22/11/2024 01:23
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La verdad es que cuando aquel día de 1978 se presentaron en «El Imparcial» mis ya amigos Adolfo Lucas Reguilón y Eduardo de Guzmán, con los que había quedado a comer, no reconocí  al caballero que venía con ellos y al que me presentaron enseguida. Increíble, pero cierto. ¡ Era Valentín González «El Campesino» en persona!… y no le reconocí porque el hombre que tenía delante no tenía nada que ver con «El Campesino» barbudo, desaliñado, con la gorra ladeada, guerrillero, miliciano, chuleta, malcarado y rechoncho de las fotos de la Guerra Civil en las que aparece. Era un tipo sin barba, quizás recién afeitado, delgado, frente amplia y pómulos muy fuertes… y curiosamente bien vestido.
 
            Ya sentados en el restaurante, uno que había muy cerca del periódico, en  la Cruz de los Caídos de Ciudad Lineal esquina Alcalá, al que llamábamos «EL Gloria Bendita» por lo que decía siempre su dueño cuando se le preguntaba por la carta, supe enseguida que los tres habían sido buenos amigos durante la Guerra. Eduardo de Guzmán, como Director de «Castilla Libre», el periódico de los anarquistas; Lucas Reguilón, como jefe de milicias de la zona de Gredos y «El Campesino» teniente coronel del famoso V Regimiento (luego sería general).  
 
             Ni que decir tiene que allí, durante dos horas y pico, sólo se habló de la Guerra y de las «batallitas» vividas por los tres. Bueno, eso sí, hubo un momento que yo les puse sobre el tapete la España actual (naturalmente cuando digo actual me estoy refiriendo a la España de aquel momento y con Franco recién muerto) y las palabras de los tres tenía que haberlas grabado, pues viniendo de un anarquista y dos comunistas (de los de verdad) sorprenderían a los antifranquistas de hoy.
                 — Pues, todo lo que decís es poco — comenzó diciendo Valentín, así le llamaban sus amigos—, quizás porque nunca estuvisteis en la Rusia comunista… Vamos a ver, y lo digo yo, que conste, esta España en la que vivís, y a la que por fortuna he podido regresar, está claro que no es la nuestra, la de entonces, porque aquella era «la posá la estrella», un patio de vecinos malavenidos y muertos de hambre, y esta…esta es ¡¡¡ UN PARAISO!!!…¡Ah, cabrones, si hubiérais vivido en «el Paraiso comunista»!… Os aseguro, que vuestro Dictador Franco al lado del GRAN PADRECITO STALIN es un alma de la caridad y vuestra policía ángeles de Dios en comparación con la NKVD… y vuestras cárceles en comparación con la LUBIANKA  son residencias veraniegas con piscina incluída. No sabéis vosotros cómo vive el pueblo ruso. ¿Libertad? ¿Igualdad? ¿Democracia?…¡¡¡ Mentira !!! Aquello es un infierno… Eso sí, los jerifaltes viven como faraones… Me gustaría que hubiéseis visto la Lubianka… a su lado las cárceles españolas son residencias para turistas alemanes en la Costa del Sol y ese policía del que tanto hablais, sí, ese «Billi el Niño», allí habría sido enviado a Siberia acusado de seminarista.
 
