Me encuentro agotada, a causa del consumismo y el materialismo. Es apabullante cómo algunas personas pretenden presionar a otras para que gasten dinero en ellas por capricho. Chantajean emocionalmente, reflejan en su comportamiento pensar “si no me compras, no me amas”. Cuán necesario es ser fuerte, resistir. Cuesta sudor y sangre ganar dinero, debemos ser sumamente cuidadosos a la hora de adquirir o deshacernos de recursos, y no ser tan débiles e irreflexivos como para permitir que los demás, mediante la excusa de la tradición o el arma de la presión, nos controlen, nos arruinen. La misa semanal, el matrimonio y la maternidad, son tradiciones de las que nos hemos deshecho en gran medida, y se alardea por ello de libertad mental, de falta de opresión y ataduras. Sin embargo, esas mismas personas se someten sin vacilar y con energía a la nueva imposición social: comprar, aun sabiendo que, en caso de que el receptor lo necesite, pocas veces significará algo para él, difícilmente le apasionará, y a causa de la baja calidad de una parte importante de los productos del mercado actual, acabará en el vertedero en poco tiempo. Después, ¿a dónde se dirigen nuestros desperdicios, lo adquirido sin conciencia y lo expulsado de nuestra casa de la misma forma? No importa, siempre que no podamos verlo. Mientras, el planeta muere y con él nuestros pulmones.
En medio siglo hemos pasado de apenas poder ofrecer desayuno a nuestros hijos, a adentrarnos por inercia cada día en la rueda del consumo, destructiva económica y moralmente. Tantos pretenden luchar contra el vacío existencial con objetos, mientras que resulta más nutritivo, para la persona y la sociedad, utilizar como herramientas el amor, el cultivo de pasiones, Dios, la cultura y la belleza, y la ayuda a los demás (personas o animales). Todo ello requiere estar en posesión de un substrato moral, que deliberadamente el gobierno nacional y mundial, utilizando la publicidad y la educación, ha reducido a cenizas. Se ha fabricado una generación de engendros amorales, dictatoriales y caprichosos, máquinas que viven para comprar compulsivamente, exigir que le compren (porque tiene derecho a todo), devorar, y a la postre tirar. Desnortados por la falta de valores y profundamente ingratos. Como colofón, todo ha sido recibido gratuitamente, independientemente de la calidad de su comportamiento o rendimiento en sus obligaciones.
El amor de mi madre es el mayor de los presentes, y ha llovido gratuitamente a diario desde que nací. En mi casa los niños sólo han recibido regalos materiales en el aniversario de su nacimiento y el día de Epifanía (en nuestro español hogar nunca se ha escrito al yanqui Santa Claus, por eso no ha venido). Dicha norma se estableció con el objetivo firme y esencial de enseñar a los niños a valorar, apreciar, estimar lo material, porque obtenerlo cuesta recursos naturales, y dinero por el que se ha perdido salud. Esa regla también contaba con la finalidad de no colapsar el cerebro infantil con exceso de objetos a su alrededor, lo cual ayuda a relajar el sistema nervioso: cómo no van a encontrarse los niños tan alterados con semejante número de estímulos permanentes en torno a sí, materiales y digitales. Por último, la cantidad de obsequios ofrecida en ambas celebraciones en mi casa, era directamente proporcional al comportamiento obediente y agradable del niño, así como el número de notables y sobresalientes obtenidos en sus estudios. Recuerdo distintivamente la producción de adrenalina en mi cuerpo durante la infancia cuando, el día de mi cumpleaños o de los Reyes Magos, recibía y desenvolvía lenta y atentamente un presente. Me entristece darme cuenta de que hoy nada alberga valor, es inusual escuchar “¡es valioso!”, nada es especial porque se compra a diario, tenemos todo, hasta el punto de alquilar o comprar trasteros porque nuestras viviendas se encuentran abarrotadas, y con vergonzosa frecuencia no conocemos cada artículo que se encuentra en cada armario, estantería, cajón y cómoda de nuestra vivienda.
Estoy saturada, extenuada. Sólo adquiero lo que considero de gran utilidad, y llevo años revisando periódicamente cada pertenencia propia y deshaciéndome de lo innecesario: vivir para reducir la carga. Desde hace tiempo, con orgullo, mano dura y sin titubear, rechazo comprar sólo porque la práctica social lo exija: mi compañía es lo más valioso que puedo entregar a otra persona. Si ello resulta insuficiente, sal de mi vida, no soy una vaca lechera ni una máquina expendedora. Cuando conozco a una persona y llega el momento en que existe la posibilidad de que compre para mí, aclaro que lo más valioso que puede proporcionarme, es la calidad de su compañía y un buen consejo, porque ello me fortalece y tiene el poder de cambiar mi vida. Si tanto ansiase una persona entregarme algo físico, que sea dinero, para que yo lo emplee cuando surja una necesidad (real, no adquirida). Entiendo que existan personas para quienes sea gozoso entregar un presente: les ruego que no me obliguen a sonreír falsamente mientras con cansancio me pregunto qué hacer con lo recibido, a quién entregárselo, cómo encontrar una organización a la que donarlo, y si finalmente tendré que arrojarlo a la basura, sufriendo por el absurdo de esa construcción social, y su ciega obediencia.
Entiendo que no se me comprenda, escojo siempre reconocerme en el espejo y llevar una vida de conciencia. Duermo tranquila sabiendo que estoy cuidando de la Naturaleza, de mi salud mental y mi economía. Que no debo nada a nadie, y nadie me debe a mí.
Autor
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Amaya Guerra: "Aprendiz de todo, maestra de nada".
Aprendiz de todo y maestra de nada. Ferviente creyente en las Humanidades, en las posibilidades del ser humano de superar la crueldad, la estupidez y la ineficiencia, de lograr el avance de la civilización, mediante el cultivo del intelecto y la sensibilidad, mediante el reconocimiento de la experiencia, y la transmisión de valores morales (esfuerzo, seriedad, exigencia y disciplina).
En la actualidad sufrimos la misma falta de libertad de expresión y respeto a la diversidad en el mundo que en 1950: se ataca a la disidencia por el hecho de ser (aunque su comportamiento sea pacífico y legal). En época de guerra y algunas dictaduras, se fusilaba en el paredón, hoy se aniquila en internet, maquillándolo con la expresión "cultura de la cancelación". Silenciar todo lo que contravenga e irrite a uno, al tiempo que se desgastan los términos "tolerencia" y "diversidad".
Existen pocas verdades universales, la visión propia suele depender de la perspectiva desde la que se mira; ésta es la mía. No necesito seguidores ni palmadas en el hombro, sólo argumentos y contraargumentos.
Aquellos que no nos doblegamos ante el totalitarismo del siglo XXI (fin de las libertades individuales, verdad oficial, vigilancia y control absolutos del individuo a través de la tecnología), aquellos que no cedemos ante la deshumanización, encarnamos la Resistencia. Por lo tanto, unámonos... y ejerzamos.
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