21/11/2024 19:18
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… y esto fue lo que no le perdonaron ni le perdonarán a Franco mientras vivan o lo recuerden:

En el día de hoy, cautivo

y desarmado el Ejército Rojo,

han alcanzado las tropas nacionales sus últimos

 

 objetivos militares. La guerra ha terminado.

El Generalísimo Franco
Burgos, 1° Abril 1939.

 

Mañana día 1 de abril se cumplen 83 años del final de la Guerra Civil y estoy seguro que muchos de los comunistas actuales llevarán ya tres días (desde el 28 que las tropas de Franco entraron en Madrid) lamiéndose aquellas derrotas que no han olvidado ni olvidarán mientras vivan ellos, sus hijos y sus nietos. Han pasado muchos años, como pueden ver, y creímos que con el pacto de y la Constitución de 1978 se habían olvidado tanto la derrota como la victoria… pero no, hoy estamos viendo que los Iglesias, las Montero, los Sánchez, los Zapateros no han digerido ver a los franquistas entrar victoriosos en Madrid, en Valencia y hasta en Alicante, el último símbolo de la mezquindad marxista dejando abandonados a más de 15.000 de los suyos en el puerto, engañados con unos barcos que nunca iban a llegar.

Contaremos después lo de la tragedia de Alicante y aquellos pobres que al sentirse abandonados se suicidaban disparándose unos a otros y nos vamos a ocupar, de entrada, con el triste espectáculo que dan los gerifaltes comunistas del Partido y de la República.

Y para ello nada mejor que reproducir las páginas que le dedica a la huida de los “peces gordos” del Partido Comunista que recoge en su obra póstuma “Testimonio de dos guerras”, el que fuera uno de los militares más distinguidos del bando rojo, Manuel Tagüeña Lacorte:

“LA nueva democracia que nos han impuesto los partidos de la revancha olvidan con cierta facilidad cómo terminó la Cruzada de Liberación. Olvidan que los capitostes derrotados por las armas o se rindieron o, lo que es más trágico aún, huyeron cobardemente dejando a sus seguidores con su derrota a cuestas. Hoy nos complace traer a estas páginas, como un documento de gran interés histórico, el relato que de aquella huida de los comunistas «gordos» a través de los Pirineos hace uno de los «grandes» militares del Partido Comunista, Manuel Tagüeña, quien abandonó España el 7 de marzo de 1939, cuando aún faltaban veinte días para el término de la guerra. Manuel Tagüeña Lacorte, siempre fiel a sus ideales, pasó de Francia a la Unión Soviética y durante la segunda guerra mundial preparó oficiales y soldados del Ejército rojo de Stalin. Dejó una obra póstuma, «Testimonio de dos guerras», de la que, editada por Planeta, hemos entresacado el capítulo que hace referencia a aquella huida. El lector más desapasionado comprobará en qué condiciones de falta de moral, de bancarrota huyeron los mismos que luego, a los pocos meses de morir Francisco Franco, volvían en tono de vencedores. Y hasta es posible que comprenda el porqué ellos, precisamente, los que huyeron, son los únicos que no han olvidado. Así de amarga es la derrota seguida por la huida.

EL 2 de marzo se hizo pública la renuncia de Azaña como Presidente de la República, un nuevo golpe para las pocas esperanzas que pudiéramos albergar. El final de la guerra estaba próximo y antes de verme obligado a marcharme de Madrid fui a echarle un último vistazo a mi domicilio de la calle de las Huertas. Allí habían vivido, durante casi toda la guerra, mis tíos José Xandri y Encarnación Tagüeña, porque estaban más seguros que en Portillo de Embajadores. Recorrí todas las habitaciones y me llevé dos trajes civiles. Mis parientes se despidieron de mí como si no fueran a verme más y no dejaban de tener buenas razones para ello.

En los linderos de Madrid y en todos los frentes de la zona Centro-Sur reinaba la más completa calma. El enemigo, indudablemente, estaba reagrupando sus unidades para dar el golpe final. Nuestro pequeño grupo de jefes y comisarios venidos de Cataluña seguía inactivo y aislado en la capital, sin recibir ninguna misión. Muy pocas personas tenían relación con nosotros. Veíamos a veces al Comisario General de Guerra, Osorio y Tafall, porque tenía una oficina en el edificio donde nos alojábamos. Era republicano, pero partidario de la política de resistencia del gobierno, que ya no era apoyada más que por los comunistas, y por eso nos trataba amistosamente. Algunas veces visitábamos el local de la Comisión Ejecutiva de la FUE, Muñoz Suay, Manuel Tuñón de Lara y Elena Romo, la esposa y la hija de Santiago Carrillo y algunos otros jóvenes, Claudín, Cazorla. Melchor y Laín eran los dirigentes de más categoría de la zona, pero ninguno de ellos estaba en Madrid.

El domingo 5 de marzo, me despertó temprano Girón. Me dio una serie de explicaciones confusas sobre una comisión de jefes comunistas con mando en las unidades de Madrid que se iba a encargar de tomar todas las medidas en caso de sublevación. Venía a comunicármelo y a recoger el archivo que yo guardaba para entregárselo a los nuevos organizadores. De esta manera yo quedaba relevado de mi papel de consejero oficioso. Además, de pasada, me comunicó que Casado había autorizado la publicación en la Gaceta de los nuevos ascensos, pero, inexplicablemente, Girón ya no creía que esto fuera tomado como pretexto para el golpe militar.

