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Hoy “El Correo de España”  se complace en reproducir el texto integro del discurso fundacional de Falange española que pronunció en el Teatro de la Comedia de Madrid el 29 de octubre de 1933 y como complemento la Conferencia que pronunció el catedrático e historiador de la Universidad San Pablo CEU de Madrid, don Alfonso Bullón, el 25 de octubre del año 2013 con motivo de la celebración de las “I Jornadas Ramón Serrano Súñer” que se celebraron, dirigidas por Julio Merino, en el salón de actos de la Universidad de San Pablo… y en las que además del profesor Bullón participaron eminentes conocedores de la política española y de los personajes de aquellos años: Juan Van-Halen, Pío Moa, Víctor Márquez Reviriego, Enrique de Aguinaga, Luis Eugenio Togores Sánchez, Carlos Cárdenas Quirós, Javier Mas Torrecillas, Alfonso Bullón de Mendoza  y Gómez de Valugera y Gabriel Elorriaga.

 

Sucedió el 29 de octubre del año 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid y con tres oradores: García Valdecasas, Julio Ruiz de Alda y José Antonio Primo de Rivera, La sala estaba abarrotada y el ambiente muy cargado… pero el joven José Antonio, que aquel día solo tenía 30 años, ilusionó a los asistentes desde sus palabras de saludo:

“Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo”

Pero no quedó ahí el entusiasmo, porque según la Prensa y según sus amigos que esa noche estuvieron allí para apoyarle (Agustín de Foxá, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, José María Alfaro, Pedro Lain, Antonio Tobar) fue el mejor discurso de su vida.

Discurso de José Antonio 

 

 

 “Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.

 Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.

Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.

Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.

De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.

Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema ,tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.

Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: «Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal». Y así veríais cómo en los países donde se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no teníais más que separamos unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontramos con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.

Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.

Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.

El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.

No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.

Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres.

Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos en una España en ruina moral, una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esa España maravillosa, esos pueblos en donde todavía, bajo la capa más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tienen un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad exterior, pero que nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:

¡Dios, qué buen vasallo si ovierá buen señor!

Eso vinimos a encontrar nosotros en el movimiento que empieza en ese día: ese legítimo soñar de España; pero un señor como el de San Francisco de Borja, un señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera, ha de ser un señor que no sea, al propio tiempo, esclavo de un interés de grupo ni de un interés de clase.

El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertiría se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que nos escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en nuestro movimiento; pero que nuestro movimiento por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial de derechas e izquierdas.

La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.

Y con eso ya tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas.

He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla.

Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.

Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unimos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en nuestras realidades auténticas?

Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.

Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecernos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.

Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serio, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.

Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta –como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión– funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.

Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia.

Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho –al hablar de «todo menos la violencia»– que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.

Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanamos en edificar.

Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar: es una manera de ser. No debemos proponemos sólo la construcción, la arquitectura política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no nos interesa como señoritos; venimos a luchar porque a muchos de nuestras clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la Historia los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les importaba nada.

Y0 creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!

En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos; nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo, triunfo que –¿para qué os lo voy a decir?– no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí vuestra España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas, Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas.”

 

Conferencia del profesor Bullón

 

 

Ponente: D. Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera

Director del Instituto CEU de Estudios Históricos. 

Texto íntegro de la Conferencia pronunciada en las I 

Jornadas Serrano Suñer el día 25 de octubre de 2013.

 

“Tanto las relaciones de Serrano Suñer con Franco, como las que mantuvo con la Falange, serían temas por si solos capaces de llenar las páginas de un libro, libros que además han sido ya escritos, sin que por esto pueda decirse que el tema está ni mucho menos agotado.[1] Entre otras cosas porque la fuente principal para el estudio de estos temas sigue siendo el propio don Ramón, de quien al menos de momento falta una biografía académica propiamente dicha, en la que su variante memoria se vea complementada con la oportuna documentación de contraste. Así, por más que la visión crítica de Franco se mantenga constante (al menos en la época en que podía expresarse con libertad), lo cierto es que la caracterización que hace don Ramón de su cuñado es cada vez más negativa.[2] 

Se trata, por otra parte, de temas muy relacionados entre sí, pues la Falange es una parte significativa de las relaciones entre Franco y Serrano Suñer, por lo que en estas breves páginas los analizaremos de forma conjunta siguiendo una secuencia cronológica. 

Dado que en cierto sentido puede plantearse que José Antonio es la Falange, las relaciones de don Ramón con la misma comenzaron mucho antes que las que mantuvo con Franco. Serrano Suñer y José Antonio Primo de Rivera se conocieron en su época de universitarios, lo que permitió al primero escribir una semblanza de José Antonio joven, de la que muchos años más tarde tuvo la gentileza de regalarme un ejemplar. Aparte de la admiración por lo riguroso de su pensamiento (que no tengo la menor duda de que debía ser mutua), lo que más llama la atención de su relación en esta época es su labor en las asociaciones profesionales de estudiantes, labor que les llevó a un enfrentamiento con los hombres de Ángel Herrera, que en vez de integrarse en la asociación existente optaron por constituir una de estudiantes católicos. 

