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“La política de Negrín es la dictadura solapada de un partido que sirve intereses extranjeros”
Así se inició la rebelión de Casado y la guerra de los republicanos contra los comunistas
El día 5 (de marzo), a las 11 de la noche, la radio de Madrid trasmitía una alocución anunciando la desaparición de los poderes de Negrín y la constitución de un Consejo Nacional de Defensa, que la gente simplificó llamándole Junta
(Del capítulo 8 de “Yo fui un Ministro de Stalin”, la obra del comunista Jesús Hernández)
Antes que Franco, nos vence Moscú. La mentira de la resistencia. Sin Gobierno y sin Buró Político. La provocación soviética. Sublevación de Cartagena. La Junta de Casado. La fuga de los cobardes. Togliatti apuñala la lucha.
EN cuanto tuve conocimiento del contenido del «Diario Oficial», dispuse mi salida para Elda. Tenía el presentimiento de que el volcán de odios y pasiones concentrados estaba a punto de irrumpir en una erupción que nos destruiría a todos.
Carretera adelante, Mena me decía:
—La verdad es que la conducta de los camaradas de la dirección no me gusta nada. Quisiera equivocarme, pero mi impresión es desastrosa.
—No digas tonterías Mena, ¿por qué desastrosa?
—¿Por qué? ¿Acaso no estás viendo que el impulso de la conspiración se extiende en tropel adelantando todos los desalientos? ¿Quieres decirme por qué la dirección del Partido abandona Madrid en estas horas críticas?
—No olvides que Negrín, jefe del Gobierno, se encuentra en Elda y que la dirección del Partido precisa estar a su lado para sobrellevar con él cualquier contingencia de gravedad que en el minuto más imprevisto puede pre- sentarse en esta situación de confusionismo y desorientación en que vivimos.
—¡Pamplinas! —exclamó Mena—. ¿Que Negrín está en Elda?… Está en Elda y en todas y en ninguna parte a la vez. El Gobierno es una entidad más abstracta que concreta, más aparente que real. Por carecer, carece de todo resorte de mando y de residencia social. ¿Qué se le pierde al Partido cerca de esa sombra errante? ¿Por qué se aleja el Partido de los centros principales de comunicación y se sepulta en ese perdido pueblecito alicantino?
—La dirección de nuestro Partido es algo parecido a un Estado Mayor. Debe situarse allí donde crea que le es más fácil su actuación, cuidando de quedar «fuera de los fuegos del enemigo». Creo como tú —agregué— que Elda no es el lugar más indicado. Precisamente una de las razones de mi viaje es proponer a los camaradas que se trasladen a Valencia.
—Pero no solamente es necesario que salgan de ese pueblo, sino que además no debe abandonarse Madrid, cuando se tiene la seguridad de que allí se está conspirando en plena calle.
—Supongo que se habrán tomado las medidas necesarias para hacer frente a los acontecimientos y que el hecho de haber salido la dirección no significa huida ante el peligro —dije, dándome cuenta de que hablaba para tranquilizarme a mí mismo.
—¿Quieres que te diga la verdad de lo que pienso? —preguntó con su proverbial franqueza Mena.
—Ya sabes que me encantan tus disparates —autoricé bromeando.
—Pues no te enojes: creo que para el Gobierno y para la dirección del Partido Elda no ofrece otras razones estratégicas que de contar con un magnífico aeródromo, ni más motivos tácticos que los motores de los Douglas siempre al relenti.
—Eres venenoso, Mena. Da gracias a que te conocemos, pues por mucho menos hemos fusilado a excelentes camaradas.
Mena era, a veces, excesivamente rudo en sus juicios. Pero a mí me agradaba escucharle. Era un comunista distinto a los demás: honradote, franco, leal, uno de los no muy abundantes miembros del Partido que en todo momento se producen sin doblez ni temor. Decía lo que pensaba y pensaba en voz alta. Amaba al Partido, creía en él. Cuantos problemas se planteaban los examinaba con una independencia de criterio salvaje. Nada le importaba. Lo que no le parecía justo lo criticaba sin reparar en las consecuencias. Al mismo tiempo se hubiera dejado matar mil veces por el Partido. Era el contraste vivo de ese tipo de comunista de troquel que no piensa, porque piensa que todo está pensado ya, y que estima herejía opinar sobre lo que previamente no han opinado los dirigentes. Oyéndole hablar, había más de una vez pensado en la significación y la invencible fuerza que cobraría nuestro Partido si en él tu- viéramos millares y millares de Menas. Sería el fin de los «tabús» y de los «mitos», derribados por el soplo de la sinceridad política y de la dignidad revolucionaria.