No me dejó convencido ni mucho menos, y por lo que pudiera ocurrir, pedí a mis compañeros que no salieran del local. Ya cerca del mediodía sonó el teléfono. Era una conferencia de larga distancia para mí. Me llamaba López Iglesias, para decirme que Modesto ordenaba nos trasladáramos a la posición «Yuste», no lejos de Elda, donde se encontraba reunido el gobierno Negrín. Antes de que pudiera comunicar esta llamada a Girón, apareció, pálido y desencajado, el comisario de Casado, Daniel Ortega. Al puesto de mando del Ejército del Centro, en la posición «Jaca», estaban llegando camiones con tropas enviadas por el Jefe anarquista Cipriano Mera del IV Cuerpo. Para Ortega no había ninguna duda de que aquello representaba la sublevación y sin pensarlo más, había saltado por una ventana, para venir a comunicárnoslo. Llamé inmediatamente a Girón, que llegó a los pocos minutos. Entonces se confirmaron por completo mis sospechas. El Partido Comunista no pensaba tomar ninguna iniciativa, iba a esperar el desarrollo de los acontecimientos, ya que no quería ser responsable de cualquier acción que terminara de derrumbar al tambaleante Frente Popular.

Girón quitó importancia a lo que decía Daniel Ortega y no presentó ninguna objeción, cuando le dije que si no tenía nada que encomendarnos, abandonaríamos la capital para cumplir las instrucciones recibidas. Me dijo que debíamos irnos y, en tono solemne, añadió: comunica a la dirección del Partido que nosotros cumpliremos con nuestro deber. De todos modos, le indiqué que no saldríamos de Madrid hasta el anochecer y que podía llamarnos si cambiaba de opinión. Girón y Ortega se fueron y ya no los volvimos a ver nunca más.

Comimos tranquilamente y sin apresurarnos fuimos haciendo los preparativos del viaje, empacando nuestros pequeños equipajes. Nuestros dos autos bastaban para transportarnos a todos. Tenían llenos los depósitos de gasolina y los habíamos recibido con documentación completa. De haber sabido lo que estaba pasando en el país nos hubiéramos dado mucha más prisa: los jefes de la flota republicana habían recibido con gran irritación al coronel Francisco Galán, enviado por el gobierno para mandar la base naval de Cartagena, cuando se presentó a tomar el mando la tarde anterior, y la «quinta columna» infiltrada en la guarnición se había amotinado abiertamente durante la noche, liberando a los presos políticos y ocupando con rapidez la ciudad y las baterías de costa. La estación de radio empezó a transmitir al grito de ¡Arriba España! ¡Viva Franco!

Por la mañana, los barcos de guerra, duramente castigados por la aviación enemiga, habían salido a alta mar, bajo la amenaza de los cañones de tierra en manos de los rebeldes. Durante el día el teniente coronel Rodríguez iba reconquistando Cartagena con fuerzas de la 206.ª Brigada, venida del Ejército de Levante, al mando del mayor Artemio Precioso. Por otra parte, los generales Miaja y Casado no habían atendido los requerimientos de Negrin para que acudieran a la sede del gobierno.

A primeras horas de la tarde recibí la visita de mi amigo el capitán médico Federico Coello, al que no veía desde los primeros días de la guerra. No sabíamos realmente qué decirnos. Nos íbamos a encontrar en campos opuestos, ya que él seguía siendo socialista. No le podía explicar por qué dejaba la capital y nos limitamos a hablar de cosas superficiales. Pasó la tarde lentamente, siempre esperando algún recado de Girón. Sabíamos que algo estaba a punto de suceder y hubiéramos querido ser útiles en algo, pero era evidente que nadie necesitaba de nosotros. Ordenamos a la guardia que nos había protegido esos días que volviera a su unidad y ya cerca del anochecer nos pusimos en marcha. Habíamos agotado tanto el tiempo, que al salir de Madrid, mientras revisaban nuestros permisos en el puesto de control, oíamos cómo un aparato de radio a todo volumen anunciaba que por la noche se iba a transmitir una alocución del jefe del Ejército del Centro. Esto confirmaba que la insurrección ya era una realidad. Cuando Casado tuvo tiempo de acordarse de nosotros, envió a sus hombres a arrestarnos, pero encontraron las casas vacías.

Nuestro viaje fue rápido y en la madrugada del día 6 llegamos a la posición «Yuste». El lugar estaba rodeado por un centenar escaso de fieles guerrilleros, soldados escogidos y bien armados de las unidades controladas por comunistas que operaban en la retaguardia enemiga. Dejé a mis compañeros dormitando en los coches y entré en el edificio, donde encontré al recién ascendido general Modesto, que se mostró muy sorprendido al verme, ya que no había sido orden suya la que nos sacó de Madrid, sino una iniciativa de López Iglesias, preocupado por los peligros que corríamos. Saludé también al general Matallana, jefe del Estado Mayor de Miaja, que era una especie de rehén en manos del gobierno, al jefe del Servicio de Investigación Militar (SIM), Santiago Garcés, y algunas otras personas conocidas. Alguien me informó que la sublevación contra el gobierno no había encontrado resistencia alguna. En Madrid, habían hablado por radio Casado y Besteiro, en nombre del Consejo Nacional de Defensa que asumía todas las funciones del gobierno. Los otros miembros del nuevo órgano de poder eran el socialista Wenceslao Carrillo, padre de Santiago, y dos anarquistas y un republicano, poco conocido. En cambio, la 206.ª Brigada había, prácticamente, acabado con la quinta columna de Cartagena. Las baterías de costa, de nuevo en nuestras manos, hundieron luego un buque mercante enemigo, el Castillo del Olite, lleno de soldados que acudían en auxilio de los rebeldes.

Al poco rato, salió Vicente Uribe de la sala donde deliberaban y me pidió que fuera a comunicarle a Dolores Ibárruri que los ministros habían acordado abandonar España, ya que nuestra escuadra había mandado un ultimátum por radio desde alta mar, adhiriéndose al Consejo Nacional de Defensa, y amenazando con no volver a Cartagena si el gobierno no se marchaba. En cuanto al general Matallana, lo habían autorizado a regresar a Valencia.