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Tras aprobar brillantemente la oposición de abogado del Estado, Serrano se encuentra en Zaragoza cuando se produce la llegada de Franco, «el general más joven de Europa» (como él mismo recuerda) que había sido destinado a la dirección de la Academia General Militar establecida por Primo de Rivera (don Miguel) en Zaragoza en 1927. Según Serrano su llegada causó «una moderada expectación», y allí hacía en compañía de su mujer «vida sencilla y económica» con su sueldo de general de brigada, pues ella ahorraba todas sus rentas hasta el punto que más tarde reprocharía a su hermana Zita que se gastaba demasiado en vestir.[3] 

Don Ramón nos ha dejado un breve relato de cómo conoció a Franco y de cómo era éste en la época: 

 

Pronto conocí y frecuenté el trato de Franco y su familia, con los que entré en relación en la primera recepción que dio él en la Academia para establecer la convivencia necesaria entre el estamento militar y la sociedad civil de la capital, y fui acogido cordialmente. El hecho de que el general Franco haya parecido siempre como cauteloso -y, sin duda, lo fue- ha hecho pensar a quienes le conocieron poco que se trataría de un hombre reservado y de pocas palabras. Nada más contrario a la realidad, pues el Franco que yo conocí en Zaragoza era hombre muy locuaz con tendencia al monólogo y a la invasión de terrenos en los que no era fuerte, aunque sus éxitos profesionales le inclinasen a considerarse seguro en todos. Y así continuó siendo más tarde cuando ya tenía serias responsabilidades y un pedestal de poder de gran altura; y así fue hasta que se inició su declinación. 

Que haya sido siempre poco aficionado a comunicar sus verdaderos pensamientos y, sobre todo, sus planes, es cosa distinta; pero lo de su parquedad en palabras es una leyenda. 

En la época de Zaragoza de que vengo hablando, cuando yo era asiduo de su casa, me recibió con interés, pues él apreciaba mucho la fe que yo tenía en sus cualidades y opiniones de militar, y me concedía a mi autoridad en materia política.[4] 

 

Tal y como ha planteado Ramón Garriga: «De aquellos tiempos de Zaragoza, en que el trato entre Franco y Serrano fue casi continuo, arrancó una profunda convivencia de la que se beneficiaron ambos, porque el abogado penetró en el mundo de los militares y el general conoció pormenores de la vida civil que no había podido captar durante sus largos años de permanencia en Marruecos.» La amistad entre ambos fue, según el mismo testimonio, favorecida por Carmen Polo, que apreciaba la formación suplementaria que estas conversaciones suponían para su marido, al que sacaban de los temas estrictamente militares: «Algunas veces, cuando Serrano abordaba un tema interesante, y Franco muy dispersivo entonces y hablador se alejaba, Carmen se dirigía a su marido para que siguiera con atención los temas que desarrollaba su amigo y que ella intuía la utilidad de su conocimiento.»[5] 

Antes de las elecciones de 1931, Serrano mantuvo una conversación con varios de los oficiales de la Academia advirtiéndoles de la posibilidad de que ganasen las izquierdas, pues se aseguraba que iba a participar la CNT, cuyos miembros se abstenían tradicionalmente de votar. Uno de los presentes le contestó: «No hay que preocuparse. Usted es muy joven. Aquí en este país no pasa nunca nada.» Según el propio Serrano Franco no era tan optimista como sus compañeros de armas. Más tarde, al conocerse el resultado, «pensó en la posibilidad de marchar con los cadetes sobre Madrid», pero desistió.[6] 

Una vez iniciada la República Serrano se presentó como candidato de las derechas en 1931, y aunque en esta ocasión no consiguió salir elegido el primer intento le sirvió para volver a presentar su candidatura en 1933, siendo elegido como diputado de la Unión de Derechas de Zaragoza, que no tardó en integrarse en la CEDA, por más que Serrano no creyese en la famosa «táctica» de Gil Robles. 

Dada su amistad con Franco y José Antonio, Serrano fue testigo presencial de las dos reuniones mantenidas por ambos, la primera cuando coincidieron como testigos de su boda y la segunda antes de «las elecciones de 1936. En esta última, celebrada…» en una casa de la madrileña calle Ayala, propiedad del padre de Serrano, tuvo lugar a petición de José Antonio, que quería convencer a Franco, por aquel entonces jefe de estado mayor del ejército, para que diese un golpe preventivo. Dado que la cuestión no era del agrado de Franco hizo gala del mayor de los galleguismos, eludiendo la conversación y dedicándose a contar diversas anécdotas militares así como las virtudes de un cañón francés que pensaba debía ser adoptado por el ejército español. José Antonio, que quedó muy molestó, comentó a Serrano: «Mi padre con todos sus defectos, con su desorientación política, era otra cosa. Tenía humanidad, decisión y nobleza. Pero estas gentes…»[7] 

Serrano tuvo también papel protagonista en otro suceso que implicaba a Franco y José Antonio, cuál fue la segunda vuelta de las elecciones de 1936 en Cuenca. En febrero de 1936 las elecciones en la provincia habían sido ganadas por las derechas, pero la comisión de actas de la Segunda República optó por anularlas para impedir así la elección de Goicoechea, líder de Renovación Española.[8] De cara a la nueva confrontación electoral las derechas pensaron incluir a José Antonio en la lista de candidatos, y también decidieron incorporar a Franco, al que parece que hizo ilusión una propuesta que si bien es cierto le privaría del mando de una división orgánica, no es menos verdad que le permitía volver a Madrid. José Antonio llamó a Serrano Suñer y le pidió que solicitase a Franco que retirara su candidatura, pues temía que de presentarse ambos por la misma provincia el Gobierno considerara prioritario ganar los comicios a cualquier coste, lo que haría más difícil su elección. 

Serrano no dudó en trasladarse a Canarias, e hizo ver a Franco que además de perjudicar la elección de José Antonio el terreno político no era el suyo, y que podía ser fácil que fracasara en un terreno para el que no estaba preparado: «Al principio de la conversación escuchó con algún nerviosismo y desagrado, pero la verdad es que no tardó en rendirse con naturalidad y creo que sin reservas.»[9] 

 

 

Revisando unidades militares durante su visita a Italia.

