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Les reproduzco hoy las ultimas paginas del libro del que les vengo hablando («Yo elegí la esclavitud»), en las que relata su fuga del «paraíso socialista», que él llama el «infierno soviético». Como verán son sus palabras… pasen y lean.
JUZGADO DE NUEVO Y CONDENADO A UN NUEVO CAMPO
Fui trasladado a Achibad, capital de la República del Turquestán, en cuya prisión permanecí cerca de cuarenta días. Conducido de nuevo a Bujarden, al día siguiente comparecí ante el tribunal y, en menos de diez minutos, fui condenado a dos años de trabajos forzados. Esta sentencia, por demás benigna, era la que me correspondía, a juicio del tribunal turkmeno; si en Moscú aparecían cargos contra mí, sería condenado a una pena adicional. ¡Bonita perspectiva!
Me condujeron inmediatamente al campo número 3 de Mary. Después de pasar por tres campos en Jardzu, me devolvieron otra vez a Mary. Tenía que pasar aquí ante la comisión médica; viéndome en los huesos y con el pelo blanco –sólo con el tiempo recobraría su color primitivo–, me destinaron al que llaman despectivamente «el muladar» en el que llaman despectivamente «el muladar», en el que lo único que queda ya es esperar resignadamente la muerte.
¡Pero yo no quería morir!
Más que nunca, sentía la voluntad de vivir y de escapar de aquel horrible infierno para decir la verdad a los hombres y, en primer lugar, a los militantes comunistas.
Traté de conquistarme las simpatías del jefe médico y lo conseguí. Comprendió éste que yo no era de esos hombres que se resignan a perecer sin luchar hasta el último momento. Me ofreció un destino para el que había muy pocos voluntarios: el de enterrador de los muertos del campo.
Ya he hecho referencia a esto en uno de los capítulos sobre los campos de concentración. Cada noche tenía que desnudar a veinte, veinticinco y hasta treinta muertos: me los cargaba a la espalda envueltos en una manta y los dejaba caer en la fosa común.
Era un trabajo penoso, horrible; apechugué con él para salvar la vida.
Dos meses hice tan macabro oficio; gracias al suplemento de pan de maíz molido y de leche que conseguí con ello, logré reponerme, abandonar «el muladar» e incorporarme a una brigada de trabajo. En la URSS sólo se salvan los fuertes, y yo lo era.
En noviembre de 1947 me trasladaron a un campo de Achibad y, poco después, me hicieron recorrer los cinco campos existentes de región de Benit-Deg.
Me habían nombrado jefe de brigada con la categoría de estajanovista; extraímos piedra para la construcción de ese que llaman «Nuevo Bakú».
Mi comportamiento y mi trabajo me valieron una rebaja de siete meses en mi condena. Por desgracia, la NKVD del campo recibió de Moscú los documentos sobre mí, con una condena de diez años.
Sí, cumplida la pena impuesta en Turquestán, me mandaban de nuevo al Norte, que era lo más probable, podiá considerarme perdido. Por el momento, me trasladaron a Krasnovodsk, y tuve ocasión de conocer los seis campos que hay en la región.
En abril de 1948 me llevaron nuevamente a Achibad, donde tuve que trabajar en el tejar. Las condiciones de trabajo y de existencia eran tan terribles, que los presos le llamaban a este campo el «lager de la muerte».
En Achibad hice entrañables amistades. Conocí allí a una joven polaca, ex miembro de la Juventud Comunista de Varsovia. Su padre era ingeniero, y su madre, profesora en la capital de Polonia; viejos comunistas los dos, estaban en las mejores relaciones y, sin duda, colaboraban con la NKVD.
La habían condenado a quince años en Varsovia por ciertas críticas que hizo sobre el comportamiento de las autoridades rusas; en realidad, según ella, porque se había negado a tener relaciones sexuales con uno de los jefes de la NKVD y a ser su cómplice en ciertos tráficos de comestibles. Se atrevió a acusar a dicho jefe, que la hizo condenar automáticamente. y la mandaron a Achibad, donde tuve que trabajar en el tejar.
UN MILAGROSO TERREMOTO
El 6 de diciembre, hacia las 11 de la noche, se produjo en la región de Achibad un temblor de tierra que asoló todo en cincuenta kilómetros a la redonda. La ciudad quedó convertida en un montón de escombros y en un inmenso cementerio.
Enterrada entre los escombros quedó mi joven amiga polaca. La recordaré mientras viva. Yo quedé cubierto de sangre, magullado, pero sin ningún miembro roto. A mi alrededor sólo oía lamentos y ayes de dolor.
