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Estos días atrás habrán asistido ustedes con asombro a un hecho sorprendente en torno a dos figuras de nuestra historia, Indalecio Prieto y Largo Caballero. Como saben, el Ayuntamiento de Madrid decidió retirar sus nombres del callejero. Pues bien, en defensa de la memoria de ambos personajes y de su trayectoria y honorabilidad aparecieron varios escritos en la prensa estatal y regional donde se subrayaban los méritos de su biografía. Ahora bien, en ambos casos con varias elipsis, la más sorprendente de todas su decisión de poner en marcha el golpe de estado de 1934 y, en el caso de Prieto, su participación directa en el traslado de armas a Asturias. Un golpe de estado, por cierto, que no tenía otra finalidad que la de establecer una dictadura de partido único semejante a la de Rusia, según declaraban sus mismos impulsores.

Esa elipsis nada inocente recuerda al borrado que en la famosa foto de 1920, de Lenín en compañía de otros revolucionarios, hizo la democracia socialista de los que, estando presentes en aquel momento, Trotski y Kámenev, habían caído en desgracia. Pero en el caso actual, el borrado en las biografías de Prieto y Caballero no es un borrado de personas, sino de hechos, y se enmarca, además, en un intento de obliteración que lleva años en marcha y que podríamos denominar “el tejido de la desmemoria democrática”.
¿Y en qué consiste esa desmemoria democrática? Pues en la fabulación de que existía una República que era un vergel donde “la oveja con el lobo hacían ayuntamiento”, un oasis de tolerancia, democracia y acierto político que vino a destruir después la derecha. No hubo tal desde el primer día, entre otras cosas porque, en Europa entera, una parte importante de la izquierda aspiraba a imponer su dictadura y a eliminar a sus oponentes, y lo mismo ocurría en el ámbito de la derecha. «¡Qué alegría, ahora iremos a por ellos!», piensa el marido de Purificación Tomás, la hija de Belarmino, Rafael Fernández, cuando se entera de la sublevación de Franco; y ese «ellos» no eran los militares sublevados, sino la república burguesa y los burgueses, los ciudadanos que no fuesen de la secta, es decir, usted y yo, nuestros trasuntos.

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No los cansaré con muchos datos sobre lo que ocurrió en el bando de “los buenos” en el 34 y durante la guerra, los invito únicamente a pensar cuántas iglesias quedaron en pie en Asturies, a una de las cuales, por cierto, la de San Pedro, en Xixón, hubo de correr Pachín de Melás para salvar los restos de Xovellanos antes de la anunciada voladura. Pero sí quiero recordarles cuál era el modelo de democracia al que aspiraba la izquierda con el golpe de 1934 (y para el futuro): «Si Cataluña —dice Belarmino Tomás—, Valencia, Madrid, Bilbao y Zaragoza hubieran respondido como hemos respondido nosotros, en estos momentos el socialismo se habría implantado en todo el país. Nosotros hemos vivido en régimen socialista desde el día 6. Nosotros hemos cumplido».

Ese programa de borrado, de desmemoria histórica, que lleva ejecutándose ya hace años y que ahora trata de acendrarse, pretende, sean cuales sean sus pretextos, instalar firmemente en la conciencia general de la población, a través de discursos, películas, novelas, de la enseñanza, de las leyes, el convencimiento de que hay una parte de la sociedad de cuyo lado están la verdad, la bondad y la justicia y que, además, ha sufrido un daño histórico que debe ser reparado. Frente a ella, otra parte que representa la ignominia y tiene ínsito en su ser la voluntad de daño al bien general.

Que la historia de la República fue otra, que el despropósito, el daño, la traición y el crimen existieron en ambos bandos, en mayor o menor grado, lo reconocieron así quienes destruyeron aquella sociedad e hicieron la guerra. Tales fueron las palabras de Negrín y Prieto en el exilio, o el famoso «paz, piedad, perdón», de Azaña en el 38. Pero déjenme volver a casa: «Pero, fundamentalmente, mi regreso se debió al convencimiento de que en el año 36 habíamos cometido muchos errores todos los españoles y que era necesario repararlos». «A mí la responsabilidad de lo que sucedió en el 36 siempre me mortificó». «En alguna ocasión dije que en este país nos teníamos que amnistiar unos a otros para que el futuro que habríamos de hacer fuera nítido, sin sombras». Son palabras de Rafael Fernández.

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Y en esa línea hay que recordar que durante la dictadura de Franco habían existido movimientos varios en ese sentido por parte de unos y otros. El denostado como «contubernio de Munich», en 1962, la política de «reconciliación nacional», que el PCE proclamara en 1956, por ejemplo.

La construcción del borrado de la historia, el tejido de la desmemoria democrática, tiene muchos actores, colectivos e individuales, a unos los mueve el idealismo, a otros los empuja el engaño, se mueven por odio autoinnoculado parte, pero no debemos dejarnos confundir: quienes mueven la maquinaria, quienes manejan el telar, tienen un objetivo más prosaico: crear un estado de opinión que les permita gobernar (y gobernar de la forma en que quieran) por mucho tiempo con el asentimiento o la pasividad de la mayoría, y que sea esa misma mayoría, condicionada por el discurso de la desmemoria, la que desprestigie y margine a quien no comulgue con “la verdad”.

Es un peligro, lo sé. Pero, a pesar de esos tenebrosos nubarrones, uno no puede dejar de esbozar una sonrisa cuando pasa lista y comprueba que esos tejedores que pretenden un dominio social incontestado son hijos o nietos de muchos de los que durante el franquismo tuvieron mando o estuvieron bien asentados en las estructuras sociales de la dictadura. «Todas las familias bien asentadas permanecen en el mismo estatus por generaciones, eso sí, cada generación, a su manera».
El mismo poder con otro discurso.

Autor

REDACCIÓN