 

Entre los múltiples datos de interés que Serrano recoge sobre Franco cabe reseñar su afirmación de que éste le había confiado que, tras la primera vuelta de las elecciones de 1936: «ante la inquietud y la alarma, ante el desasosiego de Portela, le propuso -como al parecer hizo también algún otro General- que diera un golpe de Estado y declarase la ley marcial. No dejaba de ser un tanto extraña aquella situación en la que Franco y otros generales jóvenes que tenían fuerza y prestigio en el Ejército, en lugar de ser ellos quienes dieran el golpe, le propusieran que lo diera aquel viejo político, resabiado y zigzagueante, que no tenía a nadie detrás.»[10] Es cuestión que para el propósito de estas páginas procede tan solo reseñar, pues no coincide con la versión que sobre el tema, bastante debatido, da el propio Portela en sus Memorias.[11] 

Antes de que Franco saliese para Canarias Serrano tuvo ocasión de prestar un servicio a la causa de los conspiradores, pues cuando visitó en Zaragoza al general Cabanellas para interesarse por un quinto, Cabanellas le dijo que sabía lo que estaban preparando Mola y Franco, y que aunque sabía que «Franquito no me quiere» deseaba contactar con ellos. Serrano puso la conversación en conocimiento de dichos generales durante una reunión mantenida en el café Aquarium de Madrid, y poco después empezaron sus contactos con Mola.[12] Serrano confirma también la anécdota contada por Francisco Franco Salgado Araujo según la cual no fue hasta el asesinato de Calvo Sotelo cuando su cuñado decidió que era imposible aplazar el alzamiento y que había llegado el momento de jugarse el todo por el todo. Hasta entonces pensaba que las cosas iban mal, pero lo mismo podían seguir algún tiempo más sin mayores complicaciones, por lo que no veía motivo concreto para dar el paso.»[13] 

Comenzada la guerra Serrano no tuvo más contactos con Franco hasta que tras mil y una odiseas consiguió incorporarse a la zona nacional, donde entró por el puente internacional de Hendaya el 20 de febrero de 1937 en un coche que le fue enviado por su cuñado. Al llegar a Salamanca le sorprendió como todo el mundo parecía haber olvidado sus intereses personales a favor de la causa, respirándose un espíritu, anacrónico y maravilloso, de guerra de religión: «En contraste con el tono trágico, desgarrado, torvamente orgiástico, de la zona roja de aquellos mismos días, se respiraba en Salamanca un ambiente de exaltada libertad y de cordialidad extremas. Tono que apenas había de faltarle a la España nacional durante toda la guerra.»[14] 

El cuartel general estaba instalado en el Palacio Episcopal, y a Serrano y su familia se les habilitó una habitación en la planta alta del edificio. Tal y como dice Garriga: «Franco no dio señales de desear modificar el trato familiar que siempre había existido entre los cuñados». Serrano se convertiría en el profesor de política de Franco, quien «aprendió rápidamente las lecciones básicas del oficio de político, que supo combinar con su innata astucia.»[15] 

Uno de los pocos temas por el que Franco y Serrano discutieron en estos momentos iniciales estuvo relacionado con José Antonio. Según el testimonio de Don Ramón, Franco, aunque como tendremos ocasión de ver leía con interés los discursos de José Antonio, no simpatizaba en exceso con el culto al ausente, lo que explica un episodio del que Serrano da cuenta en sus Memorias, pero del que Garriga aporta algunos detalles por él omitidos: 

 

A manos de Martínez Fuset, el poderoso asesor jurídico del Caudillo, llegaron unas manifestaciones del magistrado que intervino en el proceso de Alicante, que condenó al fundador de Falange, según las cuales fue menester aplicarle una inyección porque no podía ir por su pie al lugar de la ejecución. Esa declaración contradecía totalmente lo que escribió Julián Zugazagoitia, ministro de la Gobernación de la República, quien ponderó la serenidad y entereza de Primo de Rivera en los últimos momentos de su vida. En el almuerzo familiar habitual, Franco comentó el caso con estas palabras: «¿Lo ves, Ramón? Siempre a vuelta con la figura de ese muchacho como cosa extraordinaria, y mira de lo que se acaba de enterar Fuset.» Serrano no pudo retener su ira y gritó: «Es mentira inventada por algún miserable, esto es imposible.» Su cuñada Carmen salió en defensa de Martínez Fuset, y preguntó: ¿y tú qué sabes, si no estabas allí?» «¡Pues porque le conocía bien y tengo la certeza moral de que todo es un infundio canallesco!» Se habían dado todos los elementos para provocar un altercado familiar, cuando intervino nuevamente Carmen en su papel moderador y restableció la paz con estas palabras: «Ramón, no te pongas así; Paco no ha hecho otra cosa que repetir lo que le había contado Fuset.»[16] 

 

Cuando Serrano llegó a Salamanca encontró a su cuñado preocupado por el comportamiento de las milicias: continuamente llegaban noticias sobre sus pretensiones de independencia, su indisciplina, pequeños conflictos, etc.» La preocupación parecía ser mayor en el caso de la movilización falangista, que «llenaba sus cuadros no solo con las masas apolíticas sino también con el populismo e incluso con masas procedentes de la república y del sindicalismo.» Su crecimiento se observaba pues con preocupación, máxime cuando sus antiguos cuadros de mando habían sido eliminados por los rojos y sus jefes eran hombres de segunda fila, demasiado jóvenes y en muchos casos improvisados por las circunstancias.[17] Franco creía pues en la conveniencia de la unificación, y había leído con tal propósito los estatutos de la Falange y comparado los discursos de José Antonio con los de Víctor Pradera: «Comprendía la necesidad de un acto político que diese, además, situación y contenido a su jefatura. Este acto político fundacional había de ser una unificación. 

