22/11/2024 00:24
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Se ha hablado e investigado mucho sobre las chekas que hubo en España durante la guerra civil. Personalmente he editado varios libros sobre el tema. Hoy me gustaría aproximar al público a lo qué fueron las chekas. Antes de seguir adelante, hagamos una introducción al tema.

Durante la Revolución rusa la cheka fue el primero y más fuerte instrumento de terror para diezmar una población a la que se le considera enemiga de las nuevas ideas, del nuevo poder establecido. En España, como clara prueba de que los rusos habrán de estar presente en todo lo que suceda, en todo lo que se realice, surge, desde un primer momento, desde la primera hora, el instrumento de terror de la cheka rusa. Así pues, se puede asegurar que el inicio de las chekas está intrínsecamente ligado al inicio de la guerra o, mejor dicho, al inicio de la represión. No puede haber revolución sin represión. Pasadas las horas, esto es, cuando Madrid, Barcelona, Valencia, Castellón, Bilbao… quedaron en manos de los republicanos, se inició la represión y, por lo tanto, se constituyeron las chekas.

Estas se crearon en cualquier sitio. Todos los edificios donde se establecieron habían sido incautados por los republicanos. Así encontramos chekas en edificios estatales, en casas particulares, en pisos, en conventos o en barcos. Cualquier lugar era bueno para crear una cheka. Esto supone que, dentro del organigrama de éstas, hay de primera y segunda categoría. Hubo lugares en los cuales la barbaridad y el horror se convirtieron en arte, como la de Vallmajor en Barcelona, gracias a Laurencic. En otras se practicaron todo tipo de atrocidades y torturas. Y otras sólo sirvieron de centro de espera para, posteriormente, ser trasladados a cualquier descampado y ser asesinados. Aunque haya diferencia entre ellas, todas tienen un nexo de unión: fueron creadas para limpiar ideológicamente a España de facciosos.

Todos los grupos, más o menos de acción política, como ellos mismos se denominaban, quisieron tener sus propios automóviles, sus propios palacios, y sus propias chekas. Incluso el PNV tuvo, en Madrid, su propia cheka. Los automóviles los querían para sus juergas y para buscar y trasladar a sus víctimas. Los palacios y casas particulares las requisaron para establecer allí su cuartel general y, por consiguiente, para guardar a sus víctimas, para martirizar a los que van a matar a la mañana siguiente o a los pocos días de su detención.

En líneas generales el paso por una cheka era cuestión de horas o de días. Pocos fueron los que permanecieron mucho tiempo en ellas. La realidad se imponía. Los chekistas buscaban el exterminio de todas aquellas personas que pensaban de manera diferente. Sí su fin era éste, ¿por qué mantenerlos vivos mucho tiempo? Era absurdo. Al menos en los primeros meses de la guerra, hasta mayo de 1937, las cosas ocurrieron así. Con posterioridad, con la llegada del SIM las cosas cambiarían y ya la represión no era un fin en sí. Lo importante era destruir, destrozar, minar la mente de aquellas personas que, por desgracia, habían caído en manos del SIM. La represión desmesurada ya había pasado. Ahora había llegado el momento de destruir las mentes de los que se habían salvado. Por eso la permanencia en las chekas se extendió pues, la muerte no era el fin último de los dirigentes del SIM.

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Se puede afirmar que, si bien el gobierno republicano no encargó la construcción de las chekas, sí que hizo la vista gorda. El gobierno republicano no tuvo ninguna cheka, indirectamente sí. Sólo debemos recordar que Ángel Galarza, ministro de Gobernación, tuvo su propia cheka en Madrid y otra Valencia, comandada por Loreto García Apellaniz.