                — Anda, Valentín, no seas malo y cuéntale a nuestro amigo Merino cómo viviste tú  en Rusia y cómo conseguiste escapar –le dijo Lucas Reguilón,»El último guerrillero de España», según el libro que acababa de publicar.
               —  ¿Es verdad, compañero, que conseguiste salir gracias a vuestra Dolores y al Carrillito? — añadió con sorna el anarquista, el ya famoso autor de sus obras sobre la Guerra («La muerte de la Esperanza», Premio «Memorias de la Guerra Civil Española» 1973; «El año de la Victoria» y «Nosotros los asesinos»).
               — Mira, Eduardito, si no quieres que me levante ahora mismo y me marche ni menciones a esos hijos de puta.
               —  JÁ, JÁ, JÁ… y la carcajada de los amigos debió  retumbar hasta en la cercana Cruz de los Caídos.
                       —    No, y dejaros de cachondeos, que estamos hablando de cosas serias… y vosotros sabéis muy bien lo que fueron esos traidores que habéis mencionado… No, he pensado, que mejor que yo hable es que el Sr. Merino lea mi libro y por eso le he traído un ejemplar… — y sin esperar más sacó del bolsillo de su chaqueta un libro y me lo entregó:
                     «YO ELEGÍ LA ESCLAVITUD» mis vivencias en el infierno comunista.
            ¡Dios, y les aseguro que aquella noche no pude dormir! … y el español que lo lea se llevará las manos a la cabeza incrédulo.  Pues, después de escuchar el relato del verdadero «Campesino» en persona se acaban las dudas.
          Ahora, pasen y lean las páginas que les reproduzco. Son las que le dedica a su estancia en la LUBIANKA, la cárcel estrella de Moscú… y comprenderán por qué me preocupa el futuro si no se les pone freno a los comunistas de Pablo Iglesias y al «padrecito» Pedro Sánchez.
 
 
EN LA LUBIANKA, LA MUERTE ES UNA SUPREMA LIBERACIÓN
 
   

En torno a los famosos procesos de Moscú y a los que asistimos actualmente en las mal llamadas «democracias populares», una cosa intriga particularmente a la opinión mundial: la explicación de las increibles confesiones.
   ¿Por qué se abruman a sí mismos los acusados con delitos que no son, que no pueden ser ciertos? ¿Por qué se condenan a sí mismos al deshonor y a la muerte? ¿Inyecciones…? ¿Hechicería…?
La respuesta me parece, a la vez, mucho más complicada y mucho más sencilla. Sin creer en la tesis del supremo sacrificio político hecho por esos hombres a la causa, al partido, a la disciplina -a esos dioses crados por ellos mismos y que han acabado siendo su única razón de ser-, he de decir que cualquiera que haya pasado por la instrucción de uno de esos procesos en la Lubianka -y en cada país satélite existe ya una Lubianka–, puede explicarse fácilmente el mecanismo de las confesiones.
   En el curso de esos procesos, la muerte acaba siendo suprema y anhelada liberación. La única posible.
 
                                                                EN LA «PERRERA»
 
 Un miliciano me condujo a una especie de cabina estrecha; sólo es posible pemanecer en ella de pie o estrecha; sólo es posible permanecer en ella de pie o sentado en un taburete, de forma que las rodillas rozan la puerta.
El nombre de robatchnik (perrera) que recibe no es muy apropiado, pues los perros están infinitamente mejor.
   A las dos horas me condujeron a la visita médica.
   Una mujer de gesto hosco, de alma seca y maneras despiadadas, vistiendo una bata blanca y luciendo una estrella colorada -tenía el grado de capitán de la NKVD-, se entregó a las más detalladas manipulaciones con mi persona.
    Bochorno siento al descubrir la revisión que me hizo del ano y de la uretra. Me volvió después los párpados de manera tan brutal, que me duró cuatro días el dolor en ellos. Me examinó los oídos con una especie de alambre hastahacerme sangre. Y, seguidamente, la boca y hasta el esófago, con un tubo y una diminuta bombilla, hasta obligarme a vomitar cuatro veces seguidas.
   Anteriormente me habían dado cien gramos de pan y un litro de agua gaseosa, como enjabonada, para que, al vomitar, descubriera los «secretos» que pudiera ocultar el estómago.
   Dos horas duró este suplicio. Al salir de él me sentía enfermo, asqueado y profundamente humillado. De eso se trata, ante todo: de humillar al ser humano, de reducirlo a una cosa, a un cero.
   De vuelta en la estrecha cabina, hube de permanecer toda la noche completamente desnudo.
   A la mañana siguiente me dieron un pantalón que me llegaba hasta la rodilla y una camisa con una sola manga. Seguía la humillación: tenía que encontrarme profundamente ridículo.
   Seis días permanecí en la «perrera» sintiendo el ojo de un guardián constantemente fijo en mí.
   Era una manera de anuciarme: Mientras estés aquí no podrás hacer un gesto o un movimiento que no espiemos y conozcamos.»
                                                   ATORMENTADO CIENTÍFICAMENTE 
 