En marcha hacia ese acto político concreto y de frente a otras muchas realidades del momento, insensiblemente, me fui convirtiendo en un colaborador práctico de Franco.» Además, como en el bando nacional no había nada («un estado campamental») se podía crear un «estado verdaderamente nuevo».[18] Pero, en opinión de Serrano, Franco no se decidió a proceder a la unificación hasta que tuvieron lugar los sucesos de Salamanca, que consideró intolerables, siendo necesarios todos los buenos oficios de su cuñado para que no tuviesen lugar las penas de muerte acordadas contra sus protagonistas y promotores. 

Ramón Serrano Suñer, diputado de la Unión de Derechas de Zaragoza, y miembro de la CEDA, aunque ciertamente no identificado con Gil Robles, pasó a partir del decreto de unificación, a ocupar un papel muy especial: el de creador de la Falange de Franco. Tanto en la constitución del secretariado político, como en la elección de los símbolos del partido único, como en la terminología y en el cuerpo de doctrina dio Don Ramón preferencia al sector falangista. Los propósitos, por él mismo declarados en 1947, no eran otros que establecer la Jefatura política efectiva de Franco, salvar y realizar el pensamiento de José Antonio y encuadrar el movimiento en un marco jurídico: «esto es, a instituir el Estado de Derecho.»[19] 

 

Mi propósito falangista estaba basado en esta razón: si el tradicionalismo era evidentemente un movimiento de extraordinaria vitalidad, heroico, romántico y lleno de virtudes, adolecía de una cierta inactualidad política; en cambio en el pensamiento de la Falange estaba incluida buena parte de su doctrina y ésta tenía por otra parte el contenido popular, social, revolucionario, que debía permitir a la España nacional absorber ideológicamente a la España roja, lo que era nuestra gran ambición y nuestro gran deber. Irremediablemente el socialismo había planteado un problema real que no se podía soslayar y que era forzoso, ineludible, resolver. El acto realizado tenía el sentido de una propuesta histórico-política y de él surgía o había de surgir el régimen. Un régimen de mando único y de partido único que asumía algunas de las características externas universales de otros regímenes modernos.[20] 

 

Como es bien sabido la unificación no fue del agrado ni de carlistas ni de falangistas, grupo con el que tocó lidiar a Serrano de manera muy especial en su flamante puesto al frente de la junta política de FET de las JONS. Un episodio especialmente notable es el de su primer encuentro con Dionisio Ridruejo, con quien mantuvo siempre una entrañable amistad, y que recoge con bastante amplitud en sus memorias. Ridruejo y Pilar Primo de Rivera se dirigían a ver a Franco y se encontraron casualmente con Serrano, quien felicitó al primero por uno de sus discursos: 

 

Entonces y después de agradecer mis palabras, me lanzó torrencialmente una serie de reproches que se referían no solamente a la detención de Hedilla sino a todo el modus operandi en el acto de la unificación. Si no recuerdo mal, y reducidas a síntesis, sus objeciones eran: Primera: Que la unión de falangistas y carlistas, cuando por añadidura se abría la puerta a otros elementos sin ninguna significación, «era un monstruo político que mataba dos cosas auténticas para crear una cosa artificial». Segundo: que en el mejor caso, esa unión hubiera sido posible mediante negociaciones pacientes llevadas a fondo, e inspiradas en la necesidad que la guerra imponía, pero no tendría posibilidad a través de una imposición superior. Tercera: Que el modo seguido para constituir el órgano de mando ejecutor de la unificación era disparatado, pues los falangistas sólo se sentirían comprometidos por el proyecto unificador si sus gestores eran personas designadas por las organizaciones interesadas y por lo tanto genuinos representantes de ellas. Por el contrario dijo lo que se había hecho era simplemente ignorar tales organizaciones e imponerles una jerarquía extraña. Por último consideraba irresponsable la decisión de encarcelar a los dirigentes falangistas en lugar de dialogar y negociar con ellos para conocer las razones de su supuesta resistencia.[21] 

Ridruejo concluyó su alegato asegurando que los falangistas nunca se sublevarían para no poner el resultado de la guerra en peligro, pero que «con lo que se les había hecho se demostraba que no se quería contar con ellos sino solamente someterlos», lo que no favorecía el espíritu militante que se necesitaba para el futuro del régimen. Serrano, sin inmutarse, le dijo que pasase al despacho de Franco y repitiese cuanto le había dicho, lo que Ridruejo hizo con el mismo calor con el que acaba de hacerlo, ante el sobrecogimiento de la hermana de José Antonio: «Franco, sin embargo, debo decir que encajó aquello con paciencia y así se concluyó todo sin ningún incidente.» A partir de dicho momento Serrano trató de que Franco recibiese al mayor número de falangistas posible, con el propósito de que así se ganase su fidelidad, motivo que también adujo para evitar que se cumpliesen las condenas de muerte dictadas contra los implicados en los sucesos de Salamanca. 