No fue nada difícil encontrar en Elda la posición «Dakar», donde se encontraba Dolores Ibárruri con otros dirigentes comunistas. Al darle la noticia se demudó, exclamando: «Esto es el fin de la guerra». Amanecía el 6 de marzo, pero nadie había dormido allí en aquella larga noche. Irene Falcón, secretaria de Pasionaria, nos dio de desayunar y luego nos pudimos asear y descansar un poco en una casita cercana, que ocupaban el poeta Rafael Alberti y su esposa María Teresa León. Me sorprendió ver llegar a Negrín y a Álvarez del Vayo, pues creía que el gobierno en pleno volaba ya hacia Francia. Pero los aviones no estaban listos, y para entretener la espera se acercaron para entrevistarse con la dirección del Partido Comunista. Inmediatamente, Dolores Ibárruri, Uribe, Checa y Delicado se reunieron con ellos. Trataron de convencerlos de que no se dieran por vencidos y continuaran en España. Al poco rato, Checa nos llamó aparte a Modesto, Líster y a mí. Nos dijo que, como Negrín estaba a punto de cambiar de opinión, era muy importante que uno de nosotros hablase con el teniente coronel Etelvino Vega, nuevo comandante militar de Alicante. Era preciso asegurar que este puerto siguiera en manos del gobierno. Consideré que era a mí a quien correspondía ir y me ofrecí. Me fui en mi camioneta acompañado por Francisco Gullón, Mateo Merino, Romero Marín y algunos oficiales más. Al salir de Elda vimos que la carretera estaba guardada por un grupo de guerrilleros.

Sin duda Negrín pensaba colocarnos en puestos de confianza a los jefes llegados de Francia; pero en el momento del pronunciamiento de Casado, sólo habían recibido cargos dos de ellos: Francisco Galán y Etelvino Vega. Se ha dicho que yo fui nombrado comandante militar de Murcia, pero no tuve entonces conocimiento de ello.

Con su hoja de ruta del Ejército del Centro, nuestro vehículo no tuvo dificultades para entrar en Alicante en pleno día. Ya dentro de la ciudad observamos, sin darle mucha importancia, a una compañía de Guardias de Asalto que se dirigía a pie al centro. Llegamos pronto a la Comandancia Militar y mientras los demás esperaban en el auto, entré en el edificio acompañado por Romero Marín. Yo llevaba el uniforme nuevo que acababa de hacerme en Madrid, y los centinelas se limitaron a saludarme sin preguntarme nada. En una gran sala, donde había varios oficiales, que nos miraron con desconfianza, encontramos a Etelvino Vega, con aire desconcertado. En voz baja lo informé de la situación y traté de conseguir me dijera en qué forma podíamos ayudarlo. Titubeaba al contestar y más tarde comprendí que en aquel momento era ya, virtualmente, prisionero de los casadistas que lo rodeaban. Su opinión era que debíamos esperar para no provocar a los partidarios del Consejo. Le indiqué que nos íbamos a instalar en el Hotel Palace donde estaríamos a su disposición.

Salimos de la Comandancia con la misma facilidad que habíamos entrado y nos marchamos al hotel. Allí nos encontramos con varios oficiales del Ejército del Ebro, entre ellos el capitán Loriente, que acababan de llegar de Francia en un barco: Con ellos vino la esposa de Modesto. Les explicamos con rapidez el avispero en que estábamos metidos. En ese momento sonaron unas descargas de fusilería. Llamamos por teléfono a Etelvino Vega y ya no le dejaron ponerse al aparato. Francisco Gullón fue con el auto a observar lo que pasaba y volvió enseguida a explicarnos que guardias de asaltos, en gran número, ocupaban todo el centro de la ciudad.

Como no tenía sentido seguir en Alicante, les expuse a todos mi plan. Íbamos a volver a Elda en nuestra camioneta, empleando la fuerza si era necesario. Teníamos aún sitio en ella para Loriente, pero sus compañeros de travesía marítima deberían marchar a pie hacia la carretera, y luego los iríamos recogiendo. Pedí a la esposa de Modesto que se fuera con ellos, para evitarle riesgos, si había lucha. Fueron precauciones innecesarias porque en la caseta de vigilancia nos dejaron pasar sin concedernos la menor atención y las granadas de mano que llevábamos preparadas quedaron sin utilizar. Allí nos cruzamos con camiones llenos de soldados que venían de Valencia rumbo a Cartagena. Eran todavía los servicios de la 206.ª Brigada.

Dejé a Loriente y a Francisco Gullón en el cruce de carreteras a Elda y a Murcia, para reunir a los que saldrían caminando, según lo acordado, seguí con los demás a la posición «Dakar» a dar la noticia de lo ocurrido. Pero ésta había llegado ya por teléfono, como a las dos y media de la tarde, y provocó una desbandada general. Negrín, que había mandado a Casado un mensaje conciliatorio en el que llegaba a ofrecerle la transmisión de sus poderes al Consejo Nacional de Defensa, había perdido ya toda esperanza y, junto con Álvarez del Yayo, se trasladó al aeródromo de Monóvar a unirse al resto del gobierno, para subir a los aviones que los conducirían a Francia. Por el temor de que llegaran desde Alicante algunos camiones con guardias de asalto, prefirieron los riesgos más reales de un vuelo diurno sobre territorio enemigo. Dolores Ibárruri también partió en un pequeño Dragón hacia Argelia, acompañada entre otras personas, por el general Cordón. El resto de los dirigentes, con los jefes y comisarios comunistas que estaban en Elda, se fueron reunidos en el mismo aeródromo, guardado por guerrilleros. En otro avión del mismo tipo, salió el matrimonio Alberti. Los pilotos calentaban los motores de vez en cuando para estar listos a levantar el vuelo a la menor eventualidad.

