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Temblé. Tembló. Sólo con verle.
Sólo con verle experimenté una nauseabunda sensación de vaguedad y hastío.
(Hay ocasiones en que, al toparme por primera vez con alguna persona, siento que la odio profundamente, que estaría dispuesto a terminar con su vida a la menor oportunidad, y nunca averigüé por qué me ocurría eso tan insólito, tan visceral)
Era un joven estudiante. Adolescente. Apuesto y de porte distinguido. Sonreía de manera extraña, como a destiempo. No había motivo para esa sonrisa inadecuada y odiosa, pensé, pensó. ¿Acaso era un dandi?
(Por la ventana entreabierta asoma el ansia de una mañana lenta, gris y fría)
Indicó qué postura era la adecuada. El joven clavó sus ojos en los ojos de Kibou. Parecía como si le retara en algo, como si el propio jovenzuelo fuese el único digno, el único responsable de cómo debía girar la cabeza; de cómo, de manera delicada, había de humillar levemente su barbilla.
Kibou no estaba tranquilo. Desesperó un poco. Notaba el corazón en la punta de sus dedos, y esos mismos dedos comenzaron, de pronto, a perderse en un zozobro desconocido por él hasta entonces.
(La mañana continúa siendo calma, triste y húmeda)
El joven, observando a sus padres que esperaban, de pie, tras el fotógrafo, dibujó un poco más esa risa simplona. Kibou logró preparar el objetivo, la luz, el fondo de graduado… Hinchó entonces el pecho. Tomó aliento. Intentó calmar sus nervios. Dijo varias veces, para sí, que esos estúpidos detalles de la sonrisa presuntuosa y la mirada inquisitiva no debían exasperarle, que tuviese paciencia. Luego, al cabo, miró a esos padres que esperaban, pacientes, y les indicó, con una leve inclinación de la cabeza, que todo estaba preparado.
(El tiempo es. Se detiene. Le apetece ser una figura más de la escena. Luego desciende el sentido estético y sensible de Kibou y se vuelca sobre los hombros atrincherados del muchacho)
(Mientras, el lector cierra el libro y madura en eso tan inverosímil que está leyendo. Pasa por su cabeza el pensamiento de que a él también le ha ocurrido, en más de una ocasión a lo largo de su vida, lo mismo que a Kibou)
Estaba a punto de fotografiar por vez primera a una sonrisa, a una mueca sin ningún significado. No a un ser humano, no. Era cuestión, sencillamente, de asimilar que las cosas no suceden jamás como a uno le gustaría.
Disparó la primera vez. No salió nada. Indicó al estudiante que mantuviese la postura indicada, el gesto apropiado. Disparó por vez segunda, por tercera vez, por enésima…. Y ahora, sí. Por fin había conseguido plasmar esa risita estúpida.
Kibou se retiró al cuarto obscuro, íntimo. Se sentó. Se notaba muy cansado.
En el estudio, el muchacho, ya junto a sus padres, alzaba los hombros como queriendo indicarles que él había obedecido en todo; que si la cosa, (la cosa), no salía como debía, jamás habría sido culpa suya. Los padres se miraron. Fue un secreto silencioso de amor, con el aire retenido, tan oculto que solamente ellos, después de tantos años, comprendían.
Kibou fue pasando las diferentes tomas. En todas surgía, casi del fondo de la incongruencia, esa máscara pedante, artificial, pálida; esa careta de niño que juega con los demás, muy por encima, como una vela hinchada por una ráfaga que todavía no ha nacido.
(Afuera, la mañana se empeña en continuar siendo lenta, gris y fría. La gente ya deambula, perdida, por las aceras estrechas. En el cielo, un sol rabioso, raja las nubes, intenta abrirse paso. Y el viento comienza a zarandear los papelillos y volantes)
Kibou, extático, no daba crédito. No podía explicarse (jamás lo conseguiría) cómo, dónde estaba la vida de ese joven; dónde, su sangre. Había salido lívido, no ya con la otra cara de mono de la niñez, la de la historia anterior; ahora, (lo reconocía), su rostro comunicaba inteligencia. Una sagacidad quebrada, sin embargo. Como también altivez, oquedad en el alma; Kibou, con la pantalla de la cámara frente a sus ojos, no encontraba el sentido de esa criatura, su vida, su espíritu, el secreto de su ser. El joven surgía como un muerto. Había fotografiado una sonrisa y, tras ella, la sustancia agonizada de alguien al que nunca llegaría a conocer.
(El día, dolorido, comienza demasiado ingrato para sostener la esperanza de un tierno corazón)
Kibou eligió la que más rechazo le produjo. Quizás la más yerta y anémica de todas, la menos expresiva. Los padres la observaron detenidamente y asintieron. En unos momentos estaría preparada. Lista para colgar de una pared cualquiera. Sobre la mesa de un despacho insulso, desapacible, como la mañana fría, como el gélido temblor de los miembros que no soportan las veladas expresiones (insinuaciones) de algunas personas.
(Fue un estertor de la belleza inclinada ante la apatía)
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