Más que el altercado en su despacho molestó a Franco la fórmula de la jura que preparó Ridruejo para que verificara en la primera reunión del Consejo Nacional de FET de las JONS, «juramento un poco menos duro que el que el Cid exigiera a Alfonso VI», en expresión de Serrano, y al que el Generalísimo se negó en redondo, optando por una fórmula «que no le comprometía a nada» y que no contemplaba su destitución. La famosa expresión que le hacía responsable «ante Dios y la Patria» fue al parecer redactada por Eugenio Montes.[22] 

  

Según cuenta Serrano, su propósito era «realizar en lo posible el mensaje político de José Antonio, con buena fe, sinceramente, y con rectitud. Yo, desde mi concepción reformista -no revolucionaria, debo confesarlo-, quería que realizáramos con Franco, en la medida de lo posible, el propósito político de José Antonio.»[23] Sin embargo el principal problema con el que hubo de enfrentarse Serrano a lo largo de los cuatro años siguientes en lo que al falangismo se refiere fue el de hacer frente a los dos desviacionismos que surgieron ante la nueva realidad: «Una desviación estuvo constituida por el apocamiento en el cenáculo íntimo bajo la invocación de la pureza doctrinal. Otra la produciría el peligro de su disolución ante la magnitud del arribismo, éste ya sin invocación alguna.» 

El canje de Raimundo Fernández Cuesta y su llegada a la zona nacional dio lugar a que en enero de 1938 fuera nombrado Secretario General del Partido Único, puesto que Serrano no había querido aceptar. Sin embargo su actuación no convenció a Franco ni a Serrano, por lo que no tardó en ser relevado por Agustín Muñoz Grandes, también cesado a los pocos meses, lo que llevó al puesto a José Luis de Arrese, personaje del que hace Serrano en sus memorias un crudelísimo retrato.[24] 

Una de las razones que contribuyó a dificultar sus relaciones con Franco fue, en opinión de Serrano, su intento de conciliar la fidelidad a su cuñado y a la Falange: 

 

Ni Franco era falangista, ni la mayor parte de los falangistas quería a Franco como jefe, al menos en los primeros años. Esta era la verdad. Mi situación fue incómoda desde el principio puesto que yo era el único enlace real entre la autoridad de Franco -el nuevo Jefe- y las aspiraciones de los falangistas. Ante los falangistas yo representaba la lealtad personal absoluta, para aquél, y la posibilidad de influirle algo en la dirección falangista; ante el nuevo Jefe -ante Franco- yo representaba las aspiraciones y tendencias de los falangistas y la posibilidad de mantener a éstos en la esperanza y en la disciplina: en una palabra, de clamar, de atenuar, de evitar, su rebeldía. Naturalmente, a poco que aumentaran las tensiones, me exponía a caer en aquella fatalidad del drama: «Por ser con todos leal…» 

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Durante los dos primeros años Franco no desconfió nunca de mí no podía desconfiar, aunque ya le fastidiase mi celo, mi insistencia a favor de las aspiraciones falangistas, o a favor de los hombres de aquel movimiento. Por el contrario, muchos falangistas recelaban de mi fidelidad a su causa, considerándome ante todo un hombre de Franco. Mi posición se debilitó cuando unos y otros (Franco y algunos de los falangistas más notorios) descubrieron la posibilidad de entenderse directamente.[25] 

 

Serrano, al menos según su propia versión, fue más fiel a la Falange de lo que muchos miembros de la Falange lo fueron a él. Inspirador del Gobierno de 1938, fue sin embargo espectador del nombrado en agosto de 1939, pues se hallaba de vacaciones cuando se produjeron los nombramientos. El 5 de mayo de 1941 se produjo una nueva incorporación, la de Valentín Galarza, un monárquico al que Serrano y los falangistas no tenían en buen concepto: «lo que nos produjo una positiva irritación. Y como la prensa estaba entonces todavía en nuestras manos recibió mal este nombramiento.» Pero el asunto fue aún más allá, pues comunicó a Franco su decisión de abandonar el Gobierno, decisión que el Caudillo se negó a aceptar. En ese momento Serrano tuvo noticia de que varios falangistas iban a entrar en el Gabinete a sus espaldas (Girón, Primo de Rivera y Arrese), por lo que dio marcha atrás. El resultado de toda la operación fue que Serrano dejó de ser el interlocutor entre Franco y la Falange, pues ya tenía otros miembros en el ministerio, y, además, que Franco perdió confianza en él: 

 

Franco a cuenta de mi dimisión había descubierto con ello que yo no era ya aquel incondicional, incómodo desde luego, pero seguro, que había sido. Él pasaba por la incomodidad que le producía la independencia de mi carácter, la firmeza en mi postura, mi lealtad a ideas y personas con las que debía tenerlas; todo aquello (incluso mis intemperancias) con una incondicionalidad absoluta, familiar, estaba bien. Pero si yo aparecía como vinculado también a otra lealtad -la que yo creía deber, y tenía, a la ‘Falange’-, entonces la cosa ya para él no estaba clara. Entre un amigo incómodo e independiente como yo era -aunque mi lealtad mientras permaneciera a su servicio había de mantenerse firme- pero que de pronto se hacía representante de una voluntad colectiva -la de la ‘Falange’- distinta a la suya personal; entre éste que era yo y un representante de esa misma voluntad colectiva de la ‘Falange’ que fuese dócil y que en sus relaciones con él -con Franco- estuviera en todo caso en la actitud de sumisión jerárquica absoluta, la elección no era dudosa.[26] 

 

