22/11/2024 01:40
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El inicio del siglo XXI está marcado por el enfrentamiento entre el pensamiento único de la globalización y la defensa de las diferencias y las identidades en un mundo multipolar. La resistencia a la hegemonía mundialista sólo vendrá de los que sean conscientes de su “más larga memoria” como señaló Nietzsche, en nuestro caso, la de España y de los pueblos que la componen.  Una España que sólo puede entenderse en virtud de su pertenencia – por su origen y por su futuro – a Europa, nuestra “gran unidad de destino en lo universal”.

España parece permanentemente una cuestión abierta. Cuestionada por unos, falsificada por otros, reducida a estrechos modelos y patrones por los de más allá, su nombre evoca cosas tan distintas y a veces contradictoras. Se hace necesario pararse a reflexionar y preguntarse ¿Qué es España? ¿Cómo se ha formado? ¿Qué pasado común esconde? ¿Qué futuro tiene en el mundo globalizado del siglo XXI?

Si hemos de empezar por algún sitio, mejor empezar por el principio, pues gran parte de los errores sobre lo «español» vienen de la ignorancia y la confusión sobre su más primigenia herencia. España, es ante todo, un pedazo de Europa, el nombre que nuestro continente y nuestra civilización adquiere en la Península Ibérica (lo mismo cabe decir para Portugal). Y lo es así desde la noche de los tiempos. No, Spain is not different, como gustaba repetir a los falsificadores de nuestra identidad.

Hispania, el Jardín de las Hespérides, la Keltiké de los griegos, tiene un proceso de etnogénesis paralelo al del resto de países de Europa occidental, donde el elemento céltico es el primer catalizador y formador de la personalidad hispánica. En este marco es donde hay que situar a la llamada «cultura ibérica», tantas veces usada como argumento «separatista» frente a Europa..

Un segundo elemento será vital en la configuración de los pueblos hispánicos. Del mismo tronco indoeuropeo que los celtas, los romanos que supusieron un aporte de un 15-20% de la población de la Hispania antigua, darán el Derecho romano, la organización territorial y, muy especialmente, el latín, del que derivan las lenguas hispano-romances que hoy hablamos todos los españoles (castellano, gallego y catalán principalmente) excepto ese tesoro de la Prehistoria que es el vascuence.

El tercer elemento indoeuropeo determinante en nuestra historia es el germánico. Como bien dice el nunca suficientemente valorado historiador medievalista Claudio Sánchez-Albornoz, España es una «comunidad racial de rancio abolengo romano-germánico». Algunos historiadores consideran – no sin parte de razón – al reino visigodo de Toledo como el primer Estado hispano unificado. Su derrota y consiguiente invasión musulmana con los 700 años de ocupación islámica de nuestra tierra, significó la fragmentación del antiguo reino germano-hispánico. Núcleos de resistencia cristiana se formaron entorno a las grandes cordilleras montañosas de nuestra geografía, cada uno de esos núcleos fue generando una evolución propia y local del antiguo idioma hispano-romance de una gran uniformidad en toda Hispania durante época visigoda. También las leyes y las costumbres fueron adaptándose en cada uno de aquellos núcleos de resistencia, pero siempre consciente de su común herencia. La nobleza visigoda fue la que en cada uno de ellos organizó y protagonizó la Reconquista del territorio arrebatado por los musulmanes con el objetivo de reconstruir el antiguo reino de Toledo. Esa es la historia de nuestra Reconquista y en última instancia el origen del concepto político de España.

Así, mediante la reconquista y la repoblación, no lo olvidemos, la España actual es consecuencia directa de la repoblación medieval, aquellos núcleos iniciales se transformaron en los diferentes reinos peninsulares. Del núcleo astur-cántabro nacería Castilla-León que llegará hasta el estrecho de Gibraltar; del núcleo pirenaico oriental, Cataluña; de otro núcleo pirenaico contiguo Aragón, que se juntaría con Cataluña dando lugar a la Corona de Aragón y su posterior expansión en el reino de Valencia y Baleares. Del núcleo vasco, el reino de Navarra, aun ahí se puede rastrear cierto influjo político-ideológico visigodo, en un reino étnicamente vasco-navarro de etnogénesis vascona. El reino de Navarra será la aventura política del antiguo y valiente pueblo de los vascones.

El final de la Reconquista y la expulsión de árabes y judíos señalarán el nacimiento de la España imperial. Ni que decir se hace necesario desmentir la falsaria hipótesis de la «España de las tres culturas» germen ideológico del ridículo «Diálogo de las civilizaciones». Ambos experimentos mentales fallidos, contestados por la realidad y la ciencia histórica y antropológica. Castillos de fuegos artificiales con pólvora mojada.

