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Pedro Carlos González Cuevas es historiador y profesor universitario. Es profesor titular de Historia de las Ideas Políticas y de Historia del Pensamiento Español en la UNED. Es autor de importantes obras sobre la derecha y el conservadurismo en España y experto en diferentes figuras como Ramiro de Maeztu, Charles Maurras, Carl Schmitt, Maurice Barrès, José Ortega y Gasset o Gonzalo Fernández de la Mora.
En esta entrevista hablamos sobre su libro Mitos y falsedades del antifascismo, en donde explica como la bandera antifascismo (aunque hoy sea irrelevante el fascismo en España) sirve para legitimar el socialismo real y demonizar a los partidos conservadores.
¿Considera que ante la demagogia e ignorancia imperante era necesario un libro como el suyo para desmitificar esa ensoñación llamada antifascismo?
Sí, creo que este libro es necesario como forma de cuestionar y criticar, desde el punto de vista intelectual e historiográfico, uno de los tópicos más recurrentes y falsos no sólo de la cultura política de las izquierdas, sino del progresismo en general., Cayetana Álvarez de Toledo incluida. La estúpida Ley de Memoria Democrática tiene por fundamento historiográfico los manidos tópicos del antifascismo actual. La violenta campaña organizada por las izquierdas contra VOX en las elecciones autonómicas madrileñas de mayo tuvo por base igualmente el antifascismo. Al final, les salió mal la estrategia y el resultado fue catastrófico para el conjunto de la izquierda, pero es de sospechar que en las elecciones generales próximas, que serán sin duda a cara de perro, las izquierdas volverán a utilizar el espantajo antifascista para demonizar, no sólo a VOX, sino al conjunto de la derecha social y política. De ahí la necesidad, en la medida de mis posibilidades, de someter a crítica y contextualizar los fundamentos de este nuevo/viejo antifascismo.
¿Por qué a las izquierdas, empezando por el estalinismo, les ha resultado tan bien identificar al fascismo con la derecha y el capitalismo?¿Por qué esta demagogia sirve para legitimar en la práctica el socialismo real?
El antifascismo comunista fue, de todas formas, como señaló la historiadora Annie Kriegel, un fenómeno intermitente, producto de diversas coyunturas políticas y contextos sociales. En realidad, comenzó con la subida de Hitler al poder en 1933, aunque las diferencias ideológicas del nacional-socialismo con el fascismo italiano eran siderales, y las simpatías de Mussolini iban hacia otras fuerzas políticas alemanas como los Cascos de Acero. Cristalizó en la táctica de los llamados frente populares, sobre todo en Francia y España. Decayó a raíz de la alianza de Hitler y Stalin, con el pacto Ribbentrop/Molotov de 1939. Y resucitó con la invasión alemana de la URSS en 1941. Después de la guerra mundial, el antifascismo fue la ideología oficial de los sistemas comunistas en la Europa oriental y, al menos en parte, de los sistemas liberales en la Europa occidental, sobre todo en Francia, Alemania e Italia; lo cual no impidió la existencia de partidos herederos del nacional-socialismo, como el Partido Nacional-Demócrata y el Partido del Imperio Alemán, o del fascismo, como el Movimiento Social Italiano. En el discurso antifascista de la izquierda comunista, se identificaba el fascismo con la hegemonía del capital financiero y el conjunto de las clases dominantes.
Sin embargo, a partir de los años sesenta y setenta del pasado siglo, como señaló el filósofo italiano Augusto del Noce, el antifascismo experimentó una especie de metamorfosis. Y es que estaba claro que el antifascismo tradicional ya no servía como arma de combate ideológico. Así lo señaló un comunista inteligente, aunque en realidad fuese un reaccionario de izquierdas, el poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini: He aquí por qué buena parte del antifascismo actual…es o bien ingenuo y estúpido, o bien presuntuoso y de mala fe, porque presenta o finge presentar batalla a un fenómeno muerto y enterrado, arqueológico, incapaz de asustar a nadie. Es, en definitiva, un antifascismo cómodo y relajado”. Frente a este antifascismo histórico, surgió lo que Del Noce denominó el “fascismo demonológico”, que se identificaba, ante todo, con la antimodernidad, con la defensa de los valores tradicionales, un fenómeno político-cultural de carácter represivo y reactivo. Umberto Eco lo denominó “Ur-Fascismo” o “Fascismo eterno”. Una interpretación que el historiador Emilio Gentile, máximo experto en fascismo italiano en la actualidad, calificó de “ahistoriológico”, mixtificador, antihistórico. Por otra parte, este nuevo antifascismo tenía como objetivo y función, como denunció el filósofo alemán Peter Sloterdijk, salvar el alma de los comunistas, haciendo olvidar a la opinión pública el genocidio de clase provocado por los regímenes comunistas bajo su égida. El genocidio queda monopolizado por los nazis, aunque el de los comunistas fuese más numeroso y duradero. Hoy, los historiadores proclives a la izquierda suelen definir a los comunistas, no con su denominación tradicional e histórica, sino como “antifascistas”, lo cual parece darles un plus de legitimidad, al menos ante su parroquia. No sería extraño que, al paso que vamos, que ETA fuese canonizada por su oposición violenta al régimen de Franco. Lo estamos viendo. Ya existen libros como el de Ramón Buckley, Del sacrificio a la derrota (Siglo XXI. Madrid, 2021) en esa dirección. El blanqueamiento de Bildu es su traducción política.