Mientras tanto, mi preocupación principal era nuestra gente que había quedado en Alicante. Había vuelto con Modesto al cruce y allí esperamos varias horas sin que alguien apareciera. Tampoco se presentaron los temidos guardias de asalto. El tráfico en la carretera era normal y nada revelaba los trágicos acontecimientos que se estaban desarrollando. Francisco Gullón se ofreció a volver a la ciudad con el auto y, efectivamente, llegó hasta el Hotel Palace, pero no encontró a nadie. Por lo que supe después, parece ser que nuestros camaradas se entretuvieron demasiado por la ciudad hasta que fueron reconocidos y arrestados. Después de marcharse Modesto, todavía continué allí hasta el anochecer. Luego ya no tenía sentido quedarme y regresé a Elda. Ya no había soldados nuestros en la entrada y la carretera estaba libre. En la posición «Dakar» todas las casitas se veían solitarias y abandonadas. Eran como las ocho de la noche. Sólo estaba Delage, que tenía orden de estar allí hasta las nueve para encaminar al aeródromo a algunos comunistas seleccionados que pudieran todavía presentarse. A los demás, había que recomendarles que se concentraran en las unidades amigas, principalmente en Cartagena, a donde se estaban trasladando toda la 10.ª División, mandada por De Frutos, de la que formaba parte la 206.ª Brigada.

Me vestí de civil. Me puse el viejo chaquetón de cuero y decidí abandonar todo el resto de mi equipaje. Con él quedaron mis pesados prismáticos, que, ingenuamente, había traído de Francia. Me parecía poco ético llevar bultos, cuando unos kilogramos podían suponer que alguien más pudiera salvarse. Acompañé a Delage hasta el fin de su misión, y allí estuvimos sentados toda una hora, que se nos hizo interminable. No sabíamos de qué hablar. En cualquier instante podían llegar fuerzas enviadas desde Alicante y atraparnos. Luego salirnos para Monóvar. Francisco Gullón vino con nosotros, pero le prevenimos que no podíamos garantizarle un sitio en los aparatos. Realmente, no estábamos seguros siquiera de que no hubieran emprendido ya el vuelo y encontráramos vacío el campo de aterrizaje. Pero no lo estaba, al contrario, bullía de gente, en mayor cantidad de la que permitía el cupo de los aviones que estaban a la vista.

Cuando llegamos estaba a punto de iniciarse la reunión histórica del Comité Central del Partido Comunista, la última de la guerra de España. En realidad, la decisión estaba ya previamente tomada por el buró político y, aun antes, por el delegado de la Internacional. Pero se trataba de darle al acto la mayor solemnidad. Claudín me hizo entrar por ser yo miembro de la comisión ejecutiva de la JSU. Yo estaba muy cansado de la tensión de los últimos días, pero puse todo mi interés en oír, ya que la conducta del Partido no la veía muy clara.

Nos comunicaron simplemente los acuerdos. El gobierno Negrín habla abandonado el país y la única autoridad real era el Consejo Nacional de Defensa, por ilegal que fuera su formación y aunque sus propósitos eran negociar la paz a cualquier precio, luchar contra él con las armas era comenzar una guerra civil dentro de otra guerra civil. Los comunistas, campeones de la unidad, no podían adoptar esa actitud. No había otra alternativa que tratar de salvar la mayor cantidad de cuadros comunistas y dejar la responsabilidad del final de la guerra en manos de la Junta de Casado. Togliatti preguntó después a Líster y a Modesto si creían que el Partido había desaprovechado alguna ocasión de tomar el poder, a lo que contestaron negativamente. A los demás no nos preguntaron nada. Esa línea política no podía ser una improvisación de última hora, sino algo madurado hacía tiempo y explicaba la actitud de pasividad de Domingo Girón en Madrid y de Etelvino Vega en Alicante que a ambos les costaría la vida.

Togliatti, Checa y Claudín quedaban en el país para asegurar la evacuación del mayor número posible de militantes. En los aviones disponibles, saldrían sin dilación todos los que cupieran en ellos sin amenazar la seguridad del vuelo: Dos bimotores de la LAPE irían a Toulouse y un Dragón a Argelia. Hubo el natural nerviosismo y hasta una falsa alarma creada por un camión que llegaba con nuestros guerrilleros, pero todo se fue organizando. Irene Falcón fue leyendo los nombres de los que abordaríamos los aviones. Se habían olvidado de los dos únicos catalanes, Fusimaña y Soliva, venidos de Francia, lo que motivó la intervención de Líster, apoyado por todos los de nuestro grupo del Ebro; considerábamos que eran los que debían ser incluidos en primer lugar. Esta omisión se rectificó en seguida y fueron añadidos a la lista.

Partieron varios autos con los camaradas que se quedaban en España. Tratarían de eludir el bloqueo de las carreteras que no tardarían en establecer los partidarios del Consejo. Me despedí de Francisco Gullón, que, con un grupo de oficiales, intentaría llegar a Cartagena. Despegó primero un bimotor donde iban Uribe, Hidalgo de Cisneros, Modesto, Irene Falcón y otros. Al rato lo hizo el nuestro, entre cuyos pasajeros estábamos la mayoría de los jefes y comisarios que habíamos llegado juntos de Francia. Faltaban Rodríguez y Soliva, pero este último iba a volar en el Dragón. Delicado nos repartió algunos billetes extranjeros. No llevábamos equipaje; pero sin tener en cuenta nuestra indignación, la esposa de un dirigente se subió con varias maletas. A cambio, dejamos esconder debajo de uno de los asientos al capitán de los guerrilleros que nos había estado protegiendo. El aparato se elevó y nos alejamos del suelo de nuestra patria. Allá abajo nuestra causa perdida entraba en la agonía y muy pronto el vencedor iba a implantar su ley.

El viaje duró varias horas pero me fue imposible conciliar el sueño a pesar del terrible agotamiento. Todo se me agolpaba en la cabeza, sobre todo la suerte de los que se iban a encontrar encerrados en la trampa, y me embargaba una sensación de vergüenza por haber podido librarme del peligro con tanta facilidad. Por otro lado, nada podía hacer y el quedarme hubiera sido un sacrificio inútil que a nadie ayudaría. Pensaba también en mi madre, siempre al frente de su guardería infantil en Alicante, que sin saberlo me había tenido tan cerca en las últimas horas. También me preocupaba mi hermana y cómo podría, con su marido, eludir la peligrosa situación. Al igual que mi familia, millones de personas, que en alguna forma habían servido a la Republica, en aquellos momentos se estarían debatiendo ante la angustia de lo que se avecinaba.