¿Acaso en aquel mismo momento no iba yo pensando lo que él venía diciendo en voz alta y clara?
Llegamos a Elda con las primeras sombras de la noche. Y a bocajarro recibo la noticia de que en los fuertes de Cartagena ondea la bandera franquista. Busco a Negrín y Negrín no está. Busco a Pasionaria y me dicen que se halla de visita en «Los Llanos», aeródromo de Albacete.
Pregunto por Uribe y me dicen que Uribe está buscando a Negrín. In- quiero por Togliatti o Stepanov y me dicen que andan por Murcia. Al fin, tras de mucho indagar, encuentro al subsecretario de Guerra, coronel Cordón, que estaba dado a todos los diablos por la sublevación de la Base Naval de Carta- gena y la «huida» de la Escuadra, a la que suponíamos también en rebeldía, pero que no se decidía a actuar sin órdenes de Negrín.
Los comunicados de Cartagena eran cada vez más apremiantes y angus tiosos.
—Déjate de ministros y presidentes —conminé— y ordena la salida in- mediata de una de las divisiones de Levante para Cartagena.
—No puedo hacerlo sin orden del Presidente —contestó Cordón.
—La responsabilidad la tomo yo como Comisario del Grupo de Ejércitos.
—Pero tú ya no eres comisario del Grupo, ¿no has leído el Diario Oficial?
—¿Qué soy yo entonces? —grité a aquel zoquete burocratizado.
—Pues comisario inspector de las fuerzas de Mar, Tierra y Aire.
—¿En cuál de mis tres jerarquías quieres que te redacte la orden? —interpelé irónico.
—Pero… —titubeó Cordón.
—Sin peros que valgan. Primero aplastar la sublevación, después el di- luvio; que hagan con nosotros lo que quieran.
Y el teletipo ordenó al comandante de Frutos, jefe de 10.ª División, ponerse inmediatamente sobre ruedas y reconquistar Cartagena para la República.
Al llegar a esa ciudad la 10.ª División se encontró con las fuerzas de una brigada que había dado escolta a Galán para la toma de posesión de su puesto de jefe de la Base
Naval, Base Naval que había quedado sin jefe al embarcarse Galán y abandonarla con la Flota. Tomó el mando Rodríguez, comandante de la 11.ª División del Cuerpo de Ejército de Líster. Y aquellas fuerzas se enfrentaron a los facciosos que, iniciando contra Negrín la rebelión, terminaron gritando
«¡Viva Franco!» en cuanto se creyeron dueños de la situación. Así estaba de confusa y entremezclada la oposición a Negrín y la ayuda directa a Franco.
Al parecer, el hecho de que los sublevados ocuparan importantes posiciones estratégicas y que conminasen a la Flota a abandonar el puerto, so pena de su hundimiento por las baterías de costa, fue lo que determinó al mando militar a salir a alta mar. Los comunistas hablamos entonces, y también después, de que la Escuadra había huido por mandato de Casado, con- sintiendo que en los fuertes de Cartagena la quinta columna izase la bandera monárquica. Aquellas opiniones respondían a una confusa versión que a los comunistas no nos interesaba aclarar ni desmentir. Hoy, cedo la pluma a quien tiene más motivos para conocer la verdad, el comisario de la Flota, Bruno Alonso, que en su libro «La Flota Republicana y la Guerra Civil Española», dice lo que sigue:
«La Flota republicana abandonó Cartagena cuando ésta había sido domi nada por los sublevados fascistas y cuando, dueños éstos de las baterías de costa, amenazaban a hundirla…» «Conquistadas las baterías de costa, la permanencia de la escuadra en el puerto se considera suicida e ineficaz. Supone aceptar su hundimiento inminente, sin posibilidades de defensa…» «En estas condiciones, el Estado Mayor de la Flota y su almirante opinan que hay que dirigirse a Bizerta, o sea, abandonar toda posibilidad de retomo a Cartagena. Existe para ello una poderosa técnica: la cantidad de petróleo de que se dispo ne y la falta de seguridad de poder entrar nuevamente en la base. Ciertas o no estas razones —explica Bruno
Alonso— ni puedo comprobarlas ni tengo facultades para ello.»
