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Hay quien llama español a nuestra lengua o quien, como es mi caso, se decanta por la voz que da nombre a este artículo. No perderé demasiado tiempo en justificar obviedades bien conocidas e igualmente despreciadas por los tontos peninsulares, también insulares. Una especie, esta última, que en absoluto anda en peligro de extinción. Muy al contrario, el tonto ha enraizado con fuerza en determinados territorios periféricos y el ritmo de su reproducción garantiza estupidez pa rato. Tienen suerte los jodíos pues por Madriz, más concretamente por la Carrera de San Jerónimo, pulula otra especie de tonto no menos lesivo; el tonto útil, que marida que ni pintao con el primero hasta fundirse en un bebistrajo mólotov de efectos devastadores.
A ver, queridos. El castellano es la lengua oficial de la nación española y todos tenemos el derecho y la obligación de conocerla. Se colige, por tanto, que la ley, clara e inequívoca, debe ser protegida por los poderes ejecutivo y judicial. Este último, pese a su nauseabunda politización, viene haciendo su trabajo aunque en vano. Entre la insumisión incívica de algunos poderes autonómicos y la posición egipcia de sucesivos desgobiernos centrales, el derecho de los españoles a usar el castellano en libertad o a elegirlo como lengua vehicular en la educación de sus hijos han mutado a entelequias esotéricas.
“Esta modalidad consiste en buscar el lado cómico en lo trágico de la vida.” Así definió el esperpento Don Ramón María del Valle-Inclán. Lo que Don Ramón no podía sospechar es que, calendas más tarde, la Cámara Alta (osario de paquidermos perfectamente prescindible) iba a elevar el esperpento valleinclanesco a un esplendor no superado. Allá por el otoño de dos mil diez, el Senado español aprobó la contratación de traductores para que sus Señorías pudieran entenderse en euskera, catalán o gallego. Una broma macabra que costaría a las arcas públicas unos 120.000€ anuales. Imaginen al senador Montilla, cordobés de cuna y ex Molt Honorable, leyendo en catalán inventao (no sabía hablarlo) mientras un traductor le masticaba por el pinganillo a un ilustrísimo por Murcia las sandeces del primero.
No pido que me lo mejoren pero iguálenmelo; si pueden. Es muy difícil hallar tamaña majadería y, por ende, mayor desprecio al dinero del contribuyente. Sabemos que Carmen Calvo, como socialista modelo, nos advirtió a todos que el dinero público no es de nadie, lo que explica, verbigracia, que los casos EDU (cursos de formación) y el de los ERES representen, junto al caso Malaya, los mayores latrocinios conocidos de la democracia española. Otras asociaciones de malhechores, como el pepé del cajero Bárcenas o Pujol e Hijos Costa Afuera (offshore para los cursis) lo han intentado con todas sus fuerzas pero no han podido superar las estratosféricas marcas de los socialistas andaluces.
No debiera sorprendernos que los inventores del vampirismo fiscal culpen ahora a Madriz y a Andalusía por sus bajadas y/o eliminaciones de impuestos. Dumping fiscal lo llaman los amantes de lo ajeno. Y se quedan tan anchos. La competición ha estado reñida. Aquestos y esotros, desde hace una eternidad (o así me lo ha parecido), han rivalizado lo suyo para ver quién robaba más, quién construía más aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches o quién esquilmaba más y mejor el sudor de los españoles.
Sé algo de micro y nada de macroeconomía pero estoy seguro que cualquier ama de casa de las de antaño suscribiría estas recetas económicas. Mejor que muchos paguen poco a que pocos paguen mucho. Mejor que paguemos todos a que demasiados se escaqueen. Mejor una administración pública suficiente, eficiente y sostenible que una sobredimensionada, burocratizada e inviable. ¿Impuestos progresivos? Sí. ¿Impuestos confiscatorios? No. ¿Gambas los domingos? Sí, si la olla está garantizada de lunes a sábado. ¿Políticas verdes? No, si es a cambio de un presente y futuro negros. ¿Chiringuitos? Sí pero únicamente los de playa. ¿Observatorios? Los astronómicos y punto. ¿Impuestos a la muerte? No, queridos; a robar a Sierra Morena. ¿Acaso el vivo no pagó según ganó como para ahora dobleimputar lo que compró con lo que libre le quedó? ¿Plusvalía municipal para el incremento de valor de lo que, con esmero se adquirió, se cuidó y se trasmitió estando vivo el transmitente o, de estar muerto, a sus causahabientes? ¿Contribución urbana? Sí, pero no evicción urbi et orbi.