Nuestro avión describió una gran curva sobre el mar para pasar entre las Baleares y la costa catalana. Cuando ya se veía cerca la línea iluminada del litoral francés, Ernesto Navarro, jefe de la tripulación, nos pidió que arrojásemos al mar todas las armas. Abrieron un poco la puerta de la cabina y por allí tiramos algunas pistolas y granadas de mano. Casualmente, me había encontrado con Navarro en casi todos mis viajes aéreos durante la guerra. Por la mañana del 7 de marzo, aterrizamos en Toulouse. La policía del aeródromo tenía orden de no molestarnos, ya que suponía éramos altos funcionarios del gobierno Negrín. Se limitaron a pedirnos las armas que poseyéramos y sin que presentáramos documentos, nos dejaron marchar a la ciudad. Todos nos desperdigamos. Algunos tenían la familia cerca, otros algún conocido. Formé un grupo con Delage y Mateo Merino y decidimos irnos a París en el primer tren. Antes fuimos a buscar a Luis Gullón, al que informé sobre su hermano y le propuse que se viniera con nosotros. No podíamos suponer los cambios que en su vida iba a producir el aceptar esa invitación. Aflojada ya la tensión, dormimos mientras atravesábamos medio país. Nadie nos molestó. Llegamos de noche a la capital francesa y nos instalamos tranquilamente en el Hotel Strasbourg, no lejos de la estación de ferrocarril, inscribiéndonos con nuestros nombres.

Por la mañana del día 8, lo primero que hicimos al salir a la calle fue comprar periódicos. Quedamos estupefactos. Los comunistas de Madrid se oponían con las armas a Casado. Esto derrumbaba todos los argumentos oídos antes de abandonar España. No podíamos saber cómo surgieron esos combates que iban a durar vanos días. La prensa no era muy explícita y había que leer entre líneas para adivinar lo sucedido. Pero nuestra primera reacción fue de estupor y de bochorno. Si se iba a resistir, ¿por qué nos enviaron a Francia?

Pasó algún tiempo hasta que los relatos de testigos presenciales nos confirmaron la única explicación posible. Nuestras organizaciones tenían instrucciones de no adelantarse a la sublevación y no estaban preparadas para actuar si el golpe militar se producía. En el fondo, aunque conocían bien las intenciones de sus adversarios, los subestimaban y no los creían capaces de actuar. El Consejo Nacional de Defensa, por el contrario, tuvo muy pocas vacilaciones y sus fuerzas ocuparon sin resistencia los locales comunistas, detuvieron a todos los dirigentes que encontraron y, dueños de las comunicaciones, desarticularon, en pocas horas, cualquier posibilidad de reaccionar contra él. A la vez, cuando el gobierno Negrín abandonó España, el Partido Comunista acordó no luchar contra Casado y mandar al extranjero a sus más destacados militantes. Los que quedaron, Togliatti, Checa y Claudín, vagaban por las carreteras, escapando de las barreras policíacas y no pudieron intervenir en nada, ni comunicar las decisiones tomadas en Monóvar. Acabaron siendo arrestados por los casadistas, y sólo recobraron la libertad a los dos días, al exigirlo Jesús Hernández, apoyado por el XXII Cuerpo del Ejército de Levante.

Los comunistas quedaron aislados y tuvieron que decidir por cuenta propia en cada lugar y era inevitable que en la mayoría de los sitios pesaran las últimas órdenes recibidas de no intervenir contra los conspiradores. Pero Madrid fue una excepción. El domingo 5 de marzo, después de hablar conmigo, Girón hizo volver a Daniel Ortega a la posición «Jaca», es decir, lo hizo regresar a donde acababa de escapar, tan esperanzado estaba de que la sublevación no llegaría a realizarse. Pero se equivocaba, Daniel Ortega fue inmediatamente arrestado y al propio Girón lo detuvieron aquella noche en el local del Partido, junto con otros miembros del comité provincial, quedando descabezada la organización madrileña. Entonces, de una manera espontánea, en un movimiento de autodefensa, algunos jefes militares comunistas comenzaron a mover sus unidades contra las de Casado. La resistencia al Consejo la encabezaba el coronel Barceló al frente del I Cuerpo y el mayor Ascanio, jefe provisional del II Cuerpo por enfermedad del coronel Bueno. Pero la falta de directivas concretas, motivó que todo fuera demasiado lento y los combates no empezaron hasta el día 7 por la mañana, precisamente cuando nuestro avión estaba llegando a Toulouse. Veinticuatro horas más tarde, al leer en París el comienzo de la lucha en la que hubiéramos debido participar, me acusaba a mí mismo de haber aceptado con tanta facilidad salir de España. Pero la cosa ya no tenía remedio.

Mientras tanto, la flota republicana había tratado de refugiarse en Argel, pero fue encaminada a la base naval de Bizerta, donde anclaría unos días después. Fue esta una de las páginas más lamentables de los últimos momentos de la guerra, ya que desaparecía el factor más importante que podía permitir la salida de España de muchas personas comprometidas. La deserción de nuestra escuadra, ya que no se le puede dar otro nombre, iba a costar la vida a miles de personas que hubieran podido salvarse con ella. El propio Consejo Nacional de Defensa perdía, además, una de sus cartas principales para las negociaciones que se proponía entablar con el enemigo.