Las fuerzas de la 10.ª División, con la Brigada de Galán incorporada a ella, mandada por Rodríguez, reconquistan rápidamente Cartagena e izan de nuevo la bandera de la República en sus fuertes. Era la última batalla que ga- naba la República.
A las tres de la madrugada aparece Negrín, seguido de dos de sus ayudantes. Su aspecto era el de un desastrado. Sin afeitarse, con el flexible hundido hasta las orejas y los pantalones recogidos por la parte baja, como los ciclistas. Parecía muy fatigado.
—¿Dónde diablos se mete usted que no hay modo humano de encontrar- le? —pregunté con bastante rudeza.
—¿Me necesitaban? —inquirió Negrín con gesto de hombre decepcionado.
—¿Pero no se ha enterado usted de lo sucedido con la Escuadra y en Cartagena?
—Sí. ¿Qué nuevas noticias hay? —preguntó con agrio ademán. Le informé de cuanto sabía y de lo que habíamos decidido.
—¿Ve usted? —dijo en tono de amarga ironía—. Ya no me necesitan para nada. Lo que han decidido es correcto, yo no lo hubiera hecho de otra manera.
Cordón nos sirvió una copa de coñac. Bebimos. Confortados por el calor del alcohol, Negrín me tomó del brazo y me apartó a un rincón del amplio despacho.
—Amigo Hernández —comenzó a decirme con voz queda—. Cuando desde Francia decidí trasladarme a la zona Centro-Sur, tenía la impresión de que había un noventa por ciento de probabilidades de dejar la piel aquí, pero ahora ese porcentaje se eleva al noventa y nueve por ciento…
Hizo una pausa. Sus fatigados ojos me miraron con fijeza. Y siguió ha- blando:
—… Aquí no nos queda nada que hacer. Yo no quiero presidir una nueva guerra civil entre antifranquistas…
—Pero su decisión hundirá todo y a todos en el más infernal de los caos—dije.
—¡Más hundido!… Ya han comenzado las sublevaciones. Ahora ha sido Cartagena… y la Escuadra; mañana será Madrid o Valencia; ¿qué podemos hacer? ¿Aplastarlas? No creo que valga la pena, la guerra está definitivamente perdida. ¿Qué quieren ser otros los que negocien la paz? No me opondré.
—¿A qué han respondido entonces esa serie de nombramientos aparecidos en el Diario Oficial? —pregunté confundido y curioso.
—Han respondido a las exigencias de sus camaradas. He tratado de complacerles, sabiendo que todo sería inútil… y hasta perjudicial.
Comprendí que en Negrín había muerto ya el hombre de la resistencia, el Presidente y ministro de Defensa que más leal y eficazmente había encarnado el magnífico espíritu de lucha de nuestro pueblo en la etapa de mayores dificultades de nuestra guerra. Era una víctima más de la artera política de Moscú.
Al día siguiente hube de perder varias horas indagando el paradero de los distintos camaradas de la dirección del Partido y de la delegación soviética. En mi cabeza bullían las más negras ideas. En cada pulsación encontraba el eco de las palabras de Negrín: «Los nombramientos han respondido a las exigencias de sus camaradas.»
Al fin llegaron por un lado Togliatti y por otro Pasionaria. Inmediata- mente nos reunimos.
—¿Os habéis enterado de la sublevación de Cartagena? —pregunté
—Sí: ¡cómo no! —contestó displicentemente Pasionaria.
—¿Y no habéis sentido la necesidad de concentraros inmediatamente para ver qué medidas podrían tomarse, sabiendo como sabéis que Negrín no cuenta con más apoyo que el nuestro?
—Suponía que aquí estarían los camaradas Uribe, Checa, Stepanov y Togliatti —dijo Pasionaria a modo de disculpa.
—¿Quién actúa de secretario del Partido? ¿tú? —dije señalando a Pasionaria—. Pues si tú eres el secretario, tu puesto estaba aquí y no en los «Llanos».
—No estaba paseándome, sino trabajando. Tenía necesidad de reunir a los camaradas aviadores —dijo con cierto despecho.
—De los «Llanos» a El da hay escasamente dos horas de camino. ¿Tan duro se te hacía el viaje? —repliqué con sarcasmo.
—Creo —dijo Togliatti— que Hernández tendrá alguna otra cosa que decirnos, ¿no es cierto? —Y en su rostro de esfinge había una tirantez pálida.
