18/05/2024 21:34
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Creo que si Dios otorga a algunos hombres ese espíritu dinámico que les hace parecer que están en todas partes, es para que así podamos, aunque sea por un espejo y en enigma, concebir o figurarnos mejor la ubicuidad divina. Al menos a mí me sucede algo parecido. Cuando veo que Enrique García-Máiquez publica cada día su artículo en el Diario de Cádiz —coincidiendo muchas veces con algún artículo para su blog, o con sus colaboraciones habituales en El Debate—, y que a la vez escribe poemarios, aforismos, diarios, prólogos, traduce libros ajenos y aparece en entrevistas y charlas; entonces no diré que comprendo el atributo divino de la ubicuidad, pero sí que mi intuición se queda mucho más cerca de su realidad. Si un ser de mi misma naturaleza —pienso—, con el mismo número de huesos que yo (salvo que algún informe médico lo desmienta) puede estar en tantos lugares contra toda probabilidad cronológica, ¿cómo no va a ser Dios, que nos ha creado a ambos, capaz de estar en todas partes a la vez?

   La forma con que Enrique García-Máiquez me anunció la existencia de su nuevo libro es una muestra más de la naturalidad con la que asume su prolijidad. Nos estábamos escribiendo por teléfono sobre algún asunto que ahora no recuerdo, y en un momento dado, como quien se acuerda de algo sin importancia, me dijo que iba a enviarme El burro flautista. ¿Es discreto lanzar esa advertencia a un hombre desprovisto de todo contexto? No me lo parece.

   Por otra parte, se entiende que yo, que he nacido y vivo en Mallorca, pueda decirle como de pasada y sin preámbulos que voy a enviarle una sobrasada; pero que a bocajarro me anuncie que tiene un nuevo libro, que ya está publicado y que va a serme enviado, ¿no esconderá algo de regodeo? Pongamos que la liebre y la tortuga inician su carrera sin tener ningún vástago. Si cuando la tortuga todavía no ha recorrido un tercio del camino recibiera una postal de la liebre en la que aparece junto a la numerosa familia que ha creado desde que terminó la carrera, ¿no cabría pensar que la liebre, además de muy rápida, es muy socarrona?

   Pero Enrique y yo pactamos, en los albores de nuestra amistad, que en todo equívoco de este tipo no atribuiríamos al otro mala intención, sobre todo cuando hay alguna otra razón probable y cercana más loable, como en este caso lo es la espontaneidad y la llaneza. ¿No es un pacto indispensable en toda amistad?

   Han aparecido ya varias reseñas de este libro, las cuales me dejan poco que añadir al respecto. Mi intención en estas breves líneas, más que hacer una reseña sobre El burro flautista, la nueva antología de sus artículos, será hacer una reseña sobre el propio Enrique García-Máiquez con ocasión de ésta su última obra.

   Ad rem. En los ámbitos tradicionalistas y conservadores suele repetirse, a mi juicio con poco acierto, que Juan Manuel de Prada es el «Chesterton español». Más allá de su catolicismo y de pertenecer al espectro tradicionalista del mismo, poco hay (¿la corpulencia?) que permita la comparación. El estilo de Juan Manuel de Prada es cáustico y directo, más próximo a los franceses León Bloy y Louis Veuillot, mientras que el de Chesterton es jovial y oblicuo. Y estas dos notas son precisamente las que predominan en la obra de Enrique García-Máiquez. Al igual que el genial inglés, el escritor gaditano habla de los temas más importantes y profundos con la jovialidad propia de quien, por la particular vivencia de su fe, es capaz de trascender su época y tomar una perspectiva en la cual el humor ya se vislumbra.  

   Es de sobra conocido que los actos más trágicos de la humanidad, pasado un tiempo largo pero indeterminado, comienzan a poderse tratar con humor. Podemos bromear con el asesinato de Julio César porque el tiempo ya lo ha emplazado a un ángulo en que no nos es posible sentir su realidad, pero una tragedia equivalente en nuestros días no podría ser motivo de humor, y quien lo intentara sería despreciado como alguien que intenta llamar la atención con su cinismo. La fe católica puede otorgar ese ángulo por anticipado, ya que, en cierta manera, quien es capaz de sentir íntimamente la otra vida puede entrever ésta como ya pasada. Pero al mismo tiempo, como su propia fe incluye la compasión, la caridad y la misericordia, los escritores católicos con esta sensibilidad especial no pueden ni saben caer en el humor negro, abstrayendo toda tragedia actual de su dimensión humana. 

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   De esa tensión nace la veta que Enrique García-Máiquez comparte con Chesterton, y que consiste en colocar el humor de fondo para que las sombras del mal y de la catástrofe moral se proyecten sobre él. Para Chesterton el divorcio o la eugenesia no eran temas cómicos, pero si los modernos utilizaban el humor en su defensa, el bien y la verdad no podían permanecer desarmados y en inferioridad, ni ceder ese terreno al enemigo. Del mismo modo, Enrique no elude asuntos tan delicados como el aborto o la eutanasia, ni mucho menos frivoliza con ellos; pero sabe colocar a los enemigos de la vida en el escenario tragicómico que merecen, y no puede evitar, mientras señala sus incoherencias y desvaríos, hacer reír a quienes ha invitado como espectadores.