Tras la Reconquista, la vitalidad de nuestras elites hizo  posible conquistar más de medio mundo y aún con garrafales errores que se cometieron en la conquista de América y el inútil desgaste de «la flor de nuestros Guzmanes» en fratricidas guerras de religión, la historia demuestra que el elemento hispánico – de matriz celta, romana y germánica – tenía aún la suficiente energía como para imponer su ley y su fuerza y crear el mayor Imperio jamás conocido.

Los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II marcan el cenit de nuestra historia. Además de las gestas bélicas, hay que subrayar su genial concepción política a la hora de mantener los equilibrios necesarios en la configuración de la nueva realidad estatal. Imbuidos de las mejores concepciones políticas de nuestra herencia europea aunaron un sólido poder central con el absoluto respeto a peculiaridades lingüísticas, culturales y legislativas de cada uno de sus territorios. Es necesario recordar como ejemplo significativo que en la «España imperial» tan añorada por algunos, en Cataluña se hablaba catalán y sólo catalán. Y eso fue así durante todo el reinado de la dinastía de los Austrias.

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El conflicto por la sucesión al trono español surgido tras la muerte del último Austria, Carlos II, enfrentó a los fieles a la dinastía anterior – concentrado en Cataluña y Valencia especialmente – y los partidarios de la llegada de los Borbones, fuertes en Castilla. La victoria fue de los segundos, con la derrota austriacista también terminó con la España tradicional, plural y respetuosa con sus diferencias para importar un modelo centralista y uniformizador a semejanza del francés. La llegada de Felipe V de Anjou-Borbón marcó el inicio de la decadencia española, también marcó – como reacción a su imposición del modelo centralista – el inicio de las tensiones interiores y el rechazo de los territorios que serán oprimidos con los Decretos de Nueva Planta, a la nueva configuración territorial, y aquí está la génesis del movimiento nacionalista en Cataluña. Vasconia – favorable a los Borbones – mantendrá sus fueros hasta que en el posterior enfrentamiento entre liberales isabelinos y carlistas optarán por el segundo bando, por lo que la derrota carlista también será la derrota de los vascos, que nunca hasta entonces se habían sentido extraños a una España que integraba armónicamente sus peculiaridades.

La intención de este artículo no es otra que referirme a estos tres puntos sobre la identidad española: La europeidad de España desde el momento de su formación; la idea de Reconquista del reino visigodo de Toledo como elemento creador del concepto político de España; y la crítica a la idea reduccionista y uniformadora de España que ha provocado tres siglos de tensiones internas y que sólo su superación y rectificación podrá asegurar la existencia de España como unidad en el próximo futuro.

Autor

REDACCIÓN

El inicio del siglo XXI está marcado por el enfrentamiento entre el pensamiento único de la globalización y la defensa de las diferencias y las identidades en un mundo multipolar. La resistencia a la hegemonía mundialista sólo vendrá de los que sean conscientes de su “más larga memoria” como señaló Nietzsche, en nuestro caso, la de España y de los pueblos que la componen.  Una España que sólo puede entenderse en virtud de su pertenencia – por su origen y por su futuro – a Europa, nuestra “gran unidad de destino en lo universal”.

España parece permanentemente una cuestión abierta. Cuestionada por unos, falsificada por otros, reducida a estrechos modelos y patrones por los de más allá, su nombre evoca cosas tan distintas y a veces contradictoras. Se hace necesario pararse a reflexionar y preguntarse ¿Qué es España? ¿Cómo se ha formado? ¿Qué pasado común esconde? ¿Qué futuro tiene en el mundo globalizado del siglo XXI?

Si hemos de empezar por algún sitio, mejor empezar por el principio, pues gran parte de los errores sobre lo «español» vienen de la ignorancia y la confusión sobre su más primigenia herencia. España, es ante todo, un pedazo de Europa, el nombre que nuestro continente y nuestra civilización adquiere en la Península Ibérica (lo mismo cabe decir para Portugal). Y lo es así desde la noche de los tiempos. No, Spain is not different, como gustaba repetir a los falsificadores de nuestra identidad.

Hispania, el Jardín de las Hespérides, la Keltiké de los griegos, tiene un proceso de etnogénesis paralelo al del resto de países de Europa occidental, donde el elemento céltico es el primer catalizador y formador de la personalidad hispánica. En este marco es donde hay que situar a la llamada «cultura ibérica», tantas veces usada como argumento «separatista» frente a Europa..

Un segundo elemento será vital en la configuración de los pueblos hispánicos. Del mismo tronco indoeuropeo que los celtas, los romanos que supusieron un aporte de un 15-20% de la población de la Hispania antigua, darán el Derecho romano, la organización territorial y, muy especialmente, el latín, del que derivan las lenguas hispano-romances que hoy hablamos todos los españoles (castellano, gallego y catalán principalmente) excepto ese tesoro de la Prehistoria que es el vascuence.