—Sí; tengo algo más que decir.
Callaron. Togliatti se quitó sus gafas, y como siempre que se disponía a escuchar, entreteníase limpiándolas.
—La primera cuestión que me interesa plantear es la de que se me diga si como miembro del Buró Político tengo derecho a conocer las decisiones que éste adopta. Por tercera mano me he enterado de que en Madrid habéis decidido toda una serie de medidas en espera de los acontecimientos. Ni se me han dicho qué medidas son esas, ni comprendo por qué hay que esperar a que se produzcan sublevaciones, y no adelantarnos a ellas haciéndolas abortar.
—La segunda —proseguí—, es que me expliquéis las condiciones ventajosas que tiene Elda sobre Madrid o Valencia, para haber fijado aquí la residencia de la dirección del Partido.
—Y la tercera, saber en qué razones políticas se han fundamentado las destituciones y los nombramientos en serie aparecidos en el Diario Oficial de ayer.
Togliatti seguía afanado en la tarea de limpiar los cristales de sus gafas. De cuando en cuando sus ojos miopes me miraban con insistencia de pescado de acuarium.
Pasionaria trenzaba los flecos de una pañoleta que pendía de sus hombros. A pesar de que yo había terminado de hablar, ninguno de los dos se decidía a contestarme. Al fin rompió el fuego Pasionaria.
—El camarada Hernández sabe bien las causas por las cuales no se le convoca a las reuniones del Buró Político. Conjuntamente con él decidimos, a fin de evitar suspicacias de los militares y críticos de los otros partidos, que mientras estuviera a la cabeza del Comisariado del Grupo de Ejércitos, no debería concurrir a las reuniones del Buró.
—Eso es cierto, pero no lo es menos el acuerdo complementario de tenerme al corriente de cuanto decidiese el Buró y de consultarme previamente cuando se tratase de resoluciones de cierta importancia —aclaré.
Pasionaria hizo como si no me escuchara, y prosiguió:
—El Buró ha decidido trasladarse a Elda, para estar junto al Gobierno en todo momento y poder reaccionar ante cualquier acontecimiento con la prontitud precisa.
Y por último, los nombramientos cuya publicación en el Diario Oficial hemos aconsejado a Negrín responden a nuestra política de limpiar el ejército de traidores y vacilantes, meter en cintura a los capituladores e intrigantes, a los derrotistas y conspiradores, sustituyéndolos por hombres con fe, probados en el fuego de cien combates, fieles a la causa del pueblo hasta la muerte. ¿Está claro? —terminó preguntando provocativamente.
—Lo que está claro para mí —dije— es que si razones de inseguridad han aconsejado la salida de la dirección del Partido de Madrid, el traslado no ha debido de hacerse nunca a Elda, sino a Valencia, ciudad que es el centro estratégico del territorio republicano y que dispone de un excelente nudo de comunicaciones que garantizan la rapidez de cualquier acción contra los metidos en el complot. Y está claro también, que si es en Madrid donde hay que esperar que se dé el golpe principal, es a Madrid a donde deben trasladarse inmediatamente uno o dos de nuestros más prestigiosos militares junto con uno de los miembros del Buró Político. Y lo que para mí está más claro que nada es el irremediable disparate de los nombramientos aconsejados a Negrín, a no ser que hayáis previsto las terribles consecuencias que van a acarrear. Si lo hubiésemos hecho con propósito de provocar la revuelta, hubiéramos acertado. ¿Me podéis decir por qué no están ya en sus nuevos destinos Modesto, Líster, Vega, Mendiola y los demás? ¿Se puede saber qué es lo que tienen que hacer en Elda? ¿O es que su misión es la de esperar los acontecimientos?
Togliatti seguía callado. Lo único que noté fue que su ceño se iba abroncando. Pasionaria, como una leona en celo, me largó un zarpazo envenenado.
—No le tolero al camarada Hernández que nos llame provocadores. Y ahora mismo me retiro de la dirección del Partido, si él no retira esas injuriosas suposiciones.
Togliatti se vio obligado a intervenir.
