19/05/2024 14:08
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Publicamos hoy unas páginas de la obra de Clara Campoamor, la mujer que el 1 de octubre de 1931 consiguió, luchando contra la izquierda,  que el voto femenino fuese aprobado e incluído en la Constitución de la República, con el título: «La Revolución española contada por una republicana»…
mientras encontramos la obra que también escribio recogiendo todos sus pesares y sus luchas para que unas Cortes de hombres
 
  (sólo había tres mujeres) diesen luz verde a la máxima aspiración política de las mujeres españolas: votar en las elecciones con los mismos derechos que los hombres.  «El voto femenino y mi pecado mortal».
                      «El Correo de España» reproduce hoy las páginas en las que la abogada, política y escritora cuenta como salió para exilio en septiembre de 1936, por el miedo a caer víctima de los milicianos armados y descontrolados que sembraban el terror y la muerte en lasw calles de Madrid… aunque dejando claro que la Señora Campoamor no tomó nunca partido por los «rojos»  ni por los «azules» y se sintiera siempre, eso sí, defensora de la República como forma de Estado.
              Pero pasen y lean:

CAPÍTULO I: EL HORIZONTE EN JULIO DE 1936  

UNO de los primeros días de julio de 1936 charlaba yo con un político del partido del Sr. Martínez Barrio, presidente del Congreso de los Diputados y jefe de la Unión Republicana, vinculada al Frente Popular.

-Martínez Barrio -me decía- está muy preocupado. El gobierno se espera una rebelión de los partidos de derecha y ese gobierno, que en distintas ocasiones ha demostrado su impotencia, está decidido esta vez, en caso de sublevación, a armar a la población civil para defenderse. Vd. se imagina lo que eso supondría: desde los primeros días, diez o doce incendios estallarán en Madrid…

-¡Pero qué locura! Eso supondría desencadenar la anarquía. Hay que evitarlo a toda costa.

-Sí, ¿pero cómo? Es difícil. Le digo que el gobierno está decidido.

-Sin embargo su partido también está representado en el gobierno. Tendrán Vds. su parte de responsabilidad en lo que ocurra.

-¿Nosotros? Hace tiempo que no pintamos nada. Desde hace semanas nuestros ministros se limitan, en las reuniones del Consejo, a hacer constar en acta su opinión, para descargarse de toda responsabilidad de cara al futuro. Izquierda Republicana[1], ya no actúa. Por otro lado, el gobierno carece ya de poder. Toma decisiones que el presidente de la República rompe de inmediato. Éste interviene personalmente en el gobierno, mucho más de lo que Alcalá Zamora hiciera jamás. Se mete en todo y el presidente del Consejo, «Civilón», que así lo llaman en todas partes[2], carece de voluntad y no reacciona. Mire, hace más de doce días que el gobierno ha decidido nombrar al Sr. Albornoz embajador en París y no se consigue que el presidente firme el decreto.

-¡Pero sí que pueden evitar que se repartan armas al pueblo! Oponiéndose, cueste lo que cueste, aún rompiendo, si es necesario, el Frente Popular.

-Martínez Barrio no quiere tomar esa responsabilidad; espera a que otros la tomen. Pero la situación es insostenible.

Esa era, en julio de 1936, la situación del Frente Popular, formado para obtener, mediante una alianza, el número de votos impuestos por una ley electoral que exigía una mayoría del 40% de los votos emitidos.

El Frente Popular había reunido todos los partidos de izquierda. Ya se habían dejado sentir las consecuencias de esa imposible armonía con ocasión de los numerosos conflictos obreros que habían estallado tras la victoria electoral de febrero de 1936. Pero el último y el más grave de esos conflictos obreros había sido el de los trabajadores de la construcción.

Unidos en apariencia para defender sus reivindicaciones profesionales, trabajadores socialistas y sindicalistas habían formado, antes del conflicto, el «frente obrero» con frecuencia preconizado por el cabecilla socialista Largo Caballero.

