Las guerras y demás atrocidades tienen su origen en la limitación de los bienes que ama el mundo. Los bienes temporales son pocos y finitos, y siendo muchos los que los apetecen, no pueden saciar a todos, y al perseguirlos todos y no poderlos conseguir todos, nace una lucha entre los pretendientes. Este es el común origen de las disensiones y de las luchas entre los hombres y entre las naciones, aun sabiendo que es injusto meterse en campo ajeno llevado de la avidez de poseer.
Por causa de estos bienes ínfimos, el mundo desea cierta paz terrena y anhela llegar a ella por la desavenencia y por la guerra. Si el vencedor no tiene quien resista, nace la paz de que carecían las banderías contrarias entre sí, que luchaban con infeliz miseria por cosas que no podían poseer a la vez. Esta es la paz que persiguen las dolorosas confrontaciones, la lograda por victorias y guerras pretendidamente memorables.
Cuando vencen los que lucharon por la causa más justa, la victoria debe acogerse con aplauso, y la paz con alegría. Mas si, abandonados los fines justos, en la paz conseguida se ansían los bienes materiales de manera que se crea que son los únicos venerables o se amen más que los bienes superiores o espirituales, persistirá la miseria que se trató de borrar, acrecentando la existente. Lo típico de los hipócritas es rendir culto a Dios o a los dioses para conseguir con su ayuda victorias y gozar así de una paz terrena, la paz de los sepulcros, no por amor al bien, sino por ansia de dominio. La vileza quiere usar a las divinidades, usurpando su poder, para gozar del mundo.
Siempre acaecerá que el que ha nacido según el mal está empujado por su naturaleza a perseguir al que ha nacido según el bien. La naturaleza, maleada por el mal, engendra los ciudadanos abyectos, y la gracia, que genera la virtud, engendra los ciudadanos de espíritu libre. El principio originario, pues, y distintivo de los dos grupos es: de los abyectos, la carne o materia; de los segundos, el espíritu o alma.
Utilizando arquetipos o modelos para obtener a partir de ellos ciertas ideas al respecto, recordemos que Rómulo mató a su hermano Remo, ambos ciudadanos del mundo -o de la ciudad terrena, como dice Agustín de Hipona- porque ambos pretendían la gloria de ser fundadores de la república romana. Por su parte, Caín y Abel no estaban tocados de ambición semejante, ni el fratricida envidió al otro por temer que su poderío se limitara más mandando los dos, pues Abel no buscaba el señorío en la sociedad que fundaba su hermano. Lo envidió simplemente con esa envidia diabólica con que envidia el Mal al Bien sin motivo alguno, sólo porque unos son mezquinos y otros libres. Véase, si no, el caso de las dos Españas -la chusma y la excelencia-, que no dejan de helar los corazones un siglo después de que el menor de los Machado plasmara tal imagen en sus versos.
Todo reino tendrá que ser destruido si en él no se castigan los agravios, las sinrazones, los maltratos…; ni a quienes roban las haciendas ajenas, muestran ingratitud al beneficio y corresponden con deslealtad de fe a la buena voluntad. Todo reino tendrá que ser reconquistado si en él el viajero siente temor al caminar por campos y ciudades, si sólo los bandidos andan alegres y seguros, rodeados de quejas, envidias, codicias y escándalos, entre los que se sienten cómodos, porque es la protervia el sustrato en el que medran.
Es en los salones de la nefasta Transición, de la Farsa del 78, dominados por los rojos y sus cómplices, en donde está el archivo que contiene todas las abominaciones que los zánganos y los criminales buscan. Allí se han sabido, se saben y se sabrán las novedades, aunque no hayan sucedido. Allí, por aquellas moquetas, se han paseado, se pasean y se pasearán muchos que, no teniendo oficio alguno, abastecen los negocios de reyes y gobernantes; ellos provienen oportunidades y todo lo que planifican lo conchaban, pactan o publican, de suerte que hasta que interviene la justicia (que en la actualidad es nunca) se enriquecen sin mesura y pasan como verdades sus mentiras y sus falacias como virtudes.
Siete -o quizá nueve- de cada diez españoles estiman que la corrupción es un problema grave y creen que los delitos son hechos consuetudinarios en nuestras instituciones, sean estas centrales, autonómicas o municipales, que todas las cajas son buenas para meter la mano. Sin embargo, a la hora de votar, esos que confiesan hallarse preocupados o incluso escandalizados por la delincuencia administrativa, siguen eligiendo a los forajidos. ¿Es posible mayor incoherencia, mayor insania?
Como salvavidas incondicionales, los rojos y sus cómplices cuentan con los medios de difusión venales, informativos marxistas visa-oro que sacan adelante sus ruinosas inversiones gracias a las financiaciones del Estado; cuentan así mismo con los empresarios adjuntos al poder, sólo preocupados por la pecunia; con la nueva Iglesia, heterodoxa y renegada; con los sindicatos repartidores de bocadillos, bonos-tren y gambitas; con los titiriteros de cine, circo y literatura, antaño guiñolistas de la zeja y siempre afamados recoge-migajas; con todo tipo de lóbis variopintos, en fin, además de con los inmigrantes reciclados, con el resto de vagos, okupas y maleantes y con los millones de sectarios (charos, paisanos «con El País bajo el brazo», escorpiones con máscara de ciudadanos, resentidos natos, etc.) que votan a los malhechores a gala, precisamente, de ladrones y sanguinarios.
Casi nada. Estos desechos humanos suman muchos millones. Por eso, si para España y para los españoles de bien los proyectos rojos y los de sus amos y cómplices son abominables y en buena lid deberían estar a la deriva, para todos los demás, para esa recua antedicha, no sólo no hacen agua, sino que van viento en popa y a toda vela. El caso es, mis amables lectores, que esta sociedad nuestra, abortiva, pervertidora de la infancia, permisiva ante humillantes pandemias ficticias y desdeñosa con sus víctimas, que son lo único heroico con que cuenta el Régimen del 78, se ha inclinado tanto al mal que se ha hecho acreedora de la devastación de un nuevo diluvio. Y bien que lo siento por los exiguos espíritus libres y justos que aún respiran en el mundo, a quienes deseo, ante la aventura del nuevo año, un futuro en armonía con sus deseos.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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