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Internet iguala a todos los hombres. Como la muerte: democráticamente, sin distinciones. El tonto y el sabio gozan de igual respeto, de oportunidades semejantes. Es el espectador aquel encargado de elegir con quién se queda… Y suele elegir mal. Salvo en algunas ocasiones excepcionales. Para todos aquellos que se hallen perdidos en el laberinto de la literatura, a la manera de Teseo, un descubrimiento fulgurante, vía Youtube, le habrá mostrado la certeza de que, del laberinto “solo se sale por arriba”: el programa La Última Página de la ADEH. En él, dos profesores como lo son Diego Ortega y Sebastián Porrini, sus conductores, llevan desde el 3 de abril de 2018 defendiendo, en la localidad de San Miguel situada en la provincia de Buenos Aires, la sabiduría perenne, el tradicionalismo filosófico y la lectura simbólica como bastiones de defensa encarnados en la literatura frente al degradante mundo moderno y sus formas artísticas mayormente estrafalarias. Pero, sobre todo, criticando —como buenos anti-modernos— a la máquina desde la máquina y defendiendo con tesón en su lugar el valor de la relectura: el título hace alusión a que toda última página es, siempre, una primera página en realidad para volver a leer el libro. Porque solo en la segunda lectura completaremos el contenido simbólico con garantías.
Ha querido la Providencia que coincida de forma casi exacta en el tiempo la edición en Argentina, gracias a Sofia Casa Editorial, del libro Los otros de Sebastián Porrini con la muerte de Roberto Calasso, una de sus grandes influencias intelectuales: aquella con la que empezó La última página en su primer programa y con la que se cierra, precisamente, Los otros en su capítulo final. Una bella casualidad —¿o causalidad?— que parece decirle al autor: ahora el relevo es tuyo. O, vuestro, por mejor decir, puesto que Diego Ortega ya ha dirigido varios cursos sobre Shakespeare; lleva, a pesar de su asombrosa juventud, dando clase desde hace más de una década; y ya ha redactado numerosos artículos en la revista de la Asociación de Estudios Humanísticos (ADEH), así como el prólogo de otro libro de Porrini, El sacrificio del héroe; y ha publicado algunas obras también disponibles en la misma editorial como Y todo el resto es silencio, de nuevo sobre la obra de ese criptocatólico incomprendido y genial que fue William Shakespeare. Más le valdría al ínclito Jesús Maestro leer los textos de Diego Ortega para enmendarse y para enderezarse.
Ambos, Ortega y Porrini, tienen una química insuperable que atraviesa la pantalla para generar al espectador la sensación de una tertulia entre amigos que tiene lugar en el salón de casa y una capacidad explicativa que sabe hacer de lo difícil sencillo gracias a la cual enseñan a leer a muchos estudiantes universitarios mejor que la más prestigiosa de las Universidades. Los lectores españoles tenemos el honor de haber recibido antes que nadie el libro Los otros. La metafísica operativa en los siglos XX y XXI a través de Ediciones Matrioska. Me consta que ya es un fenómeno editorial y el dato no me produce extrañeza: Sebastián Porrini es un Maestro, con mayúscula, en el sentido pleno de la palabra: el mejor, aquel al que merece la pena seguir. Añadiré: alguien cuya mirada rasga las tinieblas que cubren los ojos de otros lectores extraviados en la verborrea tan pedante como inane que adoctrina desde los circuitos académicos e introduce luz y trascendencia en su lugar. Pero no siempre fue así, por supuesto, y cuando el propio Porrini era un estudiante universitario que empezaba a formular el catálogo que cristalizaría décadas después en Los Otros, halló el contraste entre aquellos autores que le enseñaban en clase y aquellos que más le transmitían en sus lecturas. Ese grupo reducido de nombres que a la mayoría no dirá nada son, precisamente, “los otros”, como se explica al principio del libro: “Aquellos que operan con los datos tradicionales como metafísica práctica”. Los que seguimos los programas de La última página, el mejor canal que encontrarán en Youtube, y leemos los libros de Porrini hemos sentido ese mismo contraste entre los autores oficiales de “la cultura” y de la Universidad y aquellos que él reseña en su libro. Para toda una generación de jóvenes humanistas, Los otros es una brújula espiritual y un documento sagrado en el sentido pleno del término; una defensa tan apasionada como oportuna de la metafísica operativa del tradicionalismo filosófico a través de sus más insignes representantes doctrinales.