   Me llevaron después a una celda donde había ya cinco hombres. ¿Hombres…? Estaban tan pálidos, tan debilitados, tan cadavéricos, que yo los tomé por enfermos de gravedad -casi por espectros-, y la celda me pareció una enfermería.
   Uno de ellos -un lituano- me dijo en voz baja, más que por precaución, porque no parecía quedarle aliento:
  Aquí permanecerás sin duda un año, si es que no te mueres antes.
  Reaccioné vivamente y le repliqué con energía:
  –Yo no soy de los que mueren fácilmente.
  Me miraron con un asomo de sorpresa y de compasión.
  Me habían puesto entre aquellos seres semimuertos para que viera lo que sería de mí al cabo de algún tiempo.
  La celda no medía más allá de 4,60 metros de largo por 2,40 de ancho.
  En la inmensa URSS, sexta parte del globo terráqueo, se reduce al ser humano a la mayor estrechez posible. Había tres camitas a cada lado de la celda.
   Naturalmente, había que dormir con las piernas encogidas.
   La parte baja de las paredes era de un color verdusco, y en la parte alta, de color ocre. El suplicio empieza ya por esta falta de unidad en los colores.
    No es posible oír ni el menor ruido de una celda a otra. En cambio, el guardián, apostado permanentemente ante la puerta de la celda, debe oír por un sistema especial microfónico cuanto se dice en el interior.
   Es otro de los suplicios: el silencio y el control absoluto sobre lo que se dice.
   El régimen que teníamos que observar era severísimo. A las cinco en punto de la mañana estábamos en pie. Nos concedían siete minutos para salir a hacer nuestras necesidades en el mismo retrete los seis; nos absteníamos de hacerlas en nuestra celda, en la medida de lo posible, con el fin de evitar los malos olores.
  Los guardianes aprovechaban estos siete minutos para registrar cuidadosamente la celda.
  Durante dos horas teníamos que limpiar cada día las camas con un trapo empapado en petróleo y frotar el suelo con unos cepillos; si el guardián descubría la menor mancha, nos obligaba a frotar durante otras dos horas. En el estado de agotamiento en que se encuentra el preso, esta tarea constituye otro suplicio.
   Nos daban después cien gramos de pan negro y un vaso de agua caliente por todo alimento. Seguidamente teníamos que sentarnos encogidos sobre la camita con un libro en la mano; pero como se nos imponía la obligación de mirar constantemente al agujero de la puerta, resultaba imposible leer. Cuando alguien sucumbía a la tentación de la lectura y dejaba de mirar al fatídico agujero, entraba el guardían y lo volvía a la disciplina a golpes.
  A la una en punto entraba en la celda un camarero pulcro, límpio, vistiendo una blusa y tocado con un gorro de impecable blancura: traía en una bandeja plateada -y con cubiertos asimismo plateados- cien gramos de pan negro y una sopa caliente de col agria y tomate.
  Que un camarero tan límpio y elegante viniera a servirnos una tan mísera e insuficiente comida, constituía un detalle de refinada crueldad.
  De una y media a dos, nos permitían tumbarnos, encogidos, en la camita. Después, hasta las siete, otra vez sentados, encongidos, inmóviles y sin apartar los ojos del agujero de la puerta.
   A las siete, otra comida semejante a la de la una.
   Hora y media más sentados y con los ojos fijos en el agujero de la puerta.
   Todo resulta calculadamente cruel en este detalle del tiempo en la Lubianka. En primer lugar, la inmovilidad durante horas y horas; la tentación de moverse, de cambiar de posición, acabar haciéndose irresistible.
   Pero lo verdaderamente terrible, obsesionante, hasta crear un estado de pesadilla e incluso de alejamiento o de locura, es la obligación de mirar fijamente al agujero de la puerta y ver en él, constantemente clavado en ti, el ojo del guardián. Ese agujero y ese ojo acaban agrandándose desmesuradamente, dando vueltas a una velocidad vertiginosa ante los ojos del preso, destruyendo poco a poco su mente y su voluntad.
  De eso se trata precisamente: de provocar la desintegración moral del individuo.
  Con la boca babeante y los ojos desorbitados, el lituano produciá un contínuo movimiento de rotación con la cabeza, como siguiendo las imaginarias vueltas del agujero. Entraba el guardián y lo arrancaba de su alelamiento de un golpe brutal. Poco después, volvía a empezar el mismo movimiento de cabeza.
  Completa la desintegración del preso el estado de delibitación progresiva que determina la subalimentación. El preso no llega a morirse de hombre; pero el hambre crónica, sabiamente dosificada y reglamentada, acaba creando la obsesión animal de la comida.
   Llega un momento en que sólo se tiene una idea fija. comer suficientemente         
              