Debía haberme ido en seguida a Las Lilas, donde vivía Carmen, pero me dejé convencer por Delage y tratamos de buscar contacto con el partido. Se nos ocurrió presentarnos en el comité central del Partido Comunista Francés, cuya dirección leímos en L’Humanité, pero no nos hicieron el menor caso y no pudimos pasar de la portería, aunque, al menos, nos explicaron dónde se encontraba el Comité de Ayuda a la República Española. Pero tampoco allí nos dijeron nada. Cuando salíamos descorazonados, se paró de repente un automóvil y nos llamó a gritos Codovila, quien durante muchos años había sido delegado en España de la Internacional Comunista y nos conocía bien tanto a Delage como a mí. Nos hizo entrar de nuevo con él en la oficina, donde increpó a los empleados por la poca atención que nos habían prestado y desde este momento todo fueron amabilidades. Pero nos tuvieron todo el día de un lado para otro, guardando todas las medidas de seguridad, hasta que al fin, por la noche, nos instalaron en Melun, 53, rue de Ajot, en casa de un comunista francés llamado Grellat No pude convencer a mis acompañantes de que nos pasáramos por Las Lilas, sin embargo, me prometieron que mi mujer se reuniría pronto conmigo. Pero tardaron aún tres días en traerla. Carmen ya estaba muy preocupada, porque no acababa de comprender tantos líos misteriosos. Primero la visitó un diputado comunista francés, que le dijo unas frases medio cabalísticas, luego le dieron una dirección y una hora para encontrarse conmigo, pero yo no aparecí. Para aumentar su confusión, recibió entonces mi radiograma que le había puesto al llegar a Madrid. Menos mal que Líster y Enrique Castro, sin respeto para las normas conspirativas, se presentaron a buscar a sus esposas y le aclararon que yo estaba en Francia. Por fin todo se arregló.

Por la prensa francesa seguimos aquellos días con ansiedad las incidencias de la lucha en Madrid. Lo que no ofrecía dudas es que los combates, aunque violentísimos, estaban localizados en la capital. ¿Por qué las fuerzas comunistas de otros frentes no intervenían?

Los jefes de andes unidades miembros de nuestro Partido, mantuvieron de hecho una posición «neutral». Peor fue el caso de algunos «simpatizantes» que nos volvieron la espalda, como el general Miaja, que aceptó incluso la presidencia del Consejo Nacional de Defensa.

El contragolpe en la capital comenzó tan tarde y tan desorganizado que ni siquiera participaron las fuerzas del III Cuerpo mandadas por el coronel Antonio Ortega. A pesar de todo, las acciones de algunas unidades comunistas fueron suficientemente enérgicas para poner en aprietos a Casado. El ímpetu de su ofensiva fue frenado no por los anarquistas del IV Cuerpo, sino por las instrucciones que acabaron llegando de la dirección del Partido Comunista.

El propio coronel Ortega actuó de mediador y el 12 de marzo hubo un alto al fuego en Madrid y todas las tropas volvieron a las posiciones que tenían siete días antes. A pesar de sus promesas de no tomar represalias, Casado hizo fusilar en pocas horas al coronel Barceló y al comisario Conesa, a los que hizo responsables de la muerte de varios oficiales de su cuartel general capturados en la posición «Jaca». Las cárceles de la capital se llenaron entonces de comunistas, mientras que, al contrario, eran puestos en libertad muchos simpatizantes del enemigo. Se suprimió del uniforme republicano la estrella roja de cinco puntas, considerada como signo comunista, aunque había sido aprobada e introducida por Largo Caballero. Sin embargo, los vencedores no iban a establecer luego ningún tipo de «diferencia», cuando empezasen a actuar los consejos de guerra contra todos los republicanos, sin distinción.

La casa donde nos alojábamos en Melun era pequeña, pero de dos plantas y vivían en ella, además de Grellat y su esposa, los propietarios, otra familia obrera de más edad, con un hijo de unos dieciocho años. Nos habían cedido dos habitaciones. Una la ocupábamos Carmen y yo y la otra Mateo Merino y Gullón, ya que Delage nos dejó pronto para incorporarse a la organización comunista en nuestra emigración. No podíamos salir a la calle, ni dejarnos ver porque se suponía que estábamos ilegalmente. Cuando Grellat y su casero vieron que nuestra estancia se prolongaba, empezaron a temer complicaciones y como no queríamos causarles problemas, nos fuimos a París para tratar de conseguir permisos de residencia. Fuimos a la Súreté Générale, tratando de que nos recibiera un secretario al que nos habían recomendado. Allí mismo, en la sala de espera, preocupado por los papeles de Carmen, decidí incluirla en mi pasaporte diplomático, escribiendo su nombre en el lugar adecuado. Ya cansados de aguardar, nos enteramos que en el piso bajo, sin ningún trámite, ni ninguna influencia, bastaba declararse refugiado español, dar el nombre y se recibía un papel que daba derecho a residir en cualquier sitio de Francia, excepto la capital y los departamentos cercanos a la frontera española. No exigían más trámite que presentarse a la policía local. Renunciamos a ver al funcionario que buscábamos y nos entregaron sin dificultades nuestros pases para Melun, donde aquella noche hicimos nuestra entrada «oficial».

Al día siguiente, nos presentamos a las autoridades y nuestra situación quedó completamente en regla. El comisario de policía que sabíamos simpatizaba con los refugiados españoles y era miembro del sindicato de funcionarios, no puso objeciones a mi alterado pasaporte e incluso cuando leyó en mis autorizaciones que yo había sido jefe del XV Cuerpo, se levantó solemnemente para estrecharme la mano y decirme que le agradaba mucho poder conocer a un teniente coronel de Ejército Republicano. Desde entonces nos saludábamos con mucha amabilidad siempre que nos encontrábamos en la calle, por donde ahora paseábamos tranquilamente. Íbamos de compras al mercado y Carmen, a pesar de su falta de experiencia, hacía la comida para administrar mejor nuestras exiguas finanzas.