En la época en que estuvo de manera real al frente de la Falange, Serrano se jacta de haber promulgado el Fuero de Trabajo, elaborado un proyecto de Constitución y establecido las bases de la organización sindical. Algunos consideraron que se había quedado corto, pero muchos de «ellos pasaron luego de «resistentes» a «acomodados»: «y siguieron en sus filas vistiendo el uniforme; y siguiendo…» pronunciando unas palabras que ya no eran más que palabras; y así más de treinta años. Cuando la organización falangista aún abrigaba un ideal, puede que yo fuera un falangista tímido o corto ante los más avanzados; pero cuando estuvo claro que sólo era una apariencia yo me quedé fuera.»[27] 

Algunos meses más tarde, el 2 de septiembre de 1942, se produjo la salida de Serrano del Gobierno, salida que algunos han querido ver en clave de política internacional, presentándola como una manera del régimen de congraciarse con los aliados, pero es una argumentación que tal como el propio Serrano plantea no parece tener mucho peso, pues la mayor parte de las autoridades españolas aún creían en el triunfo del Eje. Sin embargo, nosotros creemos que no basta referirse a los sucesos de Begoña, o a la incomodidad que suponía para Franco tener en su entorno a un ministro que se expresaba con toda libertad, para explicar su cese. La clave, desde nuestro punto de vista, la da Merino cuando tras hablar del papel que juegan en la crisis Carrero Blanco y Arrese (por motivos bien distintos) añade que Franco «se lo había prometido a doña Carmen.»[28] En opinión de Garriga, el cambio de postura de la mujer de Franco, que había fomentado anteriormente las relaciones entre ambos, se debía a que podía estar recelosa de él, porque creía que podía convertirse en un nuevo José Antonio y hacer sombra a su marido.[29] 

Desde nuestro punto de vista la cuestión es más sencilla: independientemente de sus muy sobresalientes dotes intelectuales, la proximidad entre Franco y Serrano Suñer tenía su origen en el hecho de que sus mujeres eran hermanas. Y ese factor, que había jugado a su favor hasta entonces, se quebró en el momento que doña Carmen pensó que Serrano no prestaba a su hermana toda la atención que se merecía. 

 

 

Posiblemente Franco no esperaba la reacción de Serrano cuando le comunicó su cese, pues el joven abogado del Estado se tomó la noticia con muy buen talante e incluso comentó que así podría hablarle con más libertad, pero no hubo caso, pues el Generalísimo le hizo saber que no era posible, porque «ya tengo aquí citada gente y no puedo hacerla esperar más», fórmula no excesivamente sutil de decirle que no le importaba nada su opinión. «Ya no volvió a hablar de la ‘cosa pública’ con Franco, hasta que él me llamó al recibir la carta que le escribí pidiendo un cambio político y de Gobierno cuando Alemania fue derrotada; y más tarde, con motivo de la concesión de un premio periodístico a Ridruejo.»[30] 

 

 

El 3 de septiembre de 1945, acabada la Segunda Guerra Mundial con la derrota de los alemanes, Serrano escribió una larga carta a Franco, reproducida en sus Memorias, cuyo contenido puede resumirse de la siguiente forma: 

La Falange había prestado un gran servicio a España, pues al darla la apariencia de un estado totalitario la había preservado de la invasión de Alemania, y si esta hubiera triunfado España habría conseguido un puesto destacado en el nuevo orden europeo. 
Esa misma alineación con las fuerzas del Eje tenía una consecuencia: «La Falange debe ser hoy honrosamente licenciada. Si mañana fuera derribada por coacción exterior pesaría sobre ella la vergüenza de haber antepuesto su vanidad al servicio de la Patria.» 
Había que constituir un gobierno «apoyado sobre la base popular extensa y apolítica de un frente nacional que empezara en la extrema derecha para acabar en la zona templada de la izquierda. Todo español no rojo estaría integrado allí.» Ese gobierno debía convocar y ganar un plebiscito, sobre el que habría que asentar «la Monarquía nacional tantas veces anunciada.»[31]

El resultado de la misiva fue que Franco llamó a Serrano al Pardo: «La verdad es que me encontré allí con un Franco muy distinto de aquel otro, en vías de divinización, que ya no escuchaba. Recibió mis reflexiones con atención, y en alguna medida las compartía; incluso al despedirnos quedaba con la idea de organizar o reformar algo. Lo que luego ocurriera yo no lo sé, aunque, conociendo bien aquel ambiente, lo presumo.» 

Años más tarde, el 1 de enero de 1949, Serrano publicó un artículo en ABC titulado «España-Europa 1949» que señalaba la necesidad de sustituir el inmovilismo del régimen «por una fase creadora y positiva.» Si Franco pensó entonces desterrarle, algo que afirma Serrano en sus Memorias, lo cierto es que finalmente no lo hizo, pero sí es evidente que la persona que había sido su principal consejero había pasado de no ser prácticamente escuchado a partir de septiembre de 1942, a encuadrarse en poco tiempo en una especie de oposición consentida. 

A todo este proceso no fue ajena la Falange y tampoco lo fue la vida privada de Don Ramón. 

 

 

 

Biografía del ponente. 

 

Alfonso Bullón de Mendoza 

 

Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera (Madrid, 1963) es Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo y Director del Instituto CEU de Estudios Históricos. 

Rector Honorario de las Universidades CEU San Pablo de Madrid y CEU Cardenal Herrera de Valencia, de las que ha sido Rector. 

Ha sido también coordinador de la sección de Historia de los cursos de Verano de la Universidad Complutense de Madrid, Coordinador del Área de Ciencias Literatura y Pensamiento de la Capitalidad Europea de Madrid en 1992, Secretario General de las Colecciones MAPFRE, 1492… 

Director de Aportes. Revista de Historia Contemporánea. 

Premio Extraordinario de Doctorado, Premio Europeo Philips para Jóvenes Científicos e Inventores, Premio Ejército de Investigación, Premio Hernando de Larramendi de Historia del Carlismo. 