    Tal es el régimen durante el día. Durante la noche continúa el suplicio.

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                                            SIGUE EL TORMENTO

                                   INTERRUMPIENDO  EL SUEÑO

  El sueño no constituye en la Lubianka un descanso reparador del organismo, sino todo lo contrario. La falta de espacio obliga a tener las piernas constantemente encogidas. A pesar del frío, y so pretexto de impedir que el preso pueda hacerse el hara-kiri -¿con qué?-, hay que tener durante toda la noche los brazos descubiertos, bien visibles, situados a los lados del cuerpo.

     Y hay que mantenerse siempre en la misma postura, con la cara dirigida hacia el espantoso agujero de la puerta y el ojo humano, que ha acabado clavándose en el cerebro, aún en sueños. Si se cambia levemente de posición, entra el guardián y despierta al preso a golpes.

    Añádase a estos suplicios los de la luz. Durante toda la noche cae sobre los presos una luz demasiado viva, que hiere los párpados y les molesta incluso cuando se duerme.

    ¿Dormir? Con todas esas obsesiones no se logra dormir plenamente, y cada mañana se siente un mayor cansancio, un entorpecimiento progresivo, la desintegración física y moral…

     Van hundiéndose los ojos, cobra el rostro una palidez cadavérica y, al mismo tiempo, se empieza a sentir un inmenso vacío interior, como si se fueran succionando toda la sustancia vital.

                                                ANÁLISIS PSICOLÓGICO
                                              

    Cada semana se recibe la visita de un comandante médico, acompañado por tres o cuatro oficiales; todos pertenecen a la NKVD.

    Con exquisita amabilidad interrogan a cada preso sobre su estado de salud y le preguntan si desea hacer una instancia respecto a la comida o escribirles a los familiares.

    La Lubianka es una tumba en vida; a ningún preso le está permitido comunicarse con su familia.

    Se trata de observar sus reacciones, sus debilidades, su estado de madurez para lo que se va a exigir de él.

    Todas estas observaciones -lo mismo que las de los guardianes y las de toda persona oficial con la que se está en contacto en la Lubianka- son comunicadas al juez o a los instructores.

    Todo está diabólicamente combinado para acabar con el individuo y convertirlo en una masa maleable.

    Los interrogatorios se hacen siempre durante la noche. La noche ha sido en todos los tiempos la aliada de los inquisidores.

