El auditorio está integrado mayoritariamente por una muchedumbre necia y banal, que, separada de los dioses, desprecia a su enviado, el poeta. «Menead los puños, que traidores pueden poco, aunque sean muchos», escribió Cervantes en La señora Cordelia. Pero, ¿quién, entre la multitud de tibios o de papanatas que pulula por nuestros campos y avenidas, para los que la objetividad y la medida sólo se halla en las palabras de las hienas dirigentes, más respetables aún si son pontífices, monarcas, plutócratas o presidentes de la cosa, de cualquier cosa o cargo, está dispuesta hoy a levantar la reflexión o el látigo contra los traidores?
La sociedad española, la civilización occidental, adolece de una ausencia absoluta de vitalismo moral, tanto más notable cuanto que la autoridad espiritual y el magisterio de sus instituciones y sus universidades han desistido ya de encaminarla hacia un fin común que dignifique las expresiones y anhelos individuales. Porque la persona, hoy, manejada por los apesebrados conductores mediáticos, ya sean radiofónicos, televisivos o adoctrinen a través de los medios impresos, ha dejado de adquirir cultura y religiosidad en la misma proporción en que ha ido acomodándose a la servidumbre voluntaria a la que le somete lo superfluo.
Y de tal actitud se desprende una inercia con tintes en cierto modo fatalistas, una nueva cultura de la muerte, inoculada por los amos del Imperio Profundo y por sus sicarios, y aceptada ovinamente por la muchedumbre. Un dejar hacer, en efecto, es lo que los españoles, en general, parecen desear. Y en esta tesitura, ellos tal vez han de odiar siempre a quien los quiera despertar de esa pereza, de ese anhelo de olvido, aunque sea para ofrecerles la regeneración o la gloria. Los españoles, hoy, en general, quieren esconder la cabeza bajo el ala, dormir, y no escuchar llamamientos al conocimiento ni a la rebeldía.
Lo cierto es que vivimos en una atmósfera de consumo y despilfarro, en la que cada vez tenemos más bienes superfluos y de la que, paradójicamente, nos quejamos y nos sentimos más insatisfechos. Las izquierdas rojas -es decir, depredadoras del pueblo-, cuando no gobiernan, dicen incluso, con su perversa demagogia, que en esta sociedad occidental nuestra hay abundantes casos de hambre y de pobreza. Y sí, aparte de que ellas -habilísimas para enriquecerse a sí mismas con el dinero público- son la causa más lacerante de toda pobreza, llevan razón en un punto: somos más pobres, pero no sólo por la disminución de las riquezas comunes, sino sobre todo por la multiplicación de los vanos deseos.
El caso es que, si preguntas a estos seres sonámbulos e hipócritas que hoy conforman la sociedad, todos ellos dicen apreciar la sabiduría y la virtud sobre todas las cosas, pero si les dan a elegir, eligen antes el oro, y ello es porque el oro es cosa que, quien la consigue, manda en el mundo, algo que no ocurre con la sabiduría y la virtud. Y lo mismo ocurre con la solidaridad hacia los pobrecitos inmigrantes asaltafronteras. Una mayoría ciudadana y absolutamente toda la fanática tropa de las izquierdas desvalijadoras, mostrarán una decidida generosidad hacia los menas y sus derivaciones; buenismo que cambia radicalmente de color cuando invitas a los fariseos a que los lleven a sus propias casas para ofrecerles su cuidado, educarles y responsabilizarse de sus vidas.
Lo evidente es que el hombre actual es un ser nihilista y confuso, que se cree que es lo que no es, de ahí que al enfrentarse a la realidad se sienta vulnerable y atraiga para sí todo el miedo que lo inficionan los amos diariamente. Porque lo cotidiano está fabricado por los nuevos demiurgos, profetas de inexistentes paraísos o augures de incontables catástrofes, según sean obedecidos o no, pues esta elite globalista, como buenos demonios, se afana en poner a las masas asechanzas con cebo de livianas ilusiones y grandiosos ensueños, o en manipular las señales para que todos los símbolos y todos los testimonios acaben finalmente robusteciendo su hacienda o el prestigio de sus agendas.