Así entiende Porrini la tradición: “Más que formas de un pensamiento, o modelos de un determinado comportamiento por costumbre, la tradición contiene el conocimiento más precioso que atesora la humanidad: el conocimiento trascendente. En su esencia hay una imposibilidad, que retrotrae al lenguaje como herramienta para su transmisión, debido al carácter lógico —si se quiere, espacio-temporal— de su naturaleza. Es allí, entonces, donde opera la enseñanza simbólica, el lenguaje primigenio que los mitos poetizaron con sublime atemporalidad, y que no se conservan sólo al modo de una colección de relatos antiguos —una rareza de museo— sino como el medio para que desarrollen en el ser humano su dimensión espiritual”. Palabras que nos muestran a un discípulo aventajado de René Guénon, con el que se abre un apasionante libro que se cerrará con el genio del desaparecido Roberto Calasso, Porrini defiende la comprensión de nuestro tiempo desde esa perspectiva ancestral de Kali Yuga que certifica un inevitable oscurecimiento de la metafísica, el arribo de un mundo hipócrita y materialista o la hegemonía estúpida de la superstición de la ciencia enmarcada en “el reino de la cantidad”. Para superar ese ambiente mental viciado, el autor de Los otros propone sintetizar los contrarios y abandonar el ego como vía de acceso a una realidad superior a la física en la que nos encontramos irremisiblemente inmersos. Parte de una concepción antropológica clásica que, lejos de la tanatología imperante, remite a una diferenciación entre tres planos personales: el alma, el cuerpo y el espíritu o soplo divino. La alquimia, a través de Fulcanelli como alternativa a la ciencia moderna, que parte de sus propios orígenes pero que ha caído presa de un fundamentalismo positivista, supone una reconciliación de la naturaleza con la técnica, convencionalmente entendidos como términos antitéticos. Y la vía mística o contemplativa, aquello que Guénon llamaba Sendero de la Mano Izquierda, supone un estilo de vida alternativo al modelo actual imperante e incluso al modelo religioso mayoritario, tal y como Porrini expone: “La crisis de nuestro mundo es la crisis del burgués”. Para superar dicha crisis, por tanto, superar el aburguesamiento mental y existencial supondrá un mojón fundamental.
Sebastián Porrini es, en lo filosófico, un tradicionalista de primera línea; en lo político, un monárquico convencido —y muy convincente—; y en lo literario, un gran escritor de aforismos diseminados a lo largo del texto con una precisión terminológica encomiable. Los otros es un perfecto manual de iniciación al saber perenne de los grandes pensadores metafísicos de todos los tiempos y compone toda una hermenéutica de los símbolos inmarcesibles que hablan al hombre con voz serena desde la noche de los tiempos. El contenido de la obra expone un saber oculto, esotérico, que lleva siglos sepultado por un dogmatismo religioso excesivo y que ahora lo está de nuevo desde hace décadas por un fundamentalismo científico igualmente sobrecargado. Sin embargo, Los otros no es un libro difícil, sino una oportunidad para acceder a otra aproximación a la literatura que, además, se lee con la fluidez de la mejor novela de intriga y deja el suficiente espacio —como debe hacer todo buen ensayista— como para que se escuche in extenso la voz de los autores reseñados a través de los numerosos fragmentos seleccionados a la perfección. Roberto Calasso entendía la literatura como un acto social y, por eso, escribía en La literatura y los dioses que “Los actores son por lo menos tres: la mano que escribe, la voz que habla, el dios que vigila e impone”. Un rechazo virulento del solipsismo onanista que únicamente ensalza la lectura como ocio con el que coincide, como no podía ser de otra manera, Porrini: “La literatura no es nunca un acto individual”. Los programas de La última página son buena prueba de ello. Tampoco entiende la poesía como una subjetividad desbocada al estilo romántico o como una terapia transcrita al estilo contemporáneo sino que, para él, “la poesía es el lenguaje del absoluto”. La lengua con la que nos habla Dios y la forma en la que los hombres podemos volver a religar el vínculo roto a través del Pecado Original con la divinidad. Así lo escribió John Dewey: “El arte es un tipo de lenguaje más universal que cuanto pueda serlo la lengua hablada”. Un saber universal.