     A las nueve te han permitido acostarte; a las nueve y veinte minutos o las nueve y media, cuando se empieza a conciliar el sueño o se duerme ya, entran dos guardianes en la celda, te despiertan brutalmente y te conceden dos minutos para vestirte.

    Te sujeta después cada uno de los guardianes por un brazo y te conducen de prisa a lo largo del inmenso corredor.

     Un ascensor, otro corredor, otro ascensor, otro corredor.

     Diríase que te llevan extrañamente lejos, fuera del mundo viviente.

     Los corredores están tapizados para ahogar el ruido de los pasos. Si en uno de ellos conduncen a otro preso en dirección contraria, los guardianes producen un chasquido con la lengua, como si se dirigieran a un burro o a un perro, y te dejan pegado a la pared hasta que ha pasado el otro preso.
    Los presos conducidos al interrogatorio o de vuelta de él no deben verse entre sí.
    Tanto a la entrada como a  la salida de los interrogatorios o de vuelta de él no deben verse entre sí.
    Tanto a la entrada como a la salida de los interrogatorios hay una mujer en la puerta; tiene sobre una mesa un libro-registro abierto, y hay que firmar por una ranura capaz de contener tan sólo tu nombre. El preso no debe poder leer los nombres de otros presos.
    Cuando los guardianes te ponen en manos del juez instructor, éste debe firmarles un recibo. Todo queda concienzudamente registrado en la Lubianka.

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                                                              LA PRIMERA SESIÓN 

El despacho al que me llevaron era el 967. Una pieza muy, severa, bien iluminada, con las paredes totalmente desnudas si exceptuamos el inevitable retrato de Stalin en la del fondo.
   Había allí tres oficiales de la NKVD. Me hicieron sentar en uno de los rincones y quedé casi tapado detrás de una gruesa tabla, con las manos bien visibles sobre ella.
   Durante un buen par de horas, ninguno de ellos me dirigió la palabra. Simulaban leer un periódico, pero en realidad no apartaban los ojos de mí. Hacía yo grandes esfuerzos para no dormirme.
   Por fin, empezaron a interrogarse por turno los tres, como si se hubieran distribuido previamente los papeles. Querían atontarme y envolverme con diabólica habilidad.
   Uno de ellos se dirigía a mí en tono afable, amistoso, protector; los otros me insultaban con una grosería sólo concebible entre rusos. Sabido es que el idioma ruso es uno de los más ricos en injurias y blasfemias; los comunistas han aumentado esa riqueza hasta el infinito.
   Me conocía yo muy bien ese lenguaje, y desde mi rincón no me quedaba corto replicando.
  ¿Cuando había entrado al servicio de los imperialistas ingleses y norteamericanos? Durante la guerra civil española, ¿verdad? Ya hacía años que la NKVD sospechaba de mí y me vigilaba estrechamente. Sabía que, ya en Madrid, había entrado en relación con un militar norteamericano de la Embajada. ¿Cuántas veces le vi? ¿Y qué secretos le comuniqué?
  A todas las preguntas respondí con ironía.
  Creo que llegué a desconcertarles. Veía muy claro su juego: no sólo se trataba de condenarme severamente, sino también de destruir mi pasado y de deshonrarme a los ojos de los comunistas españoles y del mundo entero.
   ¡El campesino, incluso en España, no había sido otra cosa sino un vulgar agente de los imperialistas angloamericanos!
   Había arrastrado a millares de hombres a la muerte para debilitar al Ejército republicano.
   Y había cometido infinidad de actos criminales para desacreditar la causa del comunismo.
   ¡Qué perfidia la suya tratando de hacerme responsable de los monstruosos crímenes cometidos por los propios rusos en España!
   Los americanos me habían ayudado a huir de la URSS; ellos me habían acogido en Teherán, dándome buenos trajes y dinero a cambio de mis informaciones.
   Se conservaban mis ropas como pruebas de convicción
   A todo esto repliqué.
   –Los ingleses me vieron en tal estado de desnudez después de pasar muchos años en la URSS, que me dieron ropas, y los rusos me las han robado. Esto es todo.
   Duró este interrogatorio –con largas pausas, durante las cuales parecían olvidarse de mí–. hasta las cuatro de la madrugada.

