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Resulta cuando menos curioso que los lectores de toda España hayan guiñado un ojo a «1984» de George Orwell en los últimos y luctuosos meses. Aunque haya sido de soslayo, su distopía, como la de «Rebelión en la granja», nos ha hecho recordar momentos anticipados en ambas novelas y, lo peor para nuestros intereses, utilizar términos o revivir situaciones que, por desgracia, no distan mucho de la triste realidad, esa «nueva normalidad» que, aparentemente, ha venido para quedarse cueste lo que cueste.
Y no menos curioso parece el hecho de que estas recientes reminiscencias no se hayan producido con tanta insistencia en el mundo anglosajón. La proliferación de artículos u opiniones relacionadas con Orwell y sus obras en terreno patrio dan fe de ello.
O, de otra manera, la retórica del hispano e impositivo oxímoron ha adquirido tal protagonismo por estas tierras que, indudablemente, nadie sospecha de su preponderancia. Sin comerlo ni beberlo, te has convertido en Winston Smith y, si recuerdas el final de la novela, permíteme compadecerte. ¡Ánimo, mucho ánimo!
La realidad, como se suele decir, supera la ficción a pesar del cambio de siglo, los personajes de nuestro tiempo, el proceso evolutivo, el desarrollo tecnológico o esas situaciones tan aparentemente distantes a las acaecidas en la novela. De momento, todavía sumas dos más dos de manera correcta y te atreves a decir que el resultado es cinco. ¿O no? ¡Todo un logro o, a día de hoy, un reto!
Y tiene su mérito; gran mérito, por cierto. Es vox populi que, en lo referente a números, nuestros gestores penosamente andan algo confundidos, desvelados, descarriados, como consecuencia de la manipulación de cifras que parece haberse perpetuado en su disparatado devenir diario y el continuo y persistente baile con la numerología. A fuerza de ser sincero, lo de los números no es su fuerte. Tal vez, puede que se convierta en la losa de su tumba.
Sin embargo, no nos pilla por sorpresa el hecho de mostrar la enésima debilidad. Coincidirás conmigo, el sentido común nos obliga, que el alarde de despropósitos es sublime. Puro y duro exhibicionismo de una indigencia intelectual que, ciertamente, habrá hecho que, no pocas veces, te hayas llevado las manos a la cabeza. Y de los innumerables improperios soltados, has perdido la cuenta. No te quepa la menor duda.
Y no parece haber otra salida. El pensamiento único, el poder supremo del estado, el manejo de la «neolengua», el distanciamiento social, la traición de tu entorno o la geolocalización de tus movimientos son algunos de esos ingredientes «orwellianos» que han dejado su pose en la realidad que vivimos. Todos ellos son los fundamentos de ese proceso de estigmatización al que, no exento de irresponsabilidad y negligencia, intentan someterte. No es que seas Hester Prynne con su «A» escarlata, pero, con tanto señalamiento, no andamos muy lejos de la imposición de una «D», obviamente de color rojo, como prueba de nuestra disidencia.
Así, ésta se habrá convertido en un alarde de rebelión; decir la verdad, en una muestra de rebeldía; recordar la historia, en un vano intento de lucha contra unos molinos de viento que, según el camino marcado en su hoja de ruta, surgen de manera diversa en todos los ámbitos en los que nos desenvolvemos o, al menos, lo intentamos. Por cierto, ese intento no es más que otra «exhibición» contra la sumisión del pueblo orquestada desde el gobierno, dirigida por las cuerdas del servilismo que, tras saciarse económicamente del pesebre dispuesto para tal infame fin, te machaca y señala con la inestimable ayuda de sus canales de comunicación, los que ignominiosamente le doran la píldora al «paganini» de turno, el Estado, a tu costa. La ética, ¿qué es eso?, puede esperar.
Esta ronda vuelve a ir de tu parte. Pagas tú; tú y tus impuestos, con ese dinero público que, con el paso del tiempo, ha ido sorteando los recovecos de las necesidades primarias de la población hasta convertirse en el inductor de la discordia y el odio al arribar, vía subvenciones, a destinatarios cuyo modus vivendi se limita a la sectaria exclusividad de esa inyección económica y el dedazo del político de turno.
Y, así, todos en la misma dirección, la «unidirección», con el propósito de que ninguna oveja salga del rebaño, ningún vagón descarrile, ningún hijo del sistema abandone la mainstream. Todo por la pasta.
Ahora, siete décadas después, aquel profético escenario no es más que nuestro debilitado y famélico día a día, aunque, de manera paradójica, «salimos más fuertes» cuando desayunamos con los titulares de prensa delante de nuestras narices.
Otro ejercicio más de la práctica que quieren que lleves a cabo, de ese juego cuyas normas (y cifras) cambian para adaptarlo a sus intereses y los propósitos puestos en marcha muchas semanas antes de aquel luminoso y frío día de abril que daba la bienvenida a la rutina de Winston Smith al inicio de «1984».
Nuestro abril fue siniestro como consecuencia de un marzo diabólico, encubridor de lo que se había perpetrado y ocultado en los meses precedentes. Winston regresaba a casa bajo la magnética y sostenida mirada de Big Brother, el jefe supremo al que sus ciudadanos rendían pleitesía y devoción absoluta.
Nosotros, por el contrario, desconocíamos lo que había a pesar de los consejos y directrices de la Organizacion Mundial de la Salud, la «famosa» OMS, a la que su aleatoriedad y falta de rotundidad también han hecho un flaco favor.
El despropósito parece haberse hecho viral. El velo gubernamental era tan tupido que no nos permitió vislumbrar más allá de lo que sibilinamente se nos mostraba en sus «telepantallas», las que quieren que consumas para seguir «disfrutando» de la nueva realidad a pesar de estar hundido en la miseria propiciada por el adiós de un familiar, la situación laboral que vives o el proceso de deshumanización al que nos inducen la inseguridad y frialdad latentes en una primavera que, ausente en nuestras vidas, toca a su fin.
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