Autor de cerca de un centenar de publicaciones, centradas fundamentalmente en 

a) Historia del carlismo en el siglo XIX: La expedición del General Gómez. Auge y ocaso de Don Carlos: La expedición Real. La Primera Guerra Carlista. La Contrarrevolución Legitimista con Joaquim Verissimo Serrâo. Las guerras carlistas en sus documentos 
b) Segunda República y Guerra Civil: El Alcázar de Toledo: final de una polémica (con Luis Togores). Historias orales de la guerra civil (con Álvaro de Diego). José Calvo Sotelo. Editor de las Obras Completas (9 tomos) de José Calvo Sotelo 
c) Otros libros a tener en cuenta: El ejército realista en la Independencia de América (en colaboración con José Semprún). Amor y nobleza en las postrimerías del Antiguo Régimen
d) Documentales: Es director y guionista, junto con Luis Togores, de la serie documental en 13 capítulos «75 años de la guerra civil: mitos al descubierto» emitida el año 2012 por Telemadrid a través de su segunda cadena: La Otra  

 

 

 

 

 

[1] GARRIGA ALEMANY, Ramón: Franco-Serrano Suñer: Un drama político. Barcelona, Planeta, 1986 y ALCÁZAR DE VELASCO, Ángel: Serrano Suñer en la Falange. Barcelona-Madrid, ediciones Patria, 1941. Evidentemente el caso de este último libro es muy especial, pues se ciñe a un periodo muy concreto. 

[2] Baste ver al respecto que mientras en SERRANO SUÑ’ER, Ramón: Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue. Memorias. Barcelona, Planeta, 1977, p. 121 recoge la famosa comunicación que envía Franco a Mola de «Geografía poco extensa», con lo que quería decir que había que retrasar el movimiento por no contar todavía con los apoyos necesarios, en SERRANO SUÑ’ER, Ramón: Política de España 1936-1975. Madrid, Editorial Complutense, 1992, p. 25 afirma que el texto era «Geografía Tetuán insuficiente» y significaba no se sublevaba porque el aeropuerto en que debía aterrizar era demasiado pequeño. Es además curioso ver como Don Ramón seguía teniendo en el subconsciente la imagen de un Franco poderoso y universalmente respetado, pues sólo eso explicaría la afirmación que hace en SERRANO SUÑ’ER: Política de España, p. 10 «resistiré la comodidad de tomar el camino más fácil, que sería el de coger la pluma o la palabra para seguir la corriente y añadir unos cuantos adornos a su glorificación oficial como hombre perfecto. Me habría gustado que así lo fuera, pero yo no he conocido a ese personaje impecable. Yo he conocido a un hombre con cualidades y defectos. De éste es de quien voy a hablar, y lo haré serenamente sin dejarme ganar por la nostalgia amistosa ni dejarme aconsejar por el agravio recibido.» 

[3] SERRANO SUÑER: Política de España, pp. 10-11. 

[4] lbídem, p. 14. Acto seguido añade que a Franco le importaba mucho su carrera y «rara vez mostraba estimación por los demás, por no decir que ya se sintiera único […] Empezaba a dibujarse en él esa tendencia a considerar a los demás -por el momento, a los militares- buenos o malos, según los creyese amigos y favorables al desarrollo de sus planes y aspiraciones o, por el contrario, a los enemigos, a los competidores que podían cerrarle el camino.» 

[5] GARRIGA: Franco-Serrano, p. 14. 

[6] SERRANO SUÑER, Ramón: Entre el silencio y la propaganda, la Historia como fue. Memorias. Barcelona, Planeta, 1977, pp. 19-20. 

[7] Ibídem, p. 56. El entrevistarse con Franco para que diera un golpe antes de las elecciones parece que estaba de moda entre los políticos de la derecha, pues también se lo propuso sin éxito José Calvo Sotelo, BULLÓN DE MENDOZA, Alfonso: José Calvo Sotelo. Barcelona, Ariel, 2004, p. 568. «Yo lo que creo es que, en resumidas cuentas, el Ejército debe soportar lo que salga de las urnas», fue en dicha ocasión la respuesta de Franco. Con anterioridad a esta entrevista entre Franco y José Antonio Serrano Suñer había hablado con Primo de Rivera, a petición de Franco, para que la Falange abandonase un piso que su mujer había alquilado a un particular en Oviedo o Gijón y que la Falange se            proponía utilizar corno sede local. (Cfr. SERRANO SUÑER: Política de España, p. 34). 

[8] Sobre la actuación de la comisión de actas de las Cortes del Frente Popular no está de más recordar la opinión de Alcalá Zamora: «en la historia parlamentaria de España, no muy escrupulosa, no hay memoria de nada comparable a la Comisión de Actas de 1936.» 

[9] SERRANO: Entre el silencio y la propaganda, p. 58. En Política de España, pp. 25-29, Serrano incide que es una de las ocasiones en que se evidencia lo que denomina «el caso Franco» como una continua «buena estrella» independiente de sus cualidades, pues su elección como diputado le hubiera dejado en un papel muy secundario. 

[10] SERRANO: Entre el silencio y la propaganda, p. 116. 

[11] Cfr. PORTELA VALLADARES, Manuel: Memorias. Dentro del drama español. Madrid, Alianza, 1988, pp. 172-196. 

[12] SERRANO: Entre el silencio y la propaganda, pp. 53-54. 

[13] Ibídem, pp. 120-121. Cfr. FRANCO SALGADO ARAUJO, Francisco: Mi vida junto a Franco. Barcelona, Planeta, 1977, p. 150. 