Después contemplé uno de los espectáculos más horribles entre los muchos presenciados en la URSS: llegaron los milicianos de la NKVD de las poblaciones y de los campos que se habían salvado de los efectos del terremoto y, haciendo uso de sus fusiles automáticos, fueron acabando con todos los seres vivientes que encontraron.
No podía explicarme el porqué de semejante matanza ¿Miedo a que se escapara algún preso? ¿Orden de acabar con los heridos, cuya evacuación y cuyos cuidados sanitarios se hacían difíciles?
En todo caso, era una prueba más de la crueldad de las autoridades soviéticas, para las que la vida –sobre todo cuando se trata de los presos- no vale nada.
Herido, me guardé muy bien de pedir socorro; por el contrario, me acurruqué entre los escombros y me hice el muerto. Dos días permanecí así. La NKVD de Tashkent se encargó de recoger a los supervivientes. De 2.800 presos que había en mi campo, sólo salvamos la vida, no sé por qué milagro, 34.
Con los pocos supervivientes de otros campos fuimos trasladados a Krasnovodsk. Para suerte mía, quedó totalmente destruido el edificio en el que estaban los sumarios y demás documentos oficiales sobre los presos, y perecieron las autoridades encargadas de la administración y custodia.
XXX. LA FUGA
Kurgan Amedo, viejo comunista, acababa de cumplir una condena de diez años poco antes de que se produjera el terremoto. Había sido puesto en libertad, pero tenía la convicción de que no tardarían en volverlo a detener.
El régimen policíaco desconfía de todos aquellos que han purgado una pena injustamente impuesta: ve en ellos a unos enemigos declarados o en potencia, sobre todo, si se trata de hombres honestos y de carácter fuerte. Y éste era el caso de mi amigo Kurgan.
El viejo Nicolás Missa ejercía una gran autoridad sobre él y le había confiado el encargo de ayudarme a preparar la fuga e incluso el de fugarse conmigo.
Amedo conocía perfectamente el Uzbekistán y el Turquestán, así como la línea fronteriza con Irán, pues había trabajado durante varios años, antes de su encarcelamiento, en todos aquellos lugares.
Hombre, además, decidido y valiente, no podía encontrar un compañero mejor que él para la realización de mi proyecto. Desde el momento en que fue puesto en libertad, no rompió el contacto conmigo.
Aconsejado por Missa, el 25 de diciembre me presenté al jefe de mi campo de Krasnovodsk, encargado de las libertades, y te comuniqué que mi condena vencía al día siguiente. Como en Achilad había desaparecido mi sumario, el jefe no sabía cuál era exactamente mi situación. Por fortuna, desconocía que sobre mí pesaba otra condena de diez años impuesta por Moscú. Telefoneó a Bujarden y le dijeron que el tribunal me había condenado a dos años.
Por la administración de Krasnovodsk supo que, debido a mi comportamiento y a mi trabajo como estajanovista, me habían rebajado siete meses de esa pena.
El día 29, cuando ya empezaba a perder la esperanza, me llamó a su oficina, puso en mis manos la módica suma de catorce rublos y un pan negro y me entregó un documento de la MVD, fijándome como lugar de residencia forzosa, hasta que Moscú decidiera de mi suerte, la ciudad de Leninabad, en el Uzbekistán. Y fui puesto en libertad.
El viejo Missa sintió con ello una alegría mayor aún que la mía. Me dio un fuerte y silencioso abrazo. Y luego, él por un lado de los alambres espinosos y yo por el otro, sin articular una palabra, y llenos los ojos de lágrimas, me acompañó un trecho. Íbamos a separarnos para la eternidad. Su última mirada, detrás de los alambres, fue como un mensaje.
Poco después me encontraba al lado de Kurgan Amedo. Había comprado para mi ropa nueva y me apresuré a cambiar mis andrajos de presidiario. Me sentí otro hombre.
¡Qué fortaleza me invadió al abandonar las pobres y sucias ropas de esclavo y sentirme dentro de las ropas limpias prestadas por la solidaridad humana!
Hicimos provisiones de boca para varios días. Y por la noche, hacia las nueve, tomábamos el tren en dirección a Achibad, cuya reconstrucción parece que había empezado inmediatamente, pero con mano de obra esclava.
Al día siguiente, y sin tropiezo alguno, abandonamos el tren y decidimos tomar la ruta que había seguido yo en mi primera huida frustrada.
Según las autoridades soviéticas, es poco menos que imposible escapar de la URSS por estas regiones. En efecto, resulta terriblemente difícil. De día no es posible caminar hacia la frontera, pues es bastante fácil descubrir a quienes tratan de acercarse a ella, y hay orden de disparar contra ellos sin contemplaciones; de noche no se puede ir por los valles y por los barracones, pues la MVD monta una estrecha vigilancia con sus perros. Y por las montañas, escarpadísimas y con inmensos precipicios, es muy peligroso andar por la noche.