El tercer elemento indoeuropeo determinante en nuestra historia es el germánico. Como bien dice el nunca suficientemente valorado historiador medievalista Claudio Sánchez-Albornoz, España es una «comunidad racial de rancio abolengo romano-germánico». Algunos historiadores consideran – no sin parte de razón – al reino visigodo de Toledo como el primer Estado hispano unificado. Su derrota y consiguiente invasión musulmana con los 700 años de ocupación islámica de nuestra tierra, significó la fragmentación del antiguo reino germano-hispánico. Núcleos de resistencia cristiana se formaron entorno a las grandes cordilleras montañosas de nuestra geografía, cada uno de esos núcleos fue generando una evolución propia y local del antiguo idioma hispano-romance de una gran uniformidad en toda Hispania durante época visigoda. También las leyes y las costumbres fueron adaptándose en cada uno de aquellos núcleos de resistencia, pero siempre consciente de su común herencia. La nobleza visigoda fue la que en cada uno de ellos organizó y protagonizó la Reconquista del territorio arrebatado por los musulmanes con el objetivo de reconstruir el antiguo reino de Toledo. Esa es la historia de nuestra Reconquista y en última instancia el origen del concepto político de España.

Así, mediante la reconquista y la repoblación, no lo olvidemos, la España actual es consecuencia directa de la repoblación medieval, aquellos núcleos iniciales se transformaron en los diferentes reinos peninsulares. Del núcleo astur-cántabro nacería Castilla-León que llegará hasta el estrecho de Gibraltar; del núcleo pirenaico oriental, Cataluña; de otro núcleo pirenaico contiguo Aragón, que se juntaría con Cataluña dando lugar a la Corona de Aragón y su posterior expansión en el reino de Valencia y Baleares. Del núcleo vasco, el reino de Navarra, aun ahí se puede rastrear cierto influjo político-ideológico visigodo, en un reino étnicamente vasco-navarro de etnogénesis vascona. El reino de Navarra será la aventura política del antiguo y valiente pueblo de los vascones.

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El final de la Reconquista y la expulsión de árabes y judíos señalarán el nacimiento de la España imperial. Ni que decir se hace necesario desmentir la falsaria hipótesis de la «España de las tres culturas» germen ideológico del ridículo «Diálogo de las civilizaciones». Ambos experimentos mentales fallidos, contestados por la realidad y la ciencia histórica y antropológica. Castillos de fuegos artificiales con pólvora mojada.

Tras la Reconquista, la vitalidad de nuestras elites hizo  posible conquistar más de medio mundo y aún con garrafales errores que se cometieron en la conquista de América y el inútil desgaste de «la flor de nuestros Guzmanes» en fratricidas guerras de religión, la historia demuestra que el elemento hispánico – de matriz celta, romana y germánica – tenía aún la suficiente energía como para imponer su ley y su fuerza y crear el mayor Imperio jamás conocido.

Los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II marcan el cenit de nuestra historia. Además de las gestas bélicas, hay que subrayar su genial concepción política a la hora de mantener los equilibrios necesarios en la configuración de la nueva realidad estatal. Imbuidos de las mejores concepciones políticas de nuestra herencia europea aunaron un sólido poder central con el absoluto respeto a peculiaridades lingüísticas, culturales y legislativas de cada uno de sus territorios. Es necesario recordar como ejemplo significativo que en la «España imperial» tan añorada por algunos, en Cataluña se hablaba catalán y sólo catalán. Y eso fue así durante todo el reinado de la dinastía de los Austrias.

El conflicto por la sucesión al trono español surgido tras la muerte del último Austria, Carlos II, enfrentó a los fieles a la dinastía anterior – concentrado en Cataluña y Valencia especialmente – y los partidarios de la llegada de los Borbones, fuertes en Castilla. La victoria fue de los segundos, con la derrota austriacista también terminó con la España tradicional, plural y respetuosa con sus diferencias para importar un modelo centralista y uniformizador a semejanza del francés. La llegada de Felipe V de Anjou-Borbón marcó el inicio de la decadencia española, también marcó – como reacción a su imposición del modelo centralista – el inicio de las tensiones interiores y el rechazo de los territorios que serán oprimidos con los Decretos de Nueva Planta, a la nueva configuración territorial, y aquí está la génesis del movimiento nacionalista en Cataluña. Vasconia – favorable a los Borbones – mantendrá sus fueros hasta que en el posterior enfrentamiento entre liberales isabelinos y carlistas optarán por el segundo bando, por lo que la derrota carlista también será la derrota de los vascos, que nunca hasta entonces se habían sentido extraños a una España que integraba armónicamente sus peculiaridades.

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La intención de este artículo no es otra que referirme a estos tres puntos sobre la identidad española: La europeidad de España desde el momento de su formación; la idea de Reconquista del reino visigodo de Toledo como elemento creador del concepto político de España; y la crítica a la idea reduccionista y uniformadora de España que ha provocado tres siglos de tensiones internas y que sólo su superación y rectificación podrá asegurar la existencia de España como unidad en el próximo futuro.

Autor

REDACCIÓN