[14] SERRANO SUÑER, Ramón: Entre Hendaya y Gibraltar (Noticia y reflexión, frente a una leyenda, sobre nuestra política en dos guerras). Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1947, p. 21. 

[15] GARRIGA: Franco-Serrano, pp. 41 y 44. 

[16] GARRIGA: Franco-Serrano Suñer, p. 33. En sus Memorias Serrano omite el nombre de su cuñada, limitándose a hablar de »Otra persona que estaba en la mesa, por entonces especialmente afectuosa conmigo y agradecida a mi entrega incondicional.» (Entre la historia y la propaganda, p. 172). 

[17] SERRANO SUÑER: Entre Hendaya y Gibraltar, pp. 25-26. Merece la pena llamar la atención sobre la claridad en que Serrano se expresa sobre estos temas en 1947. 

[18] Ibídem, pp. 29-30. 

[19] Ibídem, p. 31. 

[20] Ibídem, p. 32. Nótese de nuevo que se trata de un texto escrito en 1947, pese a lo cual contiene una muy impolítica censura del tradicionalismo y una llamada a la integración de la España roja. 

[21] SERRANO SUÑER: Entre el silencio y la propaganda, p. 174. 

[22] «Franco -apostilla Serrano- no consideró nunca su relación con el ‘Partido único’ como una relación de fidelidad recíproca, fórmula de resabio feudal que ha estado en la base del binomio totalitario ‘jefe-partido’ en cualquier país y situación de tipo político.» 

[23] Ibídem, p. 186. 

[24] Ibídem, pp. 190-193. Serrano había intercedido por Arrese cuando los sucesos de Salamanca, y consiguió primero que sólo se le condenara a dos años y luego que se le indultara de cumplir la pena, para lo que se apoyó principalmente en «la insignificancia del condenado». Luego Arrese fue a verle porque estaba dispuesto «para el servicio y el sacrificio», o sea, para que le nombrara gobernador civil, a lo que Franco se negó, pero Serrano consiguió arrancarle el nombramiento haciéndole ver que era bueno que los falangistas percibieran que se habían cerrado las consecuencias de lo ocurrido en Salamanca. Acusado de conspirar con Yagüe, Serrano le sirvió de nuevo de pararrayos haciendo hincapié a su cuñado en que le escuchase antes de tomar ninguna medida. «¡Nunca lo hubiera hecho!» Franco siguió su consejo y en la entrevista Arrese captó su atención hablándole de casas baratas y un invento para producir alimentos. El resultado es que el Caudillo le nombró Ministro Secretario General del Movimiento, nombramiento que Ridruejo pensaba se debía a su falta de peso en la Falange. Serrano, aparte de decir que era un pésimo poeta y un pésimo arquitecto, añade que Arrese iba de falangista íntegro, y que exponía a Franco sus desacuerdos, pero que cuando el jefe rebatía sus afirmaciones se declaraba convencido por su clarividencia: «lo que constituía la más refinada manera adulatoria y la mejor credencial de permanencia ‘en el servicio y el sacrificio’.» 

[25] SERRANO: Entre el silencio y la propaganda, p. 197. 

[26] Ibídem, p. 201. 

[27] Ibídem, p. 202. A partir de entonces, siempre en opinión de Serrano, no hubo más que franquismo, régimen que se justificaba por su eficacia, pero no fue capaz de articular un sistema político que pudiera pervivir una vez fallecido el dictador. Serrano tuvo también sus incondicionales dentro de la Falange, como puede verse en ALCÁZAR DE VELASCO, Ángel: Serrano Suñer en la Falange. Barcelona-Madrid, ediciones Patria, pp. 171 y 172: “Tengo que decir no solamente que creo en la política de Ramón Serrano Suñer, a la que sigo y obedezco, sino que creo firmemente en que es el único hombre que, venciendo las rencillas de viejos partidos y conspiraciones, ha salvado a la Falange […] Con el Caudillo y con Serrano, el pueblo español, auténticamente español […] vencerá, arrancando lacras y saltando zancadillas.” 

[28] MERINO, Ignacio: Serrano Suñer. Conciencia y poder. Madrid, Algaba, 2004, p. 304. 

[29] GARRIGA: Franco-Serrano Suñer, pp. 117-120. 

[30] SERRANO: Entre el silencio y lo propaganda, p. 372. Serrano rechazó el ofrecimiento que se le hizo más tarde de ocupar la Presidencia del Consejo de Estado. 

[31] El texto puede verse en SERRANO: Entre el silencio y la propaganda, pp. 394-403. En él también se señalaba que el Decreto de Unificación hizo que el Movimiento Nacional, «primero apolítico, tuvo una doctrina, una organización política y un jefe. Pero no hay que engañarse, la diversidad de los elementos fusionados quedó latente y decidió para siempre la neutralidad política del Estado. La Falange no fue nunca la fuerza básica del Estado. Solo en tiempo ya lejano luchó por hacerse sitio. Luego no hizo más que cuidarse de su permanencia en el disfrute del poder, de cualquier forma y quedó reducida a ser la etiqueta externa de un régimen políticamente neutral. En política exterior tuvo una clara significación germanófila.» 

 

 

José Antonio Primo de Rivera fue fusilado por los “rojos” en la cárcel de Alicante el 20 de noviembre de 1936 y fue enterrado en el Valle de los Caídos, donde permanecen sus restos… hasta que las traiciones de unos y las cobardías de otros  decidan realizar la barbaridad que realizaron con los restos del Generalísimo Franco

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.