La primera consecuencia de esa coalición obrera había sido la de asegurar el triunfo de las excesivas pretensiones que los sindicalistas habían añadido a las reivindicaciones, mucho más moderadas, de los socialistas. Otra consecuencia fue la de prolongar un enfrentamiento durante dos meses al negarse a admitir aquellas pretensiones tanto los patronos como el gobierno, cuya intervención rechazaban los sindicalistas.

Al fin, cuando se agravó el conflicto, el gobierno tuvo que zanjarlo imponiendo un determinado acuerdo entre patronos y obreros socialistas. Los sindicatos se negaron entonces a aceptarlo, y al día siguiente, al reanudarse el trabajo, ametrallaron a la entrada de las obras a sus camaradas socialistas que se presentaban para trabajar. Estos, aterrorizados, se negaron de nuevo a trabajar y el conflicto se prolongó, quedando los revolucionarios extremistas como dueños absolutos del movimiento y de la calle, habiendo reducido a la impotencia estratégica a los republicanos, sus aliados electorales.

¿Cómo lograron soportar los obreros y la capital de la República las consecuencias de esa huelga interminable?

Al haberse impuesto definitivamente los métodos anarquistas, desde la mitad de mayo hasta el inicio de la guerra civil, Madrid vivió una situación caótica: los obreros comían en los hoteles, restaurantes y cafés, negándose a pagar la cuenta y amenazando a los dueños cuando aquellos manifestaban su intención de reclamar la ayuda de la policía. Las mujeres de los trabajadores hacían sus compras en los ultramarinos sin pagarlas, por la buena razón de que las acompañaba un tiarrón que exhibía un elocuente revólver. Además, incluso en pleno día y hasta en el centro de la ciudad, los pequeños comercios eran saqueados y se llevaban el género amenazando con revólver a los comerciantes que protestaban.

Todo lo relacionado con la construcción estaba parado. Los comités obreros incluso le negaban al Ayuntamiento el derecho de efectuar las reparaciones necesarias en las canalizaciones, de tal suerte que muchas casas carecían de agua. El 5 de agosto pudimos visitar en la calle de Abascal una vivienda que carecía de agua desde que empezara la huelga. Como en los demás barrios, las mujeres tenían que bajar a la calle para buscar el agua que el Ayuntamiento proporcionaba por medio de grandes depósitos motorizados, para distribuirla al pueblo a la espera de que se reparasen las traídas de agua.

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Por orden de los sindicalistas, la huelga se extendió a los mecánicos que reparaban los ascensores. Éstos fueron inmobilizados en todas las casas, incluso destrozados por los huelguistas, y mientras tanto los habitantes de Madrid tuvieron que subir a pie sus escaleras.

¡La guinda de ese encantador caos la constituían cinco o seis bombas de dinamita que cada día los huelguistas colocaban en edificios en construcción para hacerlos saltar por los aires!

En otro orden de cosas, se recuerda lo sucedido al día siguiente del triunfo del Frente Popular. El gobierno, espantado, temiéndose una revuelta, se apresuró en transferir el poder a los vencedores incluso antes de que el Parlamento se hubiese reunido. Los vencedores, no menos asustados, se saltaron las etapas y convocaron la Comisión permanente de las Cortes para solicitar el acuerdo de amnistía para los sublevados de Asturias de 1934. Al mismo tiempo, y por decreto, el nuevo gobierno devolvía a los antiguos sublevados los puestos que ocupaban anteriormente, tanto en la administración como en las empresas privadas.

Esperaba de esta forma detener la furia revolucionaria desatada por sus propios aliados.

Y la oposición que hoy se encuentra junto a los alzados y que acusó al Frente Popular de aquellas prisas, no está limpia de toda culpa ya que sus representantes en la Comisión Permanente de las Cortes votaron también a favor de la amnistía, dando así satisfacción a las exigencias de la calle. ¿Podían actuar de otro modo? Quizás no. Pero debemos hacer constar que de todas las fuerzas políticas, tanto fuera como dentro del Frente Popular, fue el anarcosindicalismo el que arrastró a las demás. El espantapájaros de la anarquía callejera siempre se salió con la suya, sin que los que de este modo cedían obtuviesen la deseada tregua ya que cada éxito, lejos de calmar a los extremistas, los animaba.