A veces visitábamos la casa de un profesor francés, donde vivía la esposa de Vittorio Vidali, que también algunas veces aparecía por allí. Dicho profesor era muy amigo de los esposos Joliot-Curie a los que nos presentó un día. Nos dio también la dirección de la asociación de los intelectuales de izquierda, a los que recurrimos, con éxito, en busca de ayuda económica. A menudo, venía a vernos desde París el enlace de la JSU. Era una muchacha francesa, llamada Lisa Ricol, hija de padres españoles emigrados en Francia desde hacía muchos años. Su hermana Fernanda estaba casada con Raymont Guyot, secretario general de las Juventudes Comunistas Francesas. Lisa, que aparte de muy guapa, era muy simpática, nos traía libros y revistas, además de noticias que no publicaba la prensa. Hablaba muy bien el español, con un ligero acento y siempre que llegaba la asediábamos a preguntas. No le hizo mucha gracia que hubiéramos legalizado nuestra residencia en Melun, aunque tampoco quiso darle mucha importancia a nuestro desprecio por la conspiración.

Seguíamos paso a paso la tragedia de la República, que se iba acercando a su desenlace final. La radio española nos ponía al corriente de la marcha de los acontecimientos, aunque muchos detalles sólo los conoceríamos con el tiempo. Los casadistas creyeron que eliminando a Negrín y a sus aliados comunistas, tenían probabilidades de conseguir «una paz decente y honrosa». Pero si el enemigo no había respondido a los ofrecimientos del gobierno anterior, menos iba a tener en cuenta los del Consejo Nacional de Defensa, militarmente mucho más débil y que, además, había renunciado, públicamente, a la carta más valiosa en las posibles negociaciones: la de continuar la resistencia. ¿Para qué tomar en consideración a un adversario que no estaba dispuesto a resistir?

Casado se apoyó en el natural descontento que muchos socialistas, anarquistas y republicanos, habían acumulado contra los comunistas a lo largo de las enconadas luchas políticas, durante toda la guerra. Era natural que todos los demás partidos, sin excepción, se preocuparan por el futuro y recelaran de las posiciones que los comunistas habían ido ganando. Pero éstos, simplemente, llenaron un gran vacío que creó entonces la división de los socialistas y la incompatibilidad de la ideología anarquista con el ejército disciplinado y eficiente que era necesario para la lucha. Esto unido a la imprescindible ayuda rusa, permitió a los comunistas alcanzar posiciones muy importantes en las fuerzas armadas, y el jefe del gobierno, partidario de la resistencia, se veía obligado a utilizarlos, sobre todo en los últimos momentos, cuando se encontró solo, y tenía que echar mano de los jefes que habían llegado a la zona Centro-Sur desde Francia, lo que aumentaba la desconfianza de los otros bandos y los precipitaba a la sublevación. Sin embargo, Negrín no seguía la política de la resistencia porque se hubiera entregado a los comunistas, como sus enemigos decían, sino porque creía que no había otra alternativa, y si el desarrollo de la guerra y la situación internacional le hubieran sido más favorables, habría limitado la influencia comunista, apoyándose en sus brigadas de carabineros, tan cuidadosamente organizados, seleccionados y armados para que fueran sus fieles instrumentos y donde los socialistas ejercían un control tan absoluto como el de los comunistas en otras unidades del ejército.

Liquidada su organización de Madrid, el Partido Comunista desapareció de la vida política. Sólo se preocupó de la evacuación de sus cuadros, pero no contaba con medios para ello. A pesar de las dificultades de desplazamientos, algunos de sus militares más destacados se fueron concentrando en Cartagena bajo la protección de la División. Resulta inconcebible que con centenares de miles de afiliados, muchos de ellos en puestos importantes en el frente y en la retaguardia, y una extensa red de comités regionales y locales, se dejara desplazar con tanta facilidad. Pero todo era consecuencia natural de la decisión tomada desde muy arriba de no intervenir cuando la República se derrumbara.

Las proposiciones de paz del Consejo Nacional de Defensa eran, paradójicamente, mucho más exigentes y detalladas que los tres puntos de Negrín. Entre ellas, dos realmente sorprendentes: una, que conservasen sus empleos y cargos los militares profesionales y funcionarios, que recibirían así mejor trato que el resto de los ciudadanos (prueba evidente de quién mandaba en el Consejo), y segunda, que en la zona republicana no entraran italianos ni moros y que se diera un plazo de 25 días, para que saliera de España todo el que lo deseara. Algo invalidaba toda la protección solicitada por los republicanos que se quedasen, al limitarla a los que no hubieran cometido ningún «acto criminal», ya que nunca un vencedor está capacitado para juzgar objetivamente sobre eso. Responsabilidades, directas o indirectas, de todo lo ocurrido en nuestra zona, podían buscarse, si se deseaba, contra cualquiera que hubiera colaborado con la Republica.

El enemigo no se dio prisa en contestar a las ofertas conciliatorias de Casado, que se vio obligado a tratar con uno de sus propios oficiales, que se le presentó como delegado de la quinta columna de Madrid. El enemigo, que esperaba que la zona republicana cayera por sí misma como fruta madura, preparaba sus tropas y tribunales para la ocupación del territorio, y contestó al fin que exigía la rendición incondicional, que no se firmaría ningún tratado de paz, que rechazaba a Matallana y a Casado como plenipotenciarios y que admitiría en Burgos a dos oficiales subalternos, pero sólo para acordar los detalles de la entrega. Ante el fracaso, el Consejo Nacional de Defensa permaneció inactivo, sin atreverse a decir al pueblo que no podía cumplir sus promesas de conseguir condiciones aceptables de paz. No sólo no tomó medidas para la evacuación de las personas amenazadas, sino que barcos extranjeros enviados por Negrín, salieron de los puertos de Levante sólo con unas docenas de personas, que gracias a muchas influencias, habían conseguido pasaporte, cuando hubieran podido transportar centenares de miles.

