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“Una hora no es una hora, es un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos, y de climas. Lo que llamamos la realidad es cierta relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos circundan simultáneamente, relación que suprime una simple visión cinematográfica, la cual se aleja así de lo verdadero cuando más pretende aferrarse a ello, relación única que el escritor debe encontrar para encadenar para siempre en su frase los dos términos diferentes. Se puede hacer que se sucedan indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar descrito, pero la verdad sólo empezará en el momento en que el escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierra en los anillos necesarios de un bello estilo: incluso, como la vida, cuando, adscribiendo una calidad común a dos sensaciones, aísle su esencia común reuniendo una y otras, para sustraerlas a las contingencias del tiempo, en una metáfora”.
La cita anterior, tomada de El tiempo recobrado de Marcel Proust (“Muérete, Proust”), no es menos cierta por resultar tan manida. La lengua, en su infinita digresión del tiempo, es el único hogar del escritor: todo lo restante son destierros. Sólo en el estilo se detiene el instante: perdura en el papel, se malogra en esa voraz e ilusoria sucesión a la que llamamos vida. Por la metáfora, aquella que menciona Proust, llena el vacío entre la lengua y el mundo; entre el objeto y su símil, a través de la imagen verbal. La vida, para aquel que carezca de toda militancia que no esté encabezada por la poesía, es mero exilio antes de la muerte: una nada anticipadora de la nada definitiva, como sombras que se hunden en más sombras. Sin echar mano siquiera del pathos trágico o de la melodramática elegía: más vale sonreír que llorar, en palabras de Leopardi: “No sé si prevalece la risa o la piedad”. Siempre en el límite: esa carcajada que enjuga una lágrima.
Es mejor decirlo todo de una vez: Un lugar sagrado donde cazar de José Antonio Martínez Climent es la mejor novela geopolítica para entender estos tiempos de guerra. Su rabioso retrato de dos bloques enfrentados está, tristemente, de rabiosa actualidad. Muestra con una profundidad y una familiaridad fruto de la trabajosa documentación la trastienda de los grandes acontecimientos. Cuanto cabe esperar de una gran obra de ficción se encuentra presente en sus páginas: un hondo conocimiento de la historia, un relato apasionado de venganza, una trama llena de intriga con constantes giros argumentales y la descripción de todo aquello que siempre ha motivado las acciones de los hombres: la ambición, el poder, la codicia, el instinto de supervivencia. Pero, sobre todo, lo que, desde la noche de los tiempos, ha insuflado vida a todo relato: ese eterno cuento de amor que reza “chico conoce a chica”; con toda la belleza, el amor y el dolor que bajo cualquier circunstancia esa historia siempre acarrea. No se puede pedir más a un libro cuyas peripecias humanas sin duda divertirán a los dioses del monte Olimpo y también entretendrán a los mortales.
El lector experimentado de novelas que sin duda estará cansado de leer finales anticipados, lugares comunes, personajes estereotipados y una visión gazmoña y biempensante de la condición humana y del mundo; agradecerá la aparición de un libro que desde el primer renglón abre las ventanas de la narrativa imperante en nuestra lengua. De la alargada sombra del costumbrismo “garbancero” en la ficción española, en los tiempos donde Juan Benet y Rafael Sánchez Ferlosio representaban la contrarrevolución estilística, a la del periodismo de prosa monocromática, plana y funcional, según su modelo anglosajón, donde la obra del alicantino Martínez Climent viene, después de ganar el Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2017 por su anterior novela Campo de víboras, a ocupar una posición análoga a la de Benet y Ferlosio para nuestros días.
En su pulido y ambicioso empeño narrativo, Martínez Climent se ha servido de la voz narrativa de Sergey Aleksandróvich Gudonov, un aristócrata que narra su biografía desde el bolchevismo de 1917 al posmodernismo norteamericano mezclando geografías y tiempos, dirigiéndose al lector de manera directa, introduciendo distintos formatos como las cartas o el diario, intercalando fragmentos en los que habla en segunda persona a una mujer amada y, sobre todo, mostrando un poder descriptivo de gran aliento lírico en la prosa, digno de José Martínez Ruiz, también conocido como Azorín, autor de La voluntad. Ninguna ideología sale indemne de las páginas reaccionarias de Un lugar sagrado donde cazar, como demuestran sus descripciones tanto del mundo comunista como del capitalista: “Edulcoradas y sentimentales columnas del Pravda” y “…formidables donaciones por la compra de los más absurdos mamarrachos jamás producidos por la moda del momento, el pop-art”. El mal gusto cunde multiforme por la Modernidad.
Para el autor, como se deduce de las páginas de la novela, liberalismo y comunismo son “hermanos monocigóticos”, al decir de Juan Bautista Fuentes, tan semejantes en su concepción antropológica como odiados, en la estirpe de Caín, entre sí. Es ahí donde destaca el reaccionario que no se deja encandilar por ningún canto de sirena y que muestra un desencanto aristocrático con un mundo dominado por las masas, de manera pareja, en ambos modelos. La nostalgia y la ironía conforman, entonces, una filosofía última para un protagonista a la vuelta de todo y harto de todos: “El espía moderno es por lo general un funcionario. Como tal, el sello que ennoblece su periodo de servicio está caracterizado por un cumplimiento escrupuloso de las normas; así sea el horario de oficina o el modo de apuñalar discretamente al enemigo entre la sexta y séptima costillas”.
Los buenos modales, como escribe Martínez Climent en calidad de aforista quevedesco, son un logro de la civilización. Una marca aristocrática que el capitalismo liberal y el socialismo real borran por igual a su paso. Las máximas del autor, diseminadas en las páginas de la novela, resultan impecables y propias de un clásico. Una muestra: “Con qué rapidez la vida se convierte en pasado”, “la vida que había conocido se disolvía, pues venía a suplantarla una odiosa impostura que habría de durar para siempre” y “mirar hacia atrás y reescribir el pasado es algo dable tan solo a los mejores novelistas”.
Partiendo de la muerte del padre del protagonista, tan simbólica como definitoria; y de la Revolución Rusa, encarnación paradigmática de cómo la historia se introduce impúdicamente en nuestras vidas para darles la vuelta, desdeñosa, como a un calcetín; Martínez Climent llegará al corazón de la Guerra Fría con ese espíritu cronista y distinguido que es propio de Lampedusa, de Mann, de Foxá: narrando la desaparición de ese mundo que, en palabras de Gramsci, ha muerto: cuando el nuevo no termina de aparecer y en el cruce tiene lugar la llegada de los monstruos.
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