La heroica tarea que tiene por delante el lector del libro no se agota con la lectura, sino que empieza al finalizarla e iniciar las sucesivas relecturas, dado que la metafísica es en buena medida incomunicable y debe ser la experiencia unipersonal quien habilite su acceso de una forma adecuada a cada usuario. Cuando el miedo a flaquear emerja de las frivolidades ínsitas a la modernidad, este “peregrino del absoluto” que acceda a Los otros ha de valerse de los mitos, los ritos y los símbolos como últimos rescoldos de la poesía que restaña los lazos con la trascendencia para, así, derrotar al minotauro del Racionalismo y del Nihilismo con ese férreo Hilo de Ariadna que es el saber tradicional tal y como ya lo inmortalizara Calderón de la Barca siglos atrás: “…el hilo de la Verdad/ es tan constante y tan fuerte/ que por más que le adelgace,/ no es posible que quiebre”. Toda forma de conocimiento —sobre todo del conocimiento literario o, por mejor decir, de la literatura como forma de conocimiento—, es, en el fondo, un autoconocimiento en la línea del Nosce te Ipsum esculpido en el frontispicio del Oráculo de Delfos. Si uno no se conoce a sí mismo difícilmente podrá comprender bien el resto del mundo; en realidad, lo uno no se diferencia de lo otro más que en términos puramente semánticos.
Desde que aquellos que enseñan la historia estipularan, partiendo del racionalismo cartesiano, que en un determinado punto de nuestro pasado se produjo un “paso del Mito al Logos”, nuestro mundo se ha visto envuelto en una serie de “experimentos sociales”, en palabras de Porrini, que han transmutado la universalidad del saber antiguo en la banalidad del marxismo cultural. Entre otros muchos males igualmente mortales para el hombre. Aquello que Jünger denominara con intención belicosa “una movilización total” ante la cual solo queda una vía en funcionamiento para el verdadero hombre libre: la que propone “emboscarse” para no permanecen en la angustia de una continua intemperie. El diagnóstico sobre nuestro tiempo recogido por Porrini es impecable: “En un mundo de convenciones sociales determinadas, el verdadero rostro del ser humano es una máscara de conveniencias”. Un vaciamiento o pérdida de la identidad despojada de fundamentos exteriores que la reconozca y enriquezca con contenido. Y el magisterio que demuestra al reseñar a sus maestros —R. Guénon, R. Calasso, K. Kerényi, A. Coomaraswamy, F. Schuon, W. Otto, E. Zolla, J. Evola o M. Eliade, entre otros—, es intachable. Porrini pertenece a una generación de argentinos ilustres como el gran Ángel Faretta o como el novelista Pablo Gissara que han bebido de maestros como Julio Balderrama, Francisco García Bazán o Héctor Ciocchini. Su obra se inscribe dentro de una tradición de autores contemporáneos en lengua española que, desde la filosofía, han tratado de recuperar en la segunda mitad del siglo XX el valor de una metafísica que ha quedado apartada de los ámbitos académicos y que, a través del estudio de las artes, la estética, la poesía, la literatura, el cine, la música, la mitología y la religión se han propuesto restaurar en el puesto donde se merece permanecer. Algunos de los nombres más destacados de esta heterogénea lista son Eugenio Trías, Lluis Duch, Raimon Panikkar o Miguel García-Baró. El nombre de Sebastián Porrini merece por méritos propios estar a la cabeza de esa lista.
