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¿Cuándo y dónde se estableció por primera vez en el mundo la limitación de la jornada laboral a 8 horas diarias, sin duda una conquista social y laboral de importancia fundamental y que todavía hoy no se cumple en muchas partes del planeta? ¿Fue en Inglaterra? ¿En Estados Unidos quizá? ¿Tuvo influencia el socialismo real? ¿Se trató de un logro del sindicalismo de clase? En realidad, la respuesta es: en el siglo XVI y en España.

En efecto, en pleno siglo XVI, Felipe II estableció, por un Edicto Real, la jornada de ocho horas: «Todos los obreros de las fortificaciones y las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde; las horas serán distribuidas por los ingenieros según el tiempo más conveniente, para evitar a los obreros el ardor del sol y permitirles el cuidar de su salud y su conservación, sin que falten a sus deberes».

Los trabajadores de El Escorial recibían diez días de vacaciones al año, percibiendo íntegro el salario, y tenían derecho a recibir media paga si resultaban heridos en las obras: «Si el trabajador se descalabrase que se le abone la mitad del jornal mientras dure la enfermedad». En el reinado de Felipe II se extendieron estas mismas condiciones laborales también a los indígenas americanos, garantizadas por la Leyes de Indias.

Este suceso histórico, entre muchos otros, aparece consignado en mi nuevo libro “El Sueño de España”, donde, entre otros temas, planteo la relación de la tradición española con la justicia social, haciendo uso del ejemplo histórico, por supuesto, pero también de mitos literarios que dan idea del imaginario colectivo del Imperio español y del tipo humano que genera frente al de sus enemigos históricos.

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En el Quijote, la obra más importante de la literatura, no solo española sino universal, y merecido “best seller” mundial histórico, Cervantes demuestra la forma de pensar prototípicamente española preocupada por la justicia: “Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro.” Calderón de la Barca también refleja una filosofía de honda preocupación social cuando, en el Alcalde de Zalamea, el muchacho responde al capitán, que le había preguntado: –“¿Qué opinión tiene un villano?” en el sentido de reputación, de la opinión que los demás tienen de uno, con aquello de: “-Aquella misma que vos, / pues no hubiera un capitán/ si no hubiera un labrador”. De igual modo, la historia del Cid del Cantar es la de un representante de la baja nobleza que llega a la máxima dignidad por sus méritos propios, la de Fuenteovejuna, como la ya citada del Alcalde de Zalamea, la de hombres del pueblo que reclaman respeto ante sus superiores indignos.

La inquietud por la existencia de un ascensor social que garantizase que no se desperdiciasen talentos y que las personas de mayor capacidad y mérito, aun provenientes de las clases bajas, pudieran prosperar y mejorar su situación fue constante en el Imperio español, cuyas empresas garantizaban la existencia de este ascensor. Precisamente, la rebelión protestante se fundaba en pretensión de los señores feudales alemanes y flamencos de mantener sus privilegios ante una administración imperial más moderna, que premiaba la meritocracia y permitía el ascenso de la baja nobleza y la burguesía por encima de las grandes familias de privilegiados.

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En sentido contrario, la llamada “ética protestante del trabajo” conduce en línea directa a la explotación más cruel del capitalismo más salvaje. No en balde el protestantismo sostiene la doctrina de la predestinación de las almas. Resulta fácil comprender que, si los hombres pueden nacer predestinados a salvarse o condenarse, también pueden nacer predestinados para ser ricos o pobres sin que su esfuerzo personal pueda cambiar esta realidad. No es de extrañar, por tanto, que, en nuestro mundo moderno influido por la lógica protestante-ilustrada, los retrocesos en los derechos de los trabajadores hayan sido constantes, especialmente en los últimos años. Sueldos con menos poder adquisitivo, sistemas fiscales menos progresivos, que cargan sobre las clases medias el grueso de la recaudación y permiten a las grandes fortunas salir indemnes, indemnizaciones por despido más bajas y empleo más inestable. Todas aparecen como consecuencias inevitables de los procesos liberal-capitalistas, donde la deslocalización y la inmigración masiva se dan la mano para proveer de una cantera de mano de obra barata inagotable, que permite humillar a los asalariados y agrandar hasta el infinito las brechas entre ricos y pobres, anulando el ascensor social cuyo mantenimiento fue obsesión en la tradición hispana.

Autor

José Manuel Bou Blanc
José Manuel Bou Blanc