La cuestión es que cada vez más los parias de la tierra, los inobedientes a la chusma progre, se están quedando en la cuneta. Mientras los falsos arúspices dirijan el Sistema y mientras el gran rey siga siendo el lucro, tal como los amos han concebido ahora la existencia, no puede tener solución el mundo. Y estamos sin Mesías, aunque si alguno apareciera tal vez la plebe insensible y esclava volvería a apedrearlo. Esta es la sociedad de la información, pero no de la sabiduría. Y esto no es ser pesimista ni agorero, como dicen los tibios y los infiltrados, sino realista.
España, en fin, es un auditorio cansado. Un pueblo aburrido y contradictorio. Parece, cuando hablas con él, que es consciente de sus gobernantes malhechores y que lo fatiga tanta tahurería política, pero luego va y la reelige sucesivamente. Parece fastidiado de ver lo poco que trabaja el señorito, un arquetipo social representado actualmente por los políticos de primera, segunda y tercera líneas, de lo mucho que le cuestan los delitos de sus dirigentes, pero no mueve un dedo para purificar el ambiente. Como si ignorara o quisiera ignorar que mientras las estructuras sigan siendo las mismas, neofeudales y pervertidoras, sin religiosidad y con tiranía LGTBI, nos da igual quién lleve el Estado, qué partido de los que componen la Farsa del 78 gobierne el estanco.
En el Canto III de su Comedia, previo al umbral del primero de sus tres círculos, el del Infierno, Dante colocó a los indecisos o neutrales, los abyectos que, ante los conflictos y luchas de su tiempo, cuando peligran los intereses de la patria, permanecen cómodamente inactivos, eludiendo los sacrificios que la coyuntura reclama, dispuestos incluso a pasarse, según las circunstancias, al bando triunfador. No pueden ser condenados por un pecado específico, pero están marcados de infamia, de un oprobio mayor que el de los demás condenados.
La pena de los pusilánimes radica sobre todo en la percepción de su propia vileza, en la certidumbre de que su mísero estado no tendrá fin. El poeta, tras preguntar a Virgilio por aquella gente desesperada y abatida por un denigrante dolor, escucha la respuesta de su guía y maestro: «Esta suerte miserable les está reservada a las almas que vivieron sin fama y sin elogio. No tienen la esperanza de la muerte y su vida es tan ciega y es tan baja que cualquier otra suerte siempre envidian. Su fama no fatiga el mundo, la piedad y la justicia los desdeñan. No hablemos de ellos; míralos y pasa».
El poeta, así, descarga sobre la turba de estos ruines todo su desprecio, los relega a una categoría infrahumana, desnudos, acosados permanentemente por avispas y moscas, mientras que su sangre, mezclada con su llanto, la van recogiendo a sus pies gusanos repulsivos. Aquellos desgraciados, pues, expían su villanía de uno de los peores modos: sufren una vida eterna, sin esperanza de muerte, una vida subterránea y ciega, despreciable, hasta el punto de que envidian la suerte de cualquier otro réprobo.
«El rebaño -escribió el periodista Ignacio Ruiz Quintano hace ya más de veinte años- es convencional y su indignación estalla contra quien rompa ese convencionalismo, actitud tras de la cual el rebaño sólo ve una crítica a sí mismo. El método de que dispone el convencionalismo para abrirse paso es el lugar común, que, a base de repeticiones, logra taladrar la indiferencia de la muchedumbre». De ahí que, para taladrar en sentido contrario la abulia multitudinaria, oponiendo al vicio la decencia y a la inmundicia la pureza, algún líder de verdad debería recordar o revelar al pueblo que si cortas tus cadenas te liberas, pero si cortas o no riegas tus raíces te mueres.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Muchos pensamos así, pero el rebaño siempre va donde lleva el pastor; los últimos dos siglos son los del triunfo del erroer y la mentira, especialmente desde 1945 y 1965, momento en el que ya ninguna institución defiende la verdad.
El mundo occidental anidó en su seno el huevo del cuco, y hasta que no lo quiera entender, y reconocer (y ya se trabaja sin descanso para que no se entienda) no hay nada que hacer. A esperar y a aguantar.