Sebastián Porrini es un profundo crítico del mundo moderno: “El adormecimiento de la conciencia por obra de la acción mediática juega un rol fundamental en este oscurecimiento de lo importante; la materia tradicional es rémora incomprensible, producto de elementos sectarios siempre ligados a intereses perjudiciales para la libertad humana de vivir y de consumir. Esta operación absoluta de la inteligencia dominante obsequia al ser humano con espejos empañados de falsa espiritualidad, productos que se asientan sobre un mercado que le exige algo de supuesta esencia trascendente. Cantidad de causas superficialmente bondadosas inundan el mundo contemporáneo. Su duración está íntimamente relacionada con el capital que la avala, con campañas publicitarias que instalan el tema y alimentan —hasta que sus fondos se acaben— el deseo de un mundo mejor de los habitantes. Todo cambia para que nada cambie, al decir del mejor gatopardismo”. Su enorme capacidad de observación le lleva a radiografiar con una lucidez extrema los males espirituales de nuestro tiempo: “El hombre-masa solo recuerda inutilidades, complejas reglas de juegos de cartas, reglas deportivas, programas de televisión, que no dejan espacio para otros intereses menos laxos, ya que no existe para él el tiempo de ocio, el creativo instante en el que se manifiesta la naturaleza espiritual del ser humano. Del mismo modo, su gusto estético expresa su sensiblería cotidiana: es capaz de tararear jingles televisivos, en los que encuentra el sumun de la creatividad musical, y en los que se evidencia su innegable dimensión plana para todo producto superior. Desde el mismo plano del lenguaje, el hombre- masa es un consumidor de nuevos productos en ese rubro. Nuevos términos que sugieren nuevas formas de pensar lo atraen como a los marineros el canto de las sirenas. Es por ello que su única forma de humor se sustenta en el carácter sexual, cuando no en la jerga militar en la que incurre para dar énfasis a sus opiniones. Dado que su instinto es genérico, se atiene a decir estoy de acuerdo o estoy en contra, un gesto más de su abnegada vocación de perro gregario, al decir de Jorge Luis Borges. Es así que se tilda de comunista a todo lo que no es fascista —más allá de su inexpresada ideología— o viceversa, con el solo fin de separarlo del redil al que pertenece el injuriador. Demás está decir que todo lo que no lo divierte —es decir, aquello que no lo saca del camino o versus— no tiene importancia para él. Su pertenencia a una determinada secta —sea la que fuere— le permite sentirse defendido y fuerte. Hasta cuando quiere recurrir a supuestas buenas acciones en favor de la defensa de algún sector amenazado, lo hace más por moda o por debilidad ante lo impuesto que por convicción auténtica”. Un auténtico “hombre sin atributos”, en palabras de Musil, que se define negativamente, por ausencia: contabilizando todo aquello de lo que carece. Sus hondas heridas espirituales.
Estos días he vuelto a releer algunos fragmentos de Los otros de Sebastián Porrini. Y otra vez me ha asaltado el mismo pensamiento que en la primera lectura: hace años se editó “La biblioteca personal de Borges” con aquellos clásicos universales a los que el genial autor de El Aleph había prologado; si hay algún editor con posibles al que le llegue esta nota, me gustaría pedirle una edición de la obra más representativa de cada autor incluido en Los otros con el capítulo que Porrini le dedica a modo de prólogo. Mientras llega ese glorioso momento en el que la metafísica habrá vuelto a ocupar el puesto central que merece dentro del ámbito de teoría de la literatura —y de la realidad toda—, solo podemos decir, con los maestros Ortega y Porrini, “seguimos leyendo”.
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