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No hace mucho analizamos el tópico aún vigente que pretende que “lo más difícil es pintar como un niño”. Y revelamos que la invocación de este cliché se acompañaba de un ataque simultáneo al orden y la disciplina académicos.

Citábamos a Paul Klee, August Macke y Vasily Kandinsky entre los propagadores de esta idea y apuntábamos cómo la misma había proporcionado munición inagotable a los pedagogos en la destrucción, incluso, de la jerarquía mínima implícita y necesaria en toda enseñanza. El propio Kandinsky animaba sin pudor alguno a la subversión de la relación lógica de docente y discente, cuestionando la autoridad derivada del saber y la experiencia: “Como tan a menudo, se enseña a los que tendrían que enseñar. Y luego se extrañan de que los niños inteligentes no progresen.” (“Sobre la cuestión de la forma”, 1912, El Jinete azul, Editorial Planeta-Paidós, Barcelona, 2019, p. 160).

Resultando inevitable recordar la parábola del trigo y la cizaña (Evangelio de Mateo, 13, 24-30), afirmaba Kandinsky como cierta y generalizada una presunta injusticia que no pasaba de mera conjetura, y la extendía como coartada apetecible para justificar cualquier frustración o fracaso. Y es que, si bien no tanto como después de 1945 –cuando se institucionalizaron en Occidente la pseudociencia “pedagógica” y otros desatinos de los gurúes de la cultura en el marco de la corrección política–, el “artista”, como el “intelectual”, gozaron ya en el período de entreguerras del prestigio e impunidad para legitimar aquel mensaje envenenado en torno a la enseñanza. ¡Cuántos no verían en el injusto agravio la oportunidad para descargar sus propias culpas y faltas! ¡O para arremeter contra cualquier forma de autoridad!

Añadido a lo ya dicho por Klee, Macke y Kandinsky en diferentes ocasiones a lo largo de 1912, el mismo año, Oskar Kokoschka afirmaba: “El artista ha de volver al primer grito y la primera visión del recién nacido apenas salido del claustro materno”. (De la naturaleza de las visiones. Cit. Por Giuseppe Gatt en Oskar Kokoschka, Ediciones Nauta, Barcelona, 1971). Otro testimonio reincidente en la visión poetizada del niño, reivindicadora de su ingenuidad incorrupta y, no menos relevante, de un antiacademicismo brutal.

Qué opuesta a aquella concepción de la enseñanza, la de nuestro ilustrado don Celedonio Nicolás de Arce, –padre “inhumano”, sin duda, a los ojos de la actual inquisición pedagógica–, cuando aconsejaba a su hijo perseverancia y esfuerzo: “Aunque conozco, según me acreditan tus dibujos, que estás adelantado, debes siempre continuar el dibujar, empleando en ello los ratos de ociosidad, que la corta edad te inclinará a diversiones pueriles, tomando por tales estos esmeros, que estando como está a tu arbitrio el variarlos, deberás darlos el título de juguetes, para que no te fastidien: pues para llegar a ser sobresaliente, es precisa la continuación de dicho ejercicio…” (Conversaciones sobre la escultura, 1786. Conversación V: Advertencias facultativas al hijo discípulo: lo que necesita para ejercer el arte; y los libros que debe tener en su estudio).

Claro que, en estos tiempos, ¡cómo va tomarse en serio un pensamiento tan “retrógrado” y una educación tan “obsoleta”! ¡Dieciochesca, ni más ni menos! ¡Pero si ya se había anatemizado lo decimonónico! ¡Cómo podría compararse, por ejemplo, a Antón Rafael Mengs –otro ilustrado–, cuya infancia se asemejó a la expuesta por Arce, bajo una férrea disciplina, con cualquiera de los artistas de las vanguardias! Descabellada pretensión, ¡vive Dios!… Aunque es aquí cuando tal vez sea necesario recordar que Picasso recibió una formación académica… Y que su padre, José Ruiz Blasco, Catedrático de Dibujo en la Escuela de La Lonja de Barcelona, no sólo guió sus primeros pasos en términos muy similares a los inculcados por Celedonio Nicolás e Ismael Mengs a sus respectivos hijos, sino que veló por que siguiera y completase una instrucción académica ortodoxa.

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Volviendo a aquellos vanguardistas “defensores de la infancia”, también Giorgio de Chirico afirmó en 1914: “Para que una obra de arte verdaderamente sea inmortal es necesario que salga completamente de las fronteras de lo humano; el sentido común y la lógica lo perjudican. De ese modo se acercará al sueño y a la mentalidad infantil”. Y el mismo Pablo Picasso remacharía la ocurrencia en una célebre frase: «Todos los niños nacen artistas. El problema es cómo seguir siendo artistas al crecer».

El problema es que dicha sentencia nos lleva al contrasentido de que el conocimiento destruye la creatividad. Pues, si el mismo padre de Picasso enseñó a su hijo los rudimentos del dibujo y las técnicas de la pintura según una disciplina académica, pero –como afirman Kandinsky o el propio Picasso– la educación académica cercenasen el libre desarrollo de la creatividad, Picasso no habría sido jamás artista, pues, infante, habría visto ahogado tempranamente su don. Más aún habiendo perseverado en una educación disciplinada y formal a lo largo de toda su juventud.

Siendo, al contrario, que el talento se desarrolla con la educación, el trabajo y la constancia, el mismo Picasso se desmentía al confirmar: “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando”. Y los mismos defensores del pintor malagueño, que tanto elogian su “ruptura de los moldes establecidos”, tienen que hacerse trampas al solitario para invocar su capacidad de trabajo sin mencionar la disciplina adquirida en la infancia.

Ahora bien, llegados a este punto, cabe preguntarse, ¿por qué? ¿A qué la insistencia en sostener un tópico falso? ¿A dónde condujo y conduce todo esto?

Si recopilamos todo lo anterior, aquellas manifestaciones “pro-infancia” no parecen ocurrencias puntuales e inconexas fruto de un momento compartido de exaltación roussoniana –véase su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los Hombres (1755)–, sino resultado, más bien, de la convergencia en los planteamientos de muchos de los artistas e intelectuales de las vanguardias. No olvidemos que las tesis freudianas sobre la infancia –véase Tótem y Tabú (1913)– asentaron como crucial esta edad en el imaginario colectivo. Pero también sirvieron a algunos para apuntalar “científicamente” la vinculación romántica de infancia y genio a través del mito. De hecho, parece incuestionable el alcance real que ha tenido este mito en la configuración del presente. No en vano, la sacralización del niño como elemento incontaminado; la sobrevaloración de lo instintivo y lo afectivo sobre lo pensado o racional, y el ataque a lo académico como constrictor de la creatividad, han tenido importantes consecuencias.

Una de ellas –no necesariamente la principal– fue el florecimiento de toda una casta de funcionarios que, en la estela de las nuevas “ciencias” –psicología y pedagogía– se apropiaron de la santa labor de proteger, comprender y “dignificar” la infancia. Como si el niño no gozase de dignidad por sí mismo o fuera víctima sistemática de maltrato hasta que los nuevos maestros, pedagogos, psicólogos y artistas se erigieron