La izquierda, con su habitual manipulación del lenguaje, se ha apropiado del antifascismo cuando numerosos conservadores se han opuesto con fuerza a esta ideología.
Efectivamente, hubo antifascistas de derechas. Como señala el historiador norteamericano Michael Seidmann, existieron conservadores antifascistas como Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt, Alcides de Gasperi, Charles de Gaulle o Luigi Sturzo; incluso un antifascismo de corte tradicionalista como el defendido por el Negus Haile Selasie, en favor de su monarquía absoluta en Etiopía. Sin embargo, como sabemos, el antifascismo más influyente ha sido, y es, el izquierdista, en sus diversas manifestaciones. No deja de ser significativo que De Gaulle fuese estigmatizado por los comunistas e izquierdistas como “fascista”. Claro que Françóis Mitterand colaboró con Vichy. Y Georges Marchais, el líder comunista, trabajó libremente como obrero en la Alemania nacional-socialista. Contra De Gaulle, se utilizó la técnica propagandista que Josep Gabel denomina “seudología”: “De Gaulle es anticomunista; Hitler era anticomunista; luego, De Gaulle es igual a Hitler”. Lo mismo hicieron y hacen con Franco. Se produjo así, sobre todo en el campo historiográfico, lo que Michel Winock denomina “panfascismo”. El fascismo era asimilado a cualquier régimen autoritario conservador, como los de Franco, Salazar o Pinochet.
En la actualidad, la aparición en el campo político de los partidos de la derecha identitaria, contrarios a la globalización y al multiculturalismo, ha contribuido a renovar el discurso antifascista demonológico.
En España se ha pasado del antifascismo feliz (de esa libertad sin ira de la transición) al antifascismo militante. ¿Cómo podría explicar este proceso?
El discurso antifascista en España fue “feliz” antes incluso de la muerte del general Franco. Aunque pueda parecer paradójico, fue iniciado por antiguos falangistas como Dionisio Ridruejo, que, en su libro Escrito en España y luego en sus Casi unas memorias, asumió acríticamente todo el contenido de las interpretaciones marxistas y marxistoides del fascismo. Por ese camino, le siguieron, algo más tarde, Antonio Tovar, José Luis López Aranguren y Pedro Laín Entralgo. Las editoriales más prestigiosas se apresuraron a publicar libros de esa tendencia. Loa discípulos de Enrique Tierno Galván y luego los de Manuel Tuñón de Lara se apresuraron a difundir tales planteamientos. De todas formas, hay que reconocer que los estudios sobre el fascismo escritos por autores españoles tienen una calidad intelectual muy escasa, por no decir inexistente. Tan sólo el historiador católico y conservador Jesús Pabón se enteró de la aparición de la monumental biografía de Mussolini obra de Renzo de Felice.