 

* * *

 

Los partidos republicanos que llegaron al poder tras el triunfo electoral, aunque fueran minoritarios en la alianza de la izquierda agotaron sus fuerzas y su crédito moral en dos ingratas tareas: la primera consistió en hacer concesiones a los extremistas que, desde el 16 de febrero, celebraban su triunfo mediante incendios, huelgas y actos ilegales, como si estuviesen luchando contra un gobierno enemigo. El otro objetivo de los vencedores consistió en adueñarse a toda prisa de los puestos superiores del Estado, saltándose todas las reglas establecidas y derribando sin el menor escrúpulo de honestidad política los principios de continuidad que un régimen naciente debe conservar si aspira a durar.

Así, los partidos republicanos de la izquierda, con el fuerte apoyo de socialistas y comunistas, y siguiendo en esto los consejos de ese espíritu letal para la República, que ha sido don Indalecio Prieto, perdieron su crédito moral derribando al primer presidente de la República, el Sr. Alcalá Zamora, sin preocuparse por la falta de base legal de tan osada maniobra.

La política de partido, la ambición personal y el espíritu revanchista de los vencedores se impusieron -al igual que en los dos primeros años de la República- sobre la prudencia que hubiera aconsejado sacrificar toda cuestión personal al refuerzo de la solidaridad entre los grupos republicanos. Solidaridad más indispensable todavía en un país propenso a las divisiones y cuyo espíritu anárquico había llevado a la caída de la República de 1873.

Para apartar al primer magistrado de la República al que los Sres. Prieto -socialista que tuvo que huir por haber participado en la revolución de octubre de 1934- y Azaña -encarcelado durante varios meses bajo la misma inculpación- consideraban como su enemigo personal y al que acusaban de fomentar una sublevación militar, se violó la Constitución republicana y, durante una sesión relámpago, la mayoría parlamentaria hizo desaparecer las últimas huellas de respeto y consideración que la opinión pública había mantenido hacia la ley y las instituciones republicanas.

Esa mayoría de izquierda, nacida de elecciones que siguieron a la disolución de un parlamento de derechas, llevada a cabo por el Presidente, votó sin ningún escrúpulo la propuesta del Sr. Prieto quien declaró «¡que el Parlamento anterior había sido mal disuelto y que el Presidente de la República había en consecuencia incurrido en la sanción de cese prevista para ese caso en la Constitución!».

En el lapso de una hora la propuesta era discutida y aprobada. Fue inmediatamente notificada al Presidente y seis minutos más tarde, tras la comunicación, era depuesto de sus altas funciones.

No buscamos aquí defender al Presidente, ni la forma en que había cumplido su mandato. Nos limitamos a considerar con melancolía el craso error que mancilló los primeros actos del Frente Popular, cuando su mayoría estaba asegurada en un Parlamento que no podía dejar de cumplir los cuatro años de su mandato constitucional.

Las consecuencias de ese error político fueron considerables. El Sr. Azaña que todavía no había perdido su prestigio mucho más imaginario que real de hombre de Estado, abandonó la cabeza del gobierno así como la de su partido -que constituía el partido republicano más fuerte, a pesar de haberse formado penosamente- y pasó a presidir la República. Conservaba sin embargo el poder de hecho, a través de débiles testaferros que no contaban con el apoyo de la opinión pública.

Sin embargo el Sr. Prieto no consiguió el cargo tan ambicionado de presidente del Gobierno. El ala izquierda del socialismo se le opuso, alegando el peligro de una escisión del partido, escisión que ya existía de forma latente y que amenazaba con estallar abiertamente. Esa oposición dejó tocado al secreto instigador de toda aquella maniobra.

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El alzamiento armado, tantas veces anunciado, sólo podía salir ganando del hecho de que se apartara de la presidencia de la República al hombre que le había puesto trabas continuamente y que contaba con numerosos y fieles amigos entre los generales que más tarde se convertirían en sublevados. En cambio aquel pronunciamiento se hizo más fácil y más amenazador el día en que se puso a la cabeza del Estado al antiguo ministro de la Guerra considerado como enemigo del ejército, tan débil para apartar los futuros sublevados como fuerte para herir todos los intereses y todas las ambiciones legítimas de los oficiales.

