sé que algunos hombres, sin casaca palatina, hubieran tratado de convocar al Parlamento y que, en horas, hubieran venido ciento, doscientos, o los que fueran, representantes de la Nación para oponerse a la militarada y entonces no hubiera sido tan sencillo el triunfo; es muy posible que alrededor del Palacio de las Cortes se hubiera manifestado el pueblo; pero al pueblo le hace falta también un caudillo o un organismo que le represente para defenderse y entonces es posible que el general Primo de Rivera no hubiera podido hacer el viaje triunfal que realizó desde Barcelona a Madrid. ¿Y queríais vosotros, habiendo guardado silencio, sin gesto ninguno de rebeldía, representantes de las viejas oligarquías, que sólo por el hecho de ir a Palacio a entregar un documento y resignaros después con la contestación que se os diera, se hubiera levantado el pueblo español para ponerse a vuestro lado? El pueblo tiene un magnífico sentido y el sentido del pueblo español fue no apoyaros, no ayudaros porque sabía que por vuestro camino no podía encontrar más que otra vez la ficción de la democracia, la ficción del Parlamento y el incumplimiento de la Constitución.

 

Señores, en mi afán de ir examinando, punto por punto, aquellos que la defensa de D. Alfonso de Borbón ha tocado en su informe, llego al referente de la pena. Primero voy a la calificación de delito. Es posible que, si nos fijamos en la letra y el espíritu de los artículos del Código Penal, la calificación de delito de lesa majestad y la calificación de delito de jefe de una rebelión militar no sean exactas. Pero hay que pensar que los delitos que cometen los reyes no están en los artículos de los Códigos; que los pueblos y las representaciones de los pueblos, cuando hacen sus constituciones y declaran inviolables a los Jefes de Estado, piensan que los hombres que van a jurar aquella constitución y que son reyes o jefes de estado, precisamente porque la juran con un firme propósito de cumplirla, no pueden delinquir como cualquier ciudadano y los Códigos no prevén nunca, en ningún país donde existe un rey inviolable, la posibilidad de delito, porque sólo concebir y escribir o definir el delito sería injuriar a la majestad que se alza en el puesto más preeminente del Estado: por eso no hay que buscar en los artículos del Código Penal, ni en los del Código de Justicia militar, ni en los de ningún otro la calificación del delito cometido por un rey. Pero se buscó, sin pensar en el Código, una calificación que no es arbitraria, porque la estimamos justa. Si la Constitución española, conforme decís vosotros en vuestro propio documento llevado ante las gradas del Palacio, era un pacto entre la Corona y el pueblo, pacto que suponía la cosoberanía del pueblo y de la Corona, así como con arreglo al Código Penal cuando, no el pueblo, sino un ciudadano se levanta contra el rey realizando determinados actos, los actos de este ciudadano se califican de delito de lesa majestad, también se puede suponer que el rey incurre en el mismo delito siendo perjuro, faltando a la Constitución, levantándose con la fuerza de las armas, que no eran suyas, sino de la Nación, contra el pueblo. Nosotros hemos entendido y creemos no equivocarnos que la majestad no reside sólo en los reyes, que la majestad reside también en los pueblos y que la majestad del pueblo había sido ultrajada por el perjurio del rey, había sido ultrajada por los atentados que cometió contra el soberano, y por eso tenemos definido este delito, sin pensar en el Código, de lesa majestad.

El delito de rebelión militar. Es que en la trayectoria de la conducta de Alfonso de Borbón se ve constantemente al jefe del Ejército, al jefe supremo del Ejército, que procura serlo, no sólo en la letra de la Constitución, sino en la realidad, interviniendo en el interior de la vida del Ejército, teniendo un mando efectivo sobre los generales y como tenemos el convencimiento de que la sublevación se produjo porque él quiso y porque él ordenó que se produjera, por eso hemos entendido que él, como jefe del Ejército, cometió un delito de rebelión militar.

 

Pero ahora he de añadir algo que quizá define y califica mejor la totalidad de los delitos cometidos por D. Alfonso de Borbón. El delito peculiar de los reyes cuando faltan a la Constitución, es un delito que no puede figurar en ningún Código, es el delito de alta traición. El soberano, que apoderándose de la fuerza y del poder que le dan los artículos de una Constitución, la utiliza contra la propia Constitución y contra las garantías que la Constitución da al pueblo, comete un delito de alta traición: delito de alta traición en el que están comprendidos todos los demás delitos, el de lesa majestad, el de rebelión militar, todos cuantos podáis pensar, imaginar y calificar. Pero calificando nosotros y aceptando también el delito de alta traición, no podemos separarnos de la pena que pedimos a la Cámara le imponga; porque conocemos y sabemos que hay quien opina (y al opinar lo hace desde la altura de su autoridad jurídica) que el delito de alta traición de los reyes no puede penarse nada más que con una pena: colocando a los reyes fuera de la ley; y nosotros estimamos que es más inhumano, que es más cruel colocar a un hombre fuera de la ley que imponerle una sanción concreta y determinada. No se nos diga que puede ser algo que produzca el humorismo, como lo producía en la defensa de D. Alfonso de Borbón al decir que condenamos al que está fuera de España a la pena de reclusión perpetua; pero le condenamos para el caso de que volviera a España porque ésta es la condicional de la condena: reclusión perpetua para si el rey entrara en España, cualquier español le aprenderia, y nosotros entendemos que condenándole a una pena concreta, a una pena clara, no hay posibilidad de quebrantamiento de condena con peligro para la Nación española y, por el contrario, condenándole exclusivamente al extrañamiento o estar fuera de la ley, el quebrantamiento de la condena sería lo que plantearía al pueblo español y al Parlamento español un verdadero problema.

Y termino, Sres. Diputados (rumores). He cumplido, señores, con mi deber, he tratado lo mejor posible de contestar todos los argumentos de la defensa; Si no supe hacerlo mejor perdonadme; lo hice, como habéis visto, teniendo forzosamente que improvisar, puesto que la defensa fue previa. Me hubiera sido mucho más cómodo no proponer a la Comisión, primero, y al Presidente de la Cámara, después, al oír antes a la defensa, para después replicar; me hubiera sido más cómodo hacer un discurso glosando el dictamen; os hubiera, desde luego, molestado menos y hubiera tenido un mayor lucimiento, pero creo que de esta otra forma es como he cumplido con mi deber (aplausos).

 

El Sr. FIGUEROA (D. Álvaro): pido la palabra para rectificar.

El Sr. PRESIDENTE: la tiene S. S.

El Sr. FIGUEROA (D. Álvaro): una muy larga práctica parlamentaria me ha enseñado que las rectificaciones, salvo casos excepcionales, solamente sirven para dar satisfacción personal a los que hablan.

Yo he seguido atentamente el elocuente discurso del Sr. Galarza, y para rectificarlo necesitaría tanto tiempo más que el que he necesitado para impugnar la acusación y además, no adelantaríamos nada, porque el Sr. Galarza no se dejaría convencer, ni yo tampoco habría de rectificar mis argumentos.

El Sr. Galarza dice que ha contestado a todos mis argumentos. Yo creo que alguno se le ha olvidado; pero mejor, que se le haya olvidado, mucho mejor que se le haya olvidado; no crea que le requiero para que lo conteste.

El Sr. Galarza ha citado textos míos respecto a las inclinaciones. Yo no tengo que rectificar ese extremo. En efecto, es cierto; precisamente, cuando yo escribía, no había Cortes; era en el período de la dictadura y las Cortes estaban en suspenso pero no se podía ocultar que tan pronto como las Cortes funcionaran desde esos bancos (señalando a los que ocupan la minoría socialista) se hablaría de ese primer Consejo de Ministros al que aludía el Sr. Galarza y seguramente algunos de los que se sientan aquí (señalando el banco azul) y estaban entonces allá, habrían recogido con fruición la pobre literatura mía (el Sr. Ministro de Hacienda: pobre, pero cara, risas), gracias a eso podré vivir (nuevas risas). Aquello demostraba en efecto una inclinación, pero eso no prueba nada; lo que hace falta es demostrar que aquella inclinación se convirtiera en realidad; no otra cosa.

Injusto ha estado el Sr. Galarza cuando ha hablado de las elecciones municipales. Sr. Galarza, ¡si vosotros debéis bendecir las elecciones municipales (risas) todos los días! ¡Si aquello no fue una equivocación! Aquello fue la creencia firme de que, dado el estado de los espíritus, el rastro y la huella que había dejado la dictadura, era necesario aclarar la situación; que no se podía seguir viviendo en el equívoco; y por eso fuimos a las elecciones. Fuimos a las elecciones, siendo yo el que dijo que los gobernadores tendrían que estar en ellas como testigos y no como actores. Si hubieran sido actores, como en otro tiempo, en vez de testigos, el resultado de las elecciones hubiera sido otro.

Luego llega el Sr. Galarza a decir que la opinión no acompañó a la dictadura, ni siquiera en los primeros momentos. ¿Qué quiere que yo le diga, si son tantos los testimonios en contrario? Si la opinión no hubiera acompañado a la dictadura, ésta no hubiera podido vivir ni tres días, porque en realidad, y por eso se puede tener fe en el régimen democrático, la opinión es la que prevalece siempre, absolutamente siempre.

Y ¿qué más? No me siento con necesidad de rectificar, y por eso no añado una palabra más.

 

              Continuará

                                            Por la transcripción JULIO MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.