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Sucedió el día 14 de diciembre de 1935 cuando España ardía ya y el volcán estaba a punto de explotar. El Presidente de la República se negó a darle al vencedor de las elecciones, José María Gil Robles,  el Gobierno y éste no tuvo más remedio que abandonar el Ministerio de la Guerra. Aquella noche, aunque él no lo cuenta así insinuó a la Cúpula Militar con Franco a la cabeza, como Jefe Superior del Ejército, la posibilidad de un Golpe de Estado. Franco se negó, pero no pudo evitar lo que vino después.

Y aquí sí reproduzco al pie de la letra lo que el propio Gil Robles escribió en sus memorias:

“No fue posible la Paz”

«A los pocos minutos de enterarme de que el se­ñor Portela había dado a conocer al presidente de la República la lista del nuevo Gobierno, me dispuse a abandonar oficialmente el palacio de Buenavista. Al difundirse la noticia por todas las dependencias, y a pesar de lo intempestivo de la hora –cerca de las dos de la tarde–, el personal del Ministerio y los generales a la cabeza, mostraron el deseo de despedirse de mí. 

Con el único propósito de estrechar la mano de todos, recibí a militares y funcionarios en el salón de ayudantes, contiguo al despacho del ministro. Pero el jefe del Estado Mayor, general Franco, para que el acto resultara aún más excepcional, se creyó en el deber de dirigirme las siguientes palabras: 

“Los que hemos colaborado cerca del ministro en estos meses queríamos reunirnos un momento para saludar a vuestra excelencia; pero ha cundido con rapidez inusitada esta noticia, y todo el personal del Ministerio ha querido participar en este sencillo acto de despedida. Ello indica por qué, inesperada y rápidamente, se ha llenado este salón. Yo sólo puedo decir, en este momento, que nuestro sentimiento es absolutamente sincero. Jamás el Ejército se ha sentido mejor mandado que en esta etapa. El honor, la disciplina, todos los conceptos básicos del Ejército han sido restablecidos y han sido encarnados por vuestra excelencia. Yo no puedo hacer otra cosa en estos momentos en que la emoción no me deja hablar. Para significar hasta qué punto la rectitud ha sido la única norma de actuación del ministro de la Guerra, basta relatar una sencilla anécdota. Llegó una propuesta para desempeñar un cargo; venían en la propuesta tres nombres, tres oficiales que reunían las mismas circunstancias y a los que acompañaban los mismos méritos. El ministro de la Guerra tenía que resolver entre esos tres nombres; yo le indiqué que cualquiera de ellos era capaz y podía desempeñar brillantemente el cargo; pero con toda lealtad dije que uno de los tres oficiales estaba recomendado por casi todo el partido del propio ministro, por la Cámara y por figuras del Ejército.” El ministro me respondió: “Haciendo abstracción de todo eso, ¿usted a quién designaría?” Yo le contesté: “Los tres tienen iguales méritos. Yo designaría al más antiguo.” El ministro no dudó un instante y me ordenó: “Pues al más antiguo.” Ése ha sido vuestro ministro de la Guerra.” 

La misma emoción que ahogaba la voz del general Franco se había apoderado de mí. Haciendo un verdadero esfuerzo para dominarla, me despedí en breves palabras de mis fieles colaboradores, a quienes rogué que prestasen a mi sucesor la misma ayuda leal y patriótica, “porque tengo la seguridad –dije– que habrá de inspirarse…, en las normas de enaltecimiento del Ejército y desinterés político” a las que siempre ajusté mi conducta en el Ministerio. Mientras estrechaba la mano de todos los reunidos, el jefe del Estado Mayor no pudo contener las lágrimas, según refirieron los diarios Ya, en su número de 14 de diciembre, y El Sol, al día siguiente. Alguien comentó a mi lado: “Es la primera vez que he visto llorar a Franco.” 

Unos minutos después –recogidos previamente mis papeles– abandonaba con profunda amargura el Ministerio de la Guerra, al que había llegado siete meses antes con inmenso entusiasmo y fe ciega en España, con el único deseo de servir a mi patria por encima de los mezquinos intereses de partido y para desarrollar una labor de tipo exclusivamente nacional. 

Acompañado de los generales Fanjul, Varela y Goded, marché a mi casa, después de pasar un momento por el domicilio de Acción Popular, donde se celebraba el Consejo Nacional de la JAP.» 

¿Y por qué lloraba Franco…?, ¿sólo de emoción y pena por la marcha del ministro que le había aupado a la cúspide de mando del Ejército español? ¿Qué significado tenían aquellas lágrimas? 

Curiosamente, Franco, que había sido el último general en arriar la bandera rojo y gualda de la Monarquía y el salvador de la República en octubre del 34, se pone a llorar cuando la República insensatamente entrega los dos años de mandato que aún le quedaban a los vencedores de las elecciones de 1933 y entra, suicidamente, en la recta final que la llevaría a su hundimiento. El general más joven de Europa, a quien todos tienen por monárquico, aunque ya es «el general de la República», no puede evitar su sentido de la responsabilidad y su preocupación por España y llora, sí, quizá por primera vez en su vida. 

Pero…, ¿no era para llorar el espectáculo que estaban dando los Partidos políticos y la abierta y frontal ruptura de las izquierdas –especialmente el socialismo– con la democracia y la legalidad republicana…? ¿No era para llorar el ver cómo se había deteriorado el orden público, la convivencia y hasta el ser de la Nación…? ¿No era para llorar el ver cómo la miopía de la clase política y del propio Presidente de la República habían provocado la ruptura de la coalición que gobernaba?

Portela Valladares , el “hombre de centro” que huyó cobardemente la noche del 16 de febrero, arrojando el Poder al arroyo para que lo recogieran los “rojos”

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Mal, muy mal, veían el porvenir todos los españoles aquella Nochevieja de 1935, la última en paz que iban a vivir, sin saberlo, cuantos en aquellas horas pugnaban por el Poder como niños. Porque aquellas doce uvas de 1935 iban a ser para muchos –al igual que lo fueron para el rey don Alfonso XIII las de 1930– las últimas uvas de su vida y para otros, los más, las últimas que tomaban en el seno de la familia…, ya que al año siguiente España –las dos Españas– estarían en guerra fratricida y exterminadora. 

Tal vez por eso lloraba Franco.”

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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