Por estos parajes es frecuente encontrar osos, tigres, lobos y otros animales salvajes; no suelen atacar al hombre, a no ser que tengan mucha hambre; y de quien hay que guardarse es de los milicianos de la MVD y de sus feroces perros.
Sólo unos hombres dispuestos a todo –ante todo, a desafiar a la muerte– pueden llegar a huir del infierno soviético.
Y Kurgan y yo estábamos dispuestos a todo. Como buen uzbeko, él conocía las montañas y sabía sortear los precipicios. Y yo, nacido en las ásperas tierras de Extremadura, conozco también las montañas y las sierras.
Avanzábamos por la noche con las debidas precauciones.
Llevábamos una cuerda y nos sujetábamos el uno al otro.
Pero a dos días apenas de la frontera fuimos descubiertos. Era de madrugada. por fuerza teníamos que atravesar un pequeño valle entre dos escarpadas montañas; de repente, empezaron a tirotearnos. ¡Nos había descubierto la MVD!
Echamos a correr desesperadamente. Pero Kurgan recibió un tiro en el vientre. Me instaba a que huyera solo, pero yo no quería abandonarlo. Recibió otro tiro en la cabeza y quedó muerto.
¡Triste muerte la suya, a sólo unos kilómetros de la libertad!
Le di un beso en la frente y me interné a toda prisa por las altas y salvadoras montañas.
¿Por qué me respetaron las balas? ¿Por qué me habían respetado cientos de veces en España, en el curso de la guerra civil, cuando se amontonaban los cadáveres a mi alrededor?
En España, como en la URSS, el Destino quería que yo venciese a la muerte.
Hambriento, agotado y con las ropas destrozadas, dos días después llegué a la frontera iraní.
¿No era aquella la mayor hazaña de mi vida?
Sentía el pecho henchido de orgullo.
Había vencido a la peor tiranía conocida.
¡Había conquistado mi libertad!
CONCLUSIÓN
En este libro he dado sólo la síntesis de mi experiencia vivida en la URSS y de las observaciones que pude recoger.
He mencionado la preciosa ayuda que me prestaron los viejos militares bolcheviques. He citado a los que, sabiéndose perdidos para siempre y en un acto de suprema protesta contra Stalin, me autorizaron a dar sus nombres; respecto a los otros, se comprenderán las razones por las que he debido silenciarlos.
Un relato detallado de mis diez años de estancia en la URSS o una exposición más completa de la realidad soviética, habría exigido un volumen más grueso.
No ignoro que el procedimiento de alternar el relato de mis aventuras personales con la descripción de algunos de los principales aspectos de la vida en la URSS constituye una falta desde el punto de vista de la redacción. Igualmente, es una falta empezar los capítulos por consideraciones generales, que era lógico reservar para el final.
Pero he creído facilitar de esa manera la comprensión de los hechos, prefiriendo la eficacia a la buena redacción.
Pero tengo una duda: ¿Creerán los lectores de este libro en la sinceridad de mi testimonio?
Los hechos que he referido son tan horribles, tan monstruosos, tan increíbles, que en ocasiones parecen el producto de una mente calenturienta.
Es natural creerlo así; yo mismo declaro que si no hubiera vivido la experiencia por mí mismo, no habría creído, o habría creído muy difícilmente, la verdad de los hechos que refiero aquí.
Durante la última guerra, y en el curso de los años que la precedieron, eran muy raros los que daban crédito a los relatos sobre los campos de concentración de la Alemania nazi. Sus horrores parecían imposibles, y se atribuían a las exageraciones de la propaganda antinazi. Pero cuando todo fue conocido, el horror de la realidad se mostró superior a todo cuanto se dijo. Hay todavía , que gentes, sobre todo en Alemania, que se resisten a creer que todo aquello haya sido posible. El régimen de Hitler se benefició de tal escepticismo.
El de Stalin también se beneficia hoy, favorecido por la propaganda hecha en el mundo entero en torno a la revolución bolchevique.
Yo declaro abiertamente: tal escepticismo equivale, de hecho, a una complicidad, porque el Kremlin y su quinta columna lo explotan hábilmente para enmascarar su política, desencadenar sus agresiones y preparar su dominación mundial.
Bien. Pues este es el «paraíso» que nos quieren traer a España los golpistas Pedro Sánchez y Pérez-Castejón (el bisnieto del general franquista Antonio Castejón) y el comunista venezolano Pablo Iglesias. Valentín González «el Campesino», seria, y lo fue, un asesino durante la Guerra Civil del 36-39, pero bien que lo pagó en su «paraíso».
El que siembra vientos, recoge tempestades.
Autor
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Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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