   La segunda nota que hace resaltar la semejanza entre ambos escritores es el notable manejo de la prosa oblicua, su manera de partir de una anécdota o de un punto cualquiera sin aparente conexión con la materia en cuestión, pero a la cual lleva poco a poco por un deslumbrante rodeo. En la selección de artículos que Máiquez nos acaba de regalar puede advertirse esa característica: un cartel publicitario, una escena familiar, los pasos de cebra, el atún rojo o una piñata sirven de motivo ocasional para llevarnos inadvertidamente hacia una idea central que, una vez insinuada, es seguida de un simbólico punto final, pues en realidad sólo a partir de ahí la idea comienza a romper su cáscara y a revolotear por nuestras mentes.

   A lo largo de toda la obra del autor gaditano, no sólo en sus artículos, sino también en su poesía e incluso en sus aforismos, podemos apreciar la soltura y naturalidad que muestra a la hora de emplear este recurso. Y digo «naturalidad» porque el empleo deliberado de la prosa oblicua, su uso a priori, es casi una garantía de su fracaso. El lector avezado identifica inmediatamente cuándo es forzada, y el escritor queda en esos casos tan expuesto como al emplear una metáfora afectada o al recurrir a un hipérbaton amanerado para buscar una rima.

   El estilo oblicuo, al menos el de los grandes autores, nace no tanto de una intención literaria como de cierta sensibilidad espiritual. Enrique «siente» que ese elemento transversal que encuentra en el camino de un pensamiento tiene una conexión secreta con éste, por eso no quiere esconderlo o excluirlo, dejándonos el pensamiento puro. No; quiere que participemos del nacimiento de ese pensamiento, que recorramos el camino junto a él y que seamos testigos de su descubrimiento. No es un cronista que se dedique a contarnos su descubrimiento omitiendo la odisea que le ha llevado hasta él, sino uno que sabe que todos los caminos, sobre todo los que tuvo que desandar por alejarse de su fin, merecen estar en la crónica, y que son quizás éstos últimos los que mejor evocan la aventura del hallazgo. A veces para participar una emoción un rodeo es el camino más corto.

   Pero sería una gran injusticia hablar de la obra de Enrique García-Máiquez limitándome a señalar los puntos de contacto que la unen con la obra de Chesterton. El escritor gaditano no es ni mucho menos un imitador del inglés, ni su estilo se debe sólo a la influencia de éste. Si la misma lectura de su obra no fuera lo suficientemente esclarecedor al respecto, bastaría una sola prueba, y es la gran cantidad de citas de Chesterton que aparecen en sus artículos. Ningún escritor que pretendiera imitar o inspirarse únicamente en otro escritor le citaría con tanta frecuencia; al contrario, trataría de no mencionarlo para no levantar sospechas sobre su propia originalidad. Sólo quien está seguro de poseer su propio carácter literario puede permitirse citar.

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   Sin duda que hay otras muchas influencias literarias en su estilo, como la de José María Pemán o la de nuestro admirado Wodehouse; pero el estilo, sobre todo el de los grandes escritores, no es ni mucho menos la suma de las influencias literarias. La familia, los amigos, las vivencias, la nacionalidad, la ciudad, el barrio, la fe, los anhelos, los traumas o su ausencia, todo contribuye a la creación de una voz literaria. Al fin y al cabo todo estilo es la seña de un alma única y su manera también única de responder a todo lo que la envuelve e impresiona.

   Por eso no ha habido ningún gran autor que haya tenido un estilo impostado, que lo haya «fabricado», deliberando cuál le convenía más o cuál tendría mejor efecto en el público. Obviamente los grandes autores perfeccionan su estilo, pero jamás lo crean; incorporan todo aquello que puede mejorarlo e intentan deshacerse de lo que le perjudica, pero tienen poca decisión sobre su naturaleza. Así ocurre con el carácter de toda persona: se pule, se corrige éste o aquél defecto, se busca el ejemplo de los mejores para hacerlo más amable, pero en cuanto a su constitución nada hay que podamos hacer.

   En la prosa de Enrique García-Máiquez puede percibirse que no hay nada de artificial; se ha formado orgánicamente, sin injertos bruscos ni elementos postizos. Honesta y de una sublime sencillez, fluye siempre regularmente, sin precipitarse con violencia, y si tiene sus «rápidos», vuelve pronto a remansarse. Lo mismo puede decirse de su poesía, a veces narrativa o conversacional, otras veces más clásica, pero siempre sobria en su curso.

   Pero todo cuanto podría decirse en este sentido sería insuficiente. Ni la enumeración de las figuras retóricas preferidas de un escritor, ni el examen de su vocabulario, ni la descripción de sus virtudes pueden aproximarnos al efecto de su lectura. Al final toda reseña sobre un libro o un autor se resume en estas palabras: «te doy mi palabra de que es bueno (o malo)». En último término cada uno deberá acudir a comprobarlo por sí mismo.

   Si yo he optado por reseñar al autor y no al libro, ha sido por una cuestión práctica que tiene que ver con mi comentario inicial. Porque, ¿cuántos artículos, poemas, aforismos o incluso libros habrá escrito Enrique García-Máiquez mientras yo escribía estas líneas? No lo quiero ni pensar. Sin embargo, con esta reseña tendré siempre algo a mano cuando no pueda seguir el ritmo de sus publicaciones, y podré recurrir a ella para responder a sus sucesivas obras. De esta forma no faltaré a la justicia que les debo, porque todo cuanto salga de esta pluma, querido lector, será bueno. Te doy mi palabra.

 

Autor

Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina
Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español cuyo pensamiento está marcado por su conversión o vuelta al catolicismo. Es autor de Colectánea (Una cruzada contra el espíritu del siglo), un libro formado por aforismos y textos breves donde se combina la apologética y la crítica a la modernidad.
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