Basta con leer la inefable interpretación “prefascista” que Tierno Galván hizo de Costa para llegar a esa conclusión. Su discípulo Raúl Morodo Leoncio no dijo más que disparates y tonterías sobre el pretendido “fascismo católico” de Acción Española. Los escritos de Tuñón de Lara y sus discípulos sobre el fascismo producen hoy vergüenza ajena. Todos los intentos de Tuñón de Lara para demostrar que el régimen de Franco fue “fascista” resultan patéticos, por no decir estúpidos. Llegó a sostener que el régimen de Franco fue “fascista” porque así lo había dicho “el pueblo” (sic). Todo ello ha tenido su continuidad en los escritos de ínclito Ángel Viñas y de su acólito Paul Preston, pero son tan disparatados que entran más en la paranoia de un lunático que en la labor investigadora de auténticos historiadores. A pesar de esta indudable mediocridad, o quizá por ella, la hegemonía de esa izquierda en el campo de las ciencias sociales y de la historiografía sigue siendo evidente hoy por hoy en la sociedad española. Y lo mismo podemos decir en los ámbitos del discurso político. En ese sentido, no se dudó en calificar de “fascista” no ya a Fuerza Nueva, que era una derecha tradicionalista, sino a Alianza Popular, a la UCD, al PP y a Ciudadanos. Todos “fascistas”. Hasta Fernando Savater fue calificado de “fascista” por el socialista Ignacio Sotelo. El hoy tan celebrado por algunos sectores de la derecha particularmente indoctos, Felipe González Márquez fue el auténtico inventor de la “memoria histórica”, relacionando al PP con la Dictadura de Primo de Rivera y con el régimen de Franco. Fue quien allanó el camino a Rodríguez Zapatero y ahora a Pedro Sánchez. La aparición de Podemos en el campo político no hizo sino radicalizar esa tendencia. Con los acólitos de Pablo Iglesias se pasó de las armas de la crítica a la crítica de las armas. Sobre todo, con la aparición de VOX como partido político de envergadura. Se recurrió no ya a la seudología, a la reductio ad hitlerum, sino a la pura y simple violencia.
Para entonces, había surgido un antifascismo militante, teorizado en la línea demonológica por el historiador Mark Bray, en su libro Antifas, en cuyas páginas se propugna la violencia frente a los partidos de tendencia conservadora-identitaria y antiglobalización. Para Bray, auténtico predicador del terrorismo, con el “fascismo” –es decir, con los que él define como tales-, no es posible el diálogo, sólo la violencia pura y dura. En España, Bray ha tenido algún que otro plagiario, como Pol Andiñach, en su libro Todo el mundo puede ser Antifascista. El teólogo de PRISA, Juan José Tamayo, con su habitual ignorancia histórica, ha hecho referencia al “cristoneofascismo”. Sin comentarios. En España, cualquier cosa es posible, si lo dice, por supuesto, la izquierda.
¿Qué es el panóptico antifascista y cómo podemos evitar ese pernicioso sistema en donde tenemos la sensación de estar permanentemente vigilados?
La alternativa es lo que denomino en mi libro la “parresía” historiográfica. O, lo que es lo mismo, la lucha cultural en defensa de la libertad y de la verdad, como los filósofos clásicos griegos. Es preciso luchar contra los intentos de instaurar un panóptico político e intelectual mediante la llamada Ley de Memoria Democrática. En el conjunto de Europa, hay multitud de historiadores e intelectuales, de plural significación ideológica y política, que se han opuesto a este tipo de leyes y a las simplificaciones propias del antifascismo. Como he dicho, no se trata de figuras insertas en el espectro político de la derecha; los hay de todas las tendencias políticas: Pierre Vidal Naquet, Mona Ozouf, François Furet, Pierre Nora, Renzo de Felice, Emilio Gentile, Ernst Nolte, Norman Davies, Niall Ferguson, incluso intelectuales libertarios como Noam Chomsky. Se trata de la lucha contra un nuevo totalitarismo, como denuncia el filósofo polaco Ryszard Legutko. En España, ocurre el fenómeno contrario.
Historiadores como Ricard Vinyes, Josep Fontana, Paul Preston, Ángel Viñas y sus acólitos son fervientes partidarios de la instauración de estas leyes represivas, de ese panóptico político e intelectual. No en vano, Ricard Vinyes demandó la instauración de una “Memoria de Estado”, que tuvo su traducción política en Cataluña con el “Memorial Democrático” instaurado por el tripartito de izquierdas bajo la dirección de Maragall, y con el aval de Josep Fontana, el inquisidor historiográfico más notable de Cataluña. Sólo con la articulación de una alternativa moral e intelectual contrahegemónica podremos salir de la actual situación, próxima ya al panóptico. Tal es el objetivo de mi modesto libro sobre el Antifascismo.
Autor
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Subdirector de Ñ TV España. Presentador de radio y TV, speaker y guionista.
Ha sido redactor deportivo de El Periódico de Aragón y Canal 44. Ha colaborado en medios como EWTN, Radio María, NSE, y Canal Sant Josep y Agnus Dei Prod. Actor en el documental del Cura de Ars y en otro trabajo contra el marxismo cultural, John Navasco. Tiene vídeos virales como El Master Plan o El Valle no se toca.
Tiene un blog en InfoCatólica y participa en medios como Somatemps, Tradición Viva, Ahora Información, Gloria TV, Español Digital y Radio Reconquista en Dallas, Texas. Colaboró con Javier Cárdenas en su podcast de OKDIARIO.
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