18/05/2024 18:53
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Inicio este artículo recordando lo evidente: tanto el capitalismo como el comunismo ven al hombre como un objeto susceptible de manipulación. Ambos sistemas coinciden, por lo tanto, en su desprecio al ser humano como tal, y es por esta concordancia en sus juicios y en sus fines por la que han acabado entendiéndose. 

 

Así, formando un poderoso vínculo, sin tener que desperdiciar sus fuerzas en mutuos conflictos, su poder se multiplica y se centra en alcanzar ese objetivo común consistente en hacer del individuo un esclavo en lo material y en lo ideológico; un bulto sin alma, es decir, sin voluntad ni dignidad, absolutamente manejable. 

 

Si no se entiende esto, no podrá entenderse la actual situación de la humanidad, aherrojada bajo las botas globalistas.  

 

León Felipe, en su poema «Raposa», del libro El payaso de las bofetadas, escribió: A la larga la Historia es mía, porque yo soy el Hombre… El Hombre con mayúscula. El hombre conquistador, ser individual, defensor de su dignidad y creador de mitologías. Porque el poeta sabe que sin mitología no hay conquistadores.

 

Pero es el caso que la inmensa mayoría de los historiadores contemporáneos, a partir sobre todo del segundo tercio del pasado siglo XX, han olvidado que en la búsqueda de la dignidad y de la gloria, que tendría que interesarnos a todos, la individualidad está siendo pasto de las ratas. Y seducidos por los movimientos sociales, por todo tipo de contingencias populares, colectivismos e historias de masas, dichos historiadores han soslayado temerariamente los conflictos personales, la naturaleza del individuo, que es el germen de todo, el junco con el que hacemos el cesto. 

 

Y aunque prefieran dejarse sugestionar por lo común, por la evolución de la sociedad en su conjunto, debieran -si fuesen capaces de ello- dedicar no menos tiempo a las trayectorias individuales, tanto de personajes descollantes como secundarios, porque no sólo en lo grupal, también en dichas orientaciones particulares es posible, sobre todo, esclarecer muy a menudo las sucesivas vicisitudes y transformaciones de la humanidad. 

 

En la actualidad nadie se preocupa de volver a la idea dominante de los antiguos, sobre todo de los griegos, que proclamaba al hombre como el centro del mundo. Nadie regresa a Aristóteles, a Tolomeo, al estoicismo, a los orígenes del cristianismo. Nadie parece saber ya que para nosotros, occidentales y latinos, lo que no es individual no es humano. Al contrario, se considera esta idea como algo decadente, ocultando que estas falsas democracias que nos imponen las correspondientes oligarquías constituyen la verdadera decadencia: la de la democracia burguesa, una idea de clase sustitutiva de la auténtica idea del hombre, del individuo.

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Poco a poco el capitalismo se ha ido convirtiendo en la idea racista de los anglosajones, en su principio de unidad moral, intelectual y social. Mientras que el comunismo, por su parte, nunca ha dejado de ser la idea universal de los esclavos. Frente a ambos, el individualismo es la genuina idea universal, o debiera serlo, de los pueblos de la Europa de Occidente, es decir, latina. Fuera del individualismo no hay salvación ni resurrección para los latinos. El hombre -en quien la Divinidad ha dejado su chispa- como centro del mundo occidental.

 

Pero los historiadores marxistas, encargados de encauzar el pensamiento de las masas, no dejan de proponer al hombre como un demiurgo que abre nuevas vías para la ciencia en el campo histórico, y de recordarnos a Marx en aquello de que la anatomía de la sociedad civil debe buscarse en la economía política.

 

Nada, por supuesto, de religiosidad, de libre albedrío, de misterio místico, sea éste metafísico o religioso. Para el marxismo cultural imperante, el hombre, más allá de distinguirse de los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera, se diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de vida. «Bajo lo ilusorio se debe buscar lo real; bajo lo político, lo social; bajo el interés general, el interés de clase, y bajo las formas del Estado, las estructuras de la sociedad civil». 

 

Es decir, puede aceptarse que los hombres hacen su propia historia, pero no que la hacen de modo individual, sino encuadrados en organizaciones fundamentalmente marxistas o izquierdistas más o menos sucedáneas, y sin salirse nunca de un debate interno, es decir, controlado. 

 

De ahí que la historia del pensamiento político contemporáneo sea la del pensamiento uniforme, único, y que ese pensamiento correcto acepte «con frecuencia la polémica y la dialéctica entre obreristas e interclasistas, entre marxistas ortodoxos y heréticos, entre socialistas y liberales, entre trotskistas y leninistas, y entre vaticanistas y teólogos de la liberación, junto a otras muchas, aún más bizantinas», porque todas ellas están asumidas e integradas, es decir, domesticadas. 

 

Pero no puede aceptarse, sin embargo, otro tipo de discusiones que se han ido produciendo de modo paralelo a las de la ortodoxia -aunque, por desgracia, con difusión mucho menor-: la dialéctica de los alternativos, de los incorrectos, de los revisionistas heterodoxos capaces de cuestionar la doctrina del Sistema y deshacer sus entramados.

 

Y la causa de ello es el desasosiego que siempre les provoca a los esclavistas un debate cultural libre, siendo como son conscientes de que su armazón teórico, en torno -en este caso- a la índole del ser humano y a sus objetivos de despersonalización, carece de fundamento natural. Son conscientes, como digo, de que las leyes naturales juegan en su contra, de que, en cuanto caiga una carta, el templo de naipes de los tahúres globalistas y de sus sucursales se puede derrumbar, pues sus mentiras se hallan cogidas por los pelos, sólo amasadas por el oro y el miedo, no por la razón ni por la verdad.

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De ahí que la batalla cultural por parte de la inteligencia crítica, de los espíritus libres, sea esencial y deba ser permanente. Los intelectuales de moral selecta y vigorosa no pueden, pues, ante la gran mentira capital-marxista, dejar de proclamar que lo mejor es siempre lo más justo. Y que el Mal odia tanto más al Bien cuanto más le debe. Una deuda ligera hace un deudor; una gran deuda, un enemigo. Y el Mal debe al Bien algo infinito: la constatación de su alma pestilente. Algo que nunca le perdonará.

 

En este actual confinamiento impuesto por la inhumana plutocracia que nos rige, los días pasan lúgubres, como las ondas corrompidas de una cloaca, y si nunca las horas perdidas han podido ser recuperadas, en estos penosos días nuestros que sufrimos, además de ensuciarnos con la vileza de los secuestradores, se llevan lo mejor de nosotros: la libertad, es decir, nuestro libre albedrío, nuestra dignidad de personas, de individuos.

Es por ello que la humanidad, al menos la occidental y cristiana, está obligada a rebelarse contra esta organización o casta política, ideológica y financiera, reconquistando así su genuina naturaleza. Es cierto que tal vez no todas las generaciones actuales verán el triunfo del Hombre frente al Mal, pero, lo vean o no, pueden estar seguras de la veracidad del verso de León Felipe: A la larga la Historia es mía, porque yo soy el Hombre…

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.