El fantasma de un pronunciamiento militar, tan temido bajo la presidencia del Sr. Alcalá Zamora y que no tomó cuerpo durante los cuarenta y siete meses de su mandato, estalló cuatro meses después de acceder el Sr. Azaña a la presidencia de la República.

 

* * *

 

Sin hablar de la grave situación creada en Madrid por las huelgas ya mencionadas, el gobierno se mostraba cada día menos capaz de mantener el orden público. En el campo se multiplicaron los ataques de elementos revolucionarios contra la derecha, los agrarios y los radicales, y en general, contra toda la patronal.

Se ocuparon tierras, se propinaron palizas a los enemigos, se atacó a todos los adversarios, tildándolos de «fascistas». Iglesias y edificios públicos eran incendiados, en las carreteras del Sur eran detenidos los coches, como en los tiempos del bandolerismo, y se exigía de los ocupantes una contribución en beneficio del Socorro Rojo Interna­ cional[3].

Con pueriles pretextos se organizaron matanzas de personas pertenecientes a la derecha. Así, el 5 de mayo se hizo correr el rumor de que señoras católicas y sacerdotes hacían morir niños distribuyéndoles caramelos envenenados. Un ataque de locura colectiva se apoderó de los barrios populares y se incendiaron iglesias, se mataron sacerdotes y hasta vendedoras de caramelos en las calles. En el barrio de Cuatro Caminos fue horriblemente asesinada una joven francesa profesora de una escuela[4].

Estos hechos fueron denunciados en el Parlamento, y he aquí la lista de actos violentos, tal y como se imprimió en el Diario de Sesiones sin que el Gobierno los negara:

Hechos acaecidos en plena paz y bajo el ojo indiferente de la policía, entre el 16 de febrero y el 7 de mayo de 1936, es decir, a los tres meses de gobierno del Frente Popular:

 

-Saqueo de establecimientos públicos o privados, domicilios particulares o iglesias: 178.

-Incendios de monumentos públicos, establecimientos públicos o privados e iglesias: 178.

-Atentados diversos contra personas de los cuales 74 seguidos de muerte: 712.

 

He aquí la situación en la que se encontraba España tres meses después del triunfo del Frente Popular.

¿Por qué el gobierno republicano nacido de la alianza electoral se abstuvo de tomar medidas contra aquellos actos ilegales de los extremistas? No suponía más que un problema de orden público acabar con todos los excesos contrarios a su propia ideología y métodos.

Si el gobierno se mantuvo pasivo es porque no podía tomar medidas sin dislocar el Frente Popular.

En cuanto a los partidos de derecha, un exceso de prudencia les llevó a silenciar a sus propios diputados. Sin embargo el Sr. Calvo Sotelo denunció esos hechos ante las Cortes en un famoso discurso. Aquel acto le costaría la vida.

[1] El partido del Sr. Azaña.

[2] Se ha dado, por burla, al Sr. Casares Quiroga el nombre de un toro bravo que en lugar de defenderse tenía miedo y era devuelto con abucheos.

[3] En los pasillos del Parlamento se citaban numerosos ejemplos, proporcionando nombres y precisiones. Se dijo incluso que, con ocasión de una estancia en su finca de Priego (Córdoba), viajando una vez sin escolta el Presidente de la República, el Sr. Alcalá Zamora, su automóvil fue detenido y se le hizo pagar una contnbución de 1.000 pesetas.

[4] Una locura colectiva semejante se había apoderado de la chusma en 1830 cuando, con ocasión de una epidemia de cólera, la ralea acusó los frailes de haber envenenado las fuentes públicas. Pero en aquel momento al menos había un dato cierto: que se veía caer muerta de golpe a gente, víctima de un mal cuyo origen se ignoraba. Mientras que esta vez no se había señalado con certeza ningún caso de niño muerto. Sin embargo un hecho llama la atención: el que la loca ira de la chusma se desate contra elementos religiosos, lo cual sin duda alguna se debe al excesivo poder político que han ejercido y que ha tenido por consecuencia el que el pueblo viera en ellos su enemigo.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.