                                               MIS SENTIMIENTOS MÁS SAGRADOS 
                         LOS UTILIZABAN AQUELLOS MONSTRUOS PARA RENDIRME
 
 
  Y cada noche volvía a empezar la misma comedia:
me despertaban veinte minutos después de haberme hecho acostar, me conducían, sujeto por los brazos, al gabinete 967, me dejaban durante horas enteras sin dirigirme la palabra, y luego, de repente, hacían llover las preguntas y los insultos sobre mi cabeza hasta las tres y media o cuatro de la madrugada.
   Por las comprobaciones que hacían de mis respuestas y los datos nuevos que parecían tener cada día sobre mí, comprendí que con mis inquisidores visibles colaboraban a diario otros ocultos: los jefes comunistas españoles residentes en Moscú.
  ¡Mis propios compañeros! ¡El comunismo no conoce la piedad ni la dignidad humanas…!
  A las pocas noches, mis interrogadores empezaron a mirar unas fotografías y a hacer comentarios en voz alta, como si no me encontrara yo presente. Observaban, sin embargo, mis reacciones.
  Eran las fotografías de mi compañera y de la niña que acababa de dar a luz; así supe, en aquel gabinete inquisitorial, que tenía una hijita.
   No consintieron en mostrarme las fotos. En cambio, se entregaron a los más abyectos comentarios.
   «¿Estaba seguro de que aquella niña era mía? ¿Qué haría si mi compañera tuviera otro hombre en su vida?
   ¿Debían dejarla en libertad para que me repudiara y se entregara a otro hombre, o debían detenerla como cómplice mía?»
   Los sentimientos más sagrados del ser humano son aprovechados por estos monstruos para reducir más fácilmente a sus víctimas.
   Me negué obstinadamente a firmar ninguno de los interrogatorios. A los dos meses me metieron en el robatchnik (perrera).

                                                              ALIMENTADO CON SONDA

   Declaré la huelga del hambre. Al noveno día me pusieron una camisa de fuerza, con unos muelles que me oprimían el cuerpo hasta asfixiarme y con un tubo, y una cánula me introdujeron un líquido en el cuerpo.
   Poco después declaré por segunda vez la huelga del hambre; me volvieron a poner la camisa de fuerza, y con una sonda en la boca me hicieron ingerir una sopa.
  Comprendí que en aquella lucha desigual llevaba las de perder, por lo cual renuncié a la huelga del hambre.
 
                                          INTERROGADO TODAS LAS NOCHES
                                                  DURANTE OCHO MESES
 
         
Cerca de nueve meses en total permanecí en la Lubianka. Los interrogatorios se prolongaron durante ocho.
  La más de las noches me permitían dormir hora y media, dos horas, dos y media a lo sumo. Mi obsesión no la constituía ya la comida, sino el dormir un poco más. Creo que el sueño es la peor de las obsesiones.
   Sólo por un sobrehumano esfuerzo de voluntad podía mantenerme despierto durante el día en la celda y durante la noche ante mis verdugos; sobre todo, cuando estos dejaban de dirigirme la palabra horas enteras.
   ¿Cómo pude resistir semejantes torturas? No lo sé.
El organismo humano tiene una capacidad de resistencia inverosímil, insospechada.
   El caso es que no confesé lo que querían que confesase. Y no firmé una sola de las declaraciones preparadas al efecto.
   Para obligarme a ello, me aplicaron repetidas veces unos de los más espantosos tormentos de la Lubianka: el de los «baños helados».
   Perdía el conocimiento a los pocos instantes, y sólo lo recobraba en el robatchnik.
   ¡Pero no confesé! ¡Y no firmé!
 
 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.