Me he desviado de la cuestión. Prosigo.
Fíjense en el grado de decadencia y deserción de la política española que una parte de la sociedad civil catalana se ha visto abocada a clamar por su derecho a elegir el castellano como lengua vehicular en la educación de sus hijos. Es decir; el derecho a hablar en libertad o a recibir formación académica en castellano están amenazados en una parte de España, porque tontos muy malos utilizan la cultura (en este caso, la lengua) como un instrumento de fragmentación civil. Estuvo quien quiso estar del lado de la Ley y de la defensa de un derecho tan elemental que sonroja tener que explicarlo. Y faltó quien quiso faltar; esto es, esa camada de tontos útiles que, por sus felonías o ignorancias culpables, no acaban de entender que allí donde se quebrantan o ignoran la Ley y las resoluciones judiciales no hay democracia que valga.
Hasta aquí los hechos, nítidos e irrefutables. Y ahora mis conjeturas. Tal y como yo lo veo, al arquetipo de casposo nacionalista catalán le trae sin cuidado la lengua, el himno, la bandera o los toros. Si buceamos en la Historia lo suficiente, comprenderemos que, por mor de fanáticos y asentimiento de pusilánimes, en Cataluña se ha ido cocinando un brebaje con escasos y fétidos ingredientes: una xenofobia específica a lo español, la presunta superioridad de la estirpe wifrediana y, por último, la inexistencia absoluta de autocrítica, aderezada de la inculpación, por los males propios, al resto de la nación. Al frente de esta tragicomedia se han sucedido líderes y lideresas que, del empobrecimiento y postrimería cultural catalanas, han hecho un magnifico negocio particular. En esta perversa dialéctica, el himno, la bandera, la lengua o los toros son burdas distracciones para perpetuar el holding nacionalista. Para ser justos, el virus nacionalista desconoce latitudes y altitudes. Pregunten a vascos o gallegos. O vengan a mi tierra donde yeclanos y cartageneros miran con desdén y altivez a los murcianicos. Ríanse ustedes de todos estos porque muy cerca de aquí, la pedáneos de La Algaida son cualquier cosas menos archeneros.
Los más eminentes revolucionarios que ha padecido la Historia fueron tibios laborales que, mientras forjaron su futura contumacia, vivieron de las remesas de papá. Más adelante, bienvivirían de la revolución mientras condenaban a su pueblo a la involución. Otrora fue el comunismo; hoy el nacionalismo. Dos coartadas y una motivación compartida: vivir del cuento a cuenta del martirio del pueblo.
Las evidentes carencias que los nacionalismos provocan en los pueblos sometidos son compensadas con el odio inoculado que, según parece, alimenta una barbaridad. Y en esas estamos. Una Cataluña que, desde el nefasto Tripartito, va en caída libre. No hay ratio, estadística o magnitud que no haya empeorado sustancialmente en Cataluña pero el desprecio hacia España les mantiene unidos y fuertes. Un día de éstos, cuando las ubres anden definitivamente marchitas, despertarán aunque para entonces sus lazarillos habrán huido. Quedarán desnudos frente a la mentira, tantas veces repetida y otras tantas televisada. Tal vez, sólo tal vez, comprenderán por fin que la lengua, las banderas, los himnos o los toros nunca fueron un problema y sí sus equivocados veredictos democráticos. Las culpas a casi todos alcanzarán. A una izquierda que, viviendo sin vivir en ella misma, rió las gracias a todo aquello que olía a paria anti español. También a una derecha que, tras escenificaciones contundentes, acabó por diluirse como el azucarillo en una humeante taza de café.
Por si les interesa, hablo castellano en la intimidad y no sólo a la intemperie. Soy patriota porque mi amor a España es lo primero y todo me separa de nacionalistas vascos, catalanes o gallegos porque, para ellos, el odio a España es lo primero, incluso por encima de los amores a sus respectivas tierras. Como nos previno el cubano Guillermo Cabrera Infante, “el español es demasiado importante para dejarlo en manos de los españoles”. Imagine Sr. Cabrera, allí donde esté, que dejásemos la lengua de Cervantes en manos de los políticos. Suerte la mía pues siempre me quedará Cádiz y Sudamérica y, llegado el caso, la República Independiente de Mi Casa.
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