17/05/2024 00:28
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Estepaís, dominado por políticos corrompidos y por tontos, bulle en estos días gracias al impulso de unas nuevas elecciones. Y, en los períodos electorales, ya se sabe, los que más se mueven son los antedichos. El mal político, el político depredador y pervertido, es una persona que se inventa la realidad a conveniencia. Y, por su parte, todos los tontos suelen ser maliciosos y bellacos. No hay tonto bueno; el tonto, y más si es amigo de engaños y de burlas, rumia el pasto amargo de la envidia. Eso sin contar la cifra innumerable de tontos sin conciencia de ser tontos.

Aunque no se haya leído a Confucio, cualquier mente razonable comprende que el bien ha de pagarse con el bien, pero el mal ha de castigarse según corresponde en justicia. Porque, si devolvemos bien por mal, ¿cómo corresponderemos a los beneficios que nos hagan? Pero como en nuestra democracia las mentes razonables escasean, se sigue premiando a los malos políticos y a los tontos. Tal vez porque los codiciosos y los tontos nunca se ven hartos de lo que ambicionan, ni apagan la ingrata sed que traen.

A estas alturas uno no se espanta ya de quien se deja engañar por lo que desea (disfrutar de sinecuras y de poltronas, ver ganarse la vida provechosamente al hijo o a la hija o al cuñao gandules, inestables o directamente golfos, que se han apuntado a la correspondiente secta política), sino de quien engaña sin esperar de ello más gusto que hacer mal. Que es lo que mueve en estos acontecimientos a numerosos electores.

Por eso algunos no comprenden cómo muchos pueden ver en el tiempo de elecciones una fiesta, la fiesta de la democracia, pues las representaciones falsas y las acciones poco honestas sólo les inspiran tristeza. De ahí que cuando ven que el engaño se realiza ante los ojos de todos sin que los engañadores sean castigados con el desprecio público y con la cárcel, se irritan, e incluso se vuelven malos, es decir, despreciativos.

Y aunque entienden que al hombre sabio, por bien o mal que vea o le vayan las cosas, no le puede hacer el mundo bien o mal ninguno del que reciba placer o amargura, receloso como está de ese mundo y de sus transformaciones, y de cómo sus vientos a menudo se cambian…; y aunque entienden, como digo, que el hombre prudente sabe que, en cuanto a la riqueza, la pobreza es su fin, y que bajo la altura se esconde muy hondo abismo, no pueden evitar vivir siempre angustiados ante la maldad y necedad humana, porque al hombre que es hombre, sea rico o sea pobre, nunca le faltan preocupaciones.

La verdad es que la discordia y el recelo mutuo entre políticos y entre políticos y electores, debidos a la interferencia de sus recíprocos intereses, no necesitan de ningún estímulo exterior. Personalismos, taras diversas, rivalidades tradicionales o recientes, arrogancias insospechadas, manías persecutorias, cacerías o auténticos hostigamientos subordinados, todo producto del predominio codicioso y del ansia por permanecer eternamente en el poder político y financiero, en la mamandurria sectaria o en el odio -personal o ideológico- al vecino, florecen entre los amos y cofrades, entre nuestras izquierdas resentidas y nuestras derechas cómplices y sus variopintos colaboradores y votantes.

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Como los hombres tienen preferencias y rechazos, los políticos saben que pueden gobernarlos por medio de la promesa demagógica y del castigo, las dos cosas que emplea el gobernante para conservar su dominio. Para ello, aunque ensayan un hablar suave y persuasivo y poseen un admirable don para engañar, los políticos, a pesar de sus éxitos, suelen estar casi siempre desquiciados, sobre todo en época de campaña electoral. Y es en esta tesitura, sobre todo, donde términos, gestos y actitudes de alcance sociopolítico e incluso cultural, se vuelven más engañosos aún y se utilizan groseramente, para inducir a la confusión.

Porque, si los planes de los buenos son equidad, las ideas y las palabras de los malos son, además de un fraude, una trampa sangrienta. Y con la excusa de sacrificarse por la ciudadanía, todo el día anda el malo codiciando, pero su demagógico sacrificio es odioso, porque lo ofrece con intención perversa y consciente de que no lo va a cumplir. Pues, como dijo Agustín de Hipona, desterrada la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes piraterías? De ahí que la inmensa mayoría de los políticos a los que votará la ciudadanía son espíritus arteros, viciosos y codiciosos, unos verdaderos reptiles arrastrándose por su tenebrosa cueva de Alí Babá.

Pero lo cierto es que, los elegibles y sus amos, aunque sólo sean bultos destinados a entrar en el vestuario del sepulcro, y a convertirse en ceniza, como hijos de la tierra que son, no por ello van a reparar en su miserable y fugitiva condición, y seguirán hinchándose y entronizándose como si fueran eternos y la muerte no los hubiera de humillar, pues sus votantes y subsidiados los reeligen sin cesar.

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En definitiva, el elector español es como aquel buey destinado, sin él saberlo, al sacrificio –y al que se refería el sabio Tchang-Tzeu- que estuvo copiosamente alimentado durante años y que cuando lo llevaron al degolladero hubiera preferido ser un caniche. En fin, ignorando, por méritos propios, lo que dicen las encuestas, sabemos que no hay nada que esté tan mal que no pueda empeorar. Y si todo lo que puede ir mal, empeora, lo más probable es que, después del próximo día 28, saldremos de cenagales para entrar en lodazales.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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