Hastiado del frenesí de la degeneración, mediocridad y decadencia que nos aqueja. De oír y ver la aflicción de mi Patria. De la vorágine de estupidez, despropósitos y sin sentidos de una sociedad, o mejor decir de un pueblo, que desbarra y corre, ciego, hacia el precipicio creyendo que “eso aquí no pasará”, y, en fin y peor aún, del sin remedio, veo llegar el día de difuntos y me acuerdo del Tenorio, de Don Juan, y me agarro a él como a clavo ardiendo.
Hubo un tiempo en que, llegados estos días, era clásico, insoslayable, casi obligación nacional, representar el Don Juan Tenorio. A verlo, pero casi más a oírlo, acudían los españoles en masa henchidos de orgullo al tiempo que sobrecogidos sabiendo lo que iban a ver, y casi más a oír. Aún así, haciendo alarde de patriotismo, tanto como de fe, pues una cosa sin la otra coja queda y coja es, no faltaban a la cita anual con ese personaje en el que muchos, por no decir todos, se veían representados en menor o mayor medida, fuera por lo bueno o por lo malo que, lógicamente, de todo hay en la viña del Señor y más todavía en España, su viña preferida. Yo he cumplido ya con el rito, mi conciencia está tranquila, puedo, pues, morir, otro año más, en paz.
Don Juan, Don Juan. La he visto decenas, mejor decir centenares de veces. La he leído incontables. De entre todas las obras que me gustan, que son legión, el Tenorio es la que más, la mayor, la mejor. Y es que Don Juan es un soplo de vida y de muerte. Es una sublime homilía, una magistral lección de teología. Es la imagen perfecta del alma, y de la vida… y del más allá. Es, también, el retrato de aquella España que brillaba como el Sol, en la que el rey de los astros no se atrevía a ponerse sin antes pedir permiso al hijo del emperador. Don Juan es España, lo mejor de ella, como también lo peor. En él están sus más excelsas virtudes, junto a sus peores defectos y taras. Don Juan lo es todo. Don Juan es luz y oscuridad, día y noche, blanco y negro, gris y color, valor y cobardía, fe y herejía, vida y muerte, salvación y condenación.
Desde su glorioso inicio, donde el Tenorio retrata su soberbia sin pudor: “Cuán gritan esos malditos, pero mal rayo me parta si en concluyendo esta carta no pagan caros sus gritos”, pasando por la ternura infinita de su declaración de amor que jamás pudiéramos concebir en hombre tan egoísta: “¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor?”, hasta el gran momento, mi preferido, en el que el réprobo contumaz y empedernido exclama: “…si es verdad que un punto de contrición da a un alma la salvación de toda una eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti: si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad de mí!”, condesando en una línea, que digo, en una palabra, en tan sólo “un punto”, en el menor, en el más ínfimo carácter de la escritura y de la expresión, la mayor y la mejor y la más excelsa lección de fe y de esperanza y del amor de Dios que ser humano puede expresar, oír y escuchar.
El Don Juan Tenorio es, por lo dicho y mucho más, obra maestra donde las haya, orgullo de nuestra Patria, imagen de nuestro ser, pasión, cruz y resurrección del alma española que hoy, para nuestra desgracia, vaga perdida en la nada y no parece encontrar ese punto de contrición que la haría, reaccionando cual la mejor y mayor raza que es, lograr, su salvación, otra vez.
Fin y telón.
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Por lo visto lo democratico es haber cambiado a Don Juan por Halloween.
Los españoles actuales son los mas «modelnos, democraticos, avanzados, socialmente integrados y llenos de buenos sentimientos del mundo mundial» y en ese exquisito mundo Don Juan y lo que Don Juan representa para España debe ser borrado del mapa