Los delegados de Casado, teniente coronel Antonio Garijo y mayor Leopoldo Ortega, volaron a Burgos el 23 de marzo. Los representantes del enemigo les exigieron la entrega simbólica de la aviación republicana el 25 y la rendición del resto de nuestro ejército el 27. Otro viaje de dichos delegados a Burgos, el día 25, fue infructuoso; no les aceptaron excusas por no haber llegado los aviones y los obligaron a regresar apresuradamente a Madrid, a pesar del mal tiempo. Casado envió un radiograma pidiendo una prórroga de 24 horas, a sabiendas de que los pilotos ya no le obedecían; pero le contestaron pidiendo al Consejo que ordenara a las fuerzas republicanas de primera línea que levantaran bandera blanca.

El día 26 de marzo el Cuerpo Marroquí atacó Extremadura, en el sector de Peñarroya, teniendo que vencer alguna resistencia, la última que ofreció el ejército republicano, pero las líneas fueron rotas y las columnas motorizadas penetraron hacia Almadén. A su derecha el Cuerpo de Andalucía ocupó Pozoblanco. Al día siguiente, tres cuerpos de ejército (del Maestrazgo, Navarro e Italiano) invadieron sin dificultad alguna toda la provincia de Toledo, en simple paseo militar. Ese mismo día, los soldados republicanos abandonaron en masa todos los frentes. Un ejército de más de medio millón de hombres desapareció en pocas horas.

El día 28 de marzo, Casado dio orden de comunicar al enemigo la rendición del Ejército del Centro y salió en avión hacia Valencia. Al mediodía, las tropas enemigas, que durante tantos meses se tuvieron que contentar con ver a la capital de lejos, entraron por fin en Madrid. Los demás miembros del Consejo abandonaron también la capital, excepto Besteiro, convencido de que no corría ningún peligro, y que trataba de persuadir de lo mismo a los que le pedían ayuda para huir. El anarquista Melchor Rodríguez, que desempeñaba el cargo de alcalde de Madrid, dio la bienvenida a las fuerzas enemigas, que le permitieron continuar en su puesto durante varios días.

El día 29 de marzo se derrumbó verticalmente toda la zona republicana. Casado siguió dando superfluas órdenes de rendición y prometiendo al pueblo que nadie sería perseguido «si no había cometido crímenes» y que la evacuación sería permitida. Mientras tanto, oleadas de fugitivos se esforzaban en llegar a los puertos de Levante. Ese mismo día, Casado abandonó Valencia, ya en manos de la quinta columna, y embarcó en Gandía en el buque de guerra inglés Galatea, junto con un centenar de jefes, oficiales y funcionarios. El general Miaja voló a Argelia en su avión personal. Oficiales y soldados escogidos de la 10.ª División se apoderaron por la fuerza de dos campos de aterrizaje cercanos a Cartagena y en varios aviones pudieron salir para África los dirigentes comunistas y de la JSU, junto con varios jefes de dicha división.

Todos los barcos pequeños capaces de navegar salieron cargados de refugiados, para caer muchas veces en poder de los buques de patrulla enemigos. De Alicante salió un carguero con bandera inglesa y tripulación de varias nacionalidades, el Stanbrook, que llevaba a bordo a cerca de cinco mil personas, es decir, la cuarta parte de todos los republicanos que lograron salir de la zona Centro-Sur. Los pasajeros de ese buque iban hacinados, colgados materialmente de todas partes y por milagro atravesaron el Mediterráneo y lograron arribar a Orán. En él se salvaron Francisco Gullón y la esposa de Modesto.

Cuando el día 29 por la tarde estábamos en Melun, alrededor del aparato de radio, no conocíamos todavía muchos detalles, pero no nos equivocábamos juzgando la magnitud de la catástrofe. En la mayoría de las localidades la quinta columna, adelantándose a la llegada de sus tropas, se apoderaba de las emisoras de radio, por las que lanzaban mensajes de adhesión al generalísimo Franco y los locutores improvisados se felicitaban mutuamente y repetían sin cesar los vítores falangistas y tradicionalistas. A cada momento, salía al éter una nueva ciudad, aeródromo o base militar. Las emisoras de la zona enemiga intervenían alborozadas y no había frecuencia en las bandas que no estuviera lanzando voces de alegría y de victoria. Las columnas motorizadas ocuparon ese día Jaén, Ciudad Real, Sagunto, Albacete y otras muchas ciudades de menor importancia. El 30 de marzo, entraron en Valencia y los italianos alcanzaron Alicante, donde cayeron prisioneros muchos miles de fugitivos reunidos en el puerto en la angustiosa espera de los buques prometidos para la evacuación. El 31 fueron ocupadas Almería, Murcia y Cartagena. La guerra civil, ahora sí, había terminado”. (Heraldo Español Nº 86, 10 al 16 de febrero de 1982)

 

¡Dios, y que estos “caballeretes de hoy” vengan a ponernos como ídolos a aquellos miserables que todavía incitaban al pueblo a seguir luchando y ellos ya tenían sus aviones preparados para marcharse y con dinero para la supervivencia en el exilio!… y esto es lo que quieren enseñar a los niños de hoy. Esto es lo que debían leer don Pedro Sánchez, don Pablo Iglesias, doña Irene Montero, don Alberto Garzón y tanta ralea como se dicen comunistas.

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Y si no tienen bastante con la memoria del general Tagüeña les aconsejo que lean también la de Jesús Hernández, el primer comunista que entró en un Gobierno de España y que para la Historia dejó un documento único: “Yo fui un ministro de Stalin”.

Sí, y mientras tanto, mientras huían humillados pero llenos de rencor y de odio y de espíritu vengativo y acobardados, el general victorioso, al que hoy quieren borrar del mapa de la Historia, muerto ya desde hace 47 años, lanzaba desde Burgos, su parte poniéndole fin a la guerra suicida entre hermanos:

En el día de hoy, cautivo

y desarmado el Ejército Rojo,

han alcanzado las tropas nacionales sus últimos

 

 objetivos militares. La guerra ha terminado.

El Generalísimo Franco
Burgos, 1° Abril 1939.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.