—Estoy convencido de que Hernández no ha querido llamarnos provocadores, luego no hay por qué ofenderse ni exigir rectificaciones. —Su voz era fría, tranquila, como si discutiésemos la desintegración del átomo. Y si- guió con su jesuítica monserga: —Esta combinación de mandos militares y medidas de precaución, desgraciadamente, es un poco tardía. Quizá tenga razón Hernández. Hemos querido corregir de un golpe todos los defectos y daños de la política de Negrín, de vacilaciones en cuanto se refiere a limpiar los focos de conspiración y de traición. Las cosas están demasiado avanzadas, ¿pero qué otras medidas podíamos tomar? Debíamos correr el riesgo de lo peor. Dejar las cosas como ellas mismas se iban produciendo, era la catástrofe. Ahora no nos queda más que afrontar la situación. Como ha hecho Hernández en Cartagena, deberemos hacer en cuantos lugares levante la cabeza la sublevación. Estoy de acuerdo en que nuestros camaradas salgan inmediatamente para hacerse cargo de sus nuevos puestos, y en que pensemos en la conveniencia de trasladarnos a Valencia, llevando por delante al Gobierno, y aunque Negrín está amargado le alentaremos. En Madrid —terminó diciendo —, se ha dejado todo previsto para que no se mueva ni una rata. Si intentan sublevarse, serán aplastados en media hora.
Después de esta explicación quedaba poco que discutir. Así debió pensarlo Pasionaria y así lo pensé yo, que más tranquilo me dispuse a salir en dirección a Valencia, llevándome conmigo a Enrique Castro, quien ahora debía hacerse cargo de mi puesto de comisario cerca del Estado Mayor Central a cuyo frente actuaría el general Matallana. Yo seguiría en mi nuevo destino la suerte del general Miaja.
El día 5 de marzo, por la tarde, estábamos en Valencia Castro y yo. En todas partes se notaba esa tensión nerviosa que precede a los acontecimientos ominosos. Cartagena había sido la avanzadilla de la sublevación general. El golpe era inminente. ¡Y en Elda tan tranquilos!
Por teléfono llamé al general Miaja.
—A sus órdenes, mi general. ¿Contento con su nuevo nombramiento?—exploré.
—¡Qué nombramiento ni que ocho cuartos! Diga usted con mi destitución —contestó irritado el general.
—¿Cómo puede usted interpretar como destitución el que le releven en el mando del Grupo de Ejércitos para designarle general en jefe de todas las fuerzas de Mar, Tierra y Aire? —pregunté.
—¿Cuántos soldados me han dejado? ¿Dónde está mi mando directo?
¡Inspector…! ¡Vaya al diablo Negrín y todos los inspectores! ¡Yo ya sé lo que tengo que hacer!
Las palabras de Miaja encerraban una amenaza. Le anuncié que pasaría a verle inmediatamente.
Sin perder un instante convoqué una reunión de los camaradas responsables del Partido en Valencia. Además de ellos asistieron Castro, Larrañaga, miembro del C. C„ Delage y Zapiráin, comisarios de división y miembros activos del Partido
Los acuerdos de dicha reunión fueron los siguientes:
Desplazar delegados al frente para que ninguna unidad abandonase las posiciones, pasase lo que pasare, sin órdenes del Partido.
Que las unidades que se hallaban en reserva estuvieran preparadas para, a la primera orden, desplazarse hasta Madrid.
Que las agrupaciones de tanques y blindados, como asimismo los guerrilleros, estuviesen listos para ocupar Valencia y todo el litoral.
Que Castro saliera para Elda a informar al Gobierno y a la dirección del Partido de los acuerdos tomados y obtener la conformidad para actuar rápida- mente.
Mi entrevista con Miaja me convenció de que estábamos ante la inminencia de la sublevación. Salí de ella con la seguridad de que la cabeza visible de la sublevación sería la de Miaja. Mis cálculos fallaron a medias. Casa- do se adelantó a él. Miaja, a posteriori, se avino a tomar la Presidencia de la Junta de Casado.
El día 5, a las 11 de la noche, la radio de Madrid trasmitía una alocución anunciando la desaparición de los poderes de Negrín y la constitución de un Consejo Nacional de Defensa, que la gente simplificó llamándole Junta. La Junta hablaba de «resistir hasta la muerte», de luchar «hasta lograr una paz digna y honrosa» y alegaba que «el Gobierno de Negrín carecía de legalidad por la dimisión del Presidente Azaña», que «la política de Negrín es la dictadura solapada de un partido que sirve intereses extranjeros».
El volcán había hecho erupción. Su lava nos iba a devorar a todos en medio de la vergüenza y la confusión más espantosa.
Por la transcripción Julio MERINO
Autor
-
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.
Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.
Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.
En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.
En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.
Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.
Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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