Las chekas fueron creadas por los partidos políticos y por cabecillas más o menos dependientes de un partido. Así, socialistas, CNT, UGT, FAI, POUM, ERC, PNV, PSUC… todos establecieron sus chekas teniendo en cuenta las instrucciones aprendidas gracias a los agentes rusos. Así no es de extrañar que cabecillas, pertenecientes a estos partidos políticos, crearan infinidad de chekas, más o menos protegidas por los partidos y sindicatos. La verdad es que no necesitaban demasiada protección pues, ellos mismos se encargaban de defenderse. Era, por decirlo así, la ley del más fuerte y, como era de esperar, los más fuertes se hicieron los dueños de todo el cotarro. Ser líder y estar rodeado de una cuadrilla de indeseables asesinos era más que suficiente para establecerse en una cheka propia. Así se actuó durante los diez primeros meses de la guerra civil. El SIM modificó esta manera de actuar. Ahora bien, lo que no modificó fueron los procedimientos pues, muchos de estos chekistas, que actuaban por cuenta propia, pasaron a engrosar el listado de agentes del SIM.

Esta es la parte histórica, la que sale en los libros. Uno puede ver fotografías y hacerse una idea de lo que fueron las chekas. El problema es que ya no queda nadie que las viera. Terminada la guerra civil se desmantelaron todas. No quedó ninguna como recuerdo de lo que fueron. Quizás hubiera sido interesante conservar una de las celdas ideadas por Laurencic, que tanto impresionó a Himmler. Nada quedo. Todo fue arrasado. Sin embargo, lo que acabo de decir, si bien es cierto, tiene su matización.

Edgar Neville Romrée nació en Madrid el 28 de diciembre de 1899 y falleció en Madrid en 23 de abril de 1967. Fue diplomático, escritor, dramaturgo, director de cine y pintor. Ostento el título de IV conde de Berlanga de Duero. En los años 1930 se separó de su esposa, y se relacionó sentimentalmente con Conchita Montes, una aristócrata intelectual y artista bien relacionada. Gracias en parte a ella, escapó de ser fusilado en los primeros momentos de la guerra civil española. Huyó a Londres, estableciéndose más tarde en una residencia que su familia poseía en San Juan de Luz. En 1937 se unió al ejército franquista como reportero de guerra. Como tal estuvo presente en el frente de Madrid, la batalla de Brunete y la toma de Bilbao, donde pudo filmar pavorosas escenas de la contienda que le producen hondo impacto. Escribe también guiones de películas de carácter propagandístico como Juventudes de España (1938), La Ciudad Universitaria (1938), Vivan los hombres libres (1939) y Carmen fra i rossi (1939). Terminada la guerra inicia su actividad cinematográfica y teatral, alabada por todos los críticos de entonces y publica su obra Frente de Madrid, obra vista desde las trincheras que rodeaban Madrid.

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Vivan los hombres libres (1939). Pese a estar rodada con mucha premura, el documental refleja la pericia y el conocimiento del lenguaje cinematográfico que había alcanzado Neville. Alternando las imágenes de archivo con escenas dramatizadas, el cineasta va trazando un relato convincente cuyo objetivo queda claro al final de la película: demostrar que las chekas no eran unos centros de reclusión de carácter extraordinario y vinculados exclusivamente a las circunstancias de la guerra, sino que eran “las cárceles oficiales de la República”, en las que además no se respetaban los derechos humanos. Para ello, Neville hace gala de todo un abanico de recursos fílmicos que van desde la asunción de las técnicas escenográficas y de iluminación propias del Expresionismo alemán, hasta la adopción de las técnicas de montajes de Sergei Eisenstein en el tramo final de la película, en el que Neville enfrenta imágenes de un discurso de Azaña en el parlamento, entre los aplausos de sus correligionarios, con las dramatizaciones de las torturas en las chekas.

Existe el mismo documental con doblaje al francès y los títulos de crédito ¡Vive les hommes libres! Esta versión se conserva en la Filmoteca de Catalunya. Aun siendo el mismo documental, la introducción -hasta que sale la imagen panorámica de Barcelona- es diferente, ya no solo por el idioma, sino por las imágenes de fondo.

 

Pues bien, les recomiendo a los lectores mirar esta película-documental de Edgard Neville. Una obra impactante donde se hace un recorrido por varias checas catalanas, cómo eran, que elementos de tortura había, cómo vivían los reclusos y cómo eran. Un documental que no les dejará indiferentes. Anímense a verlo. No se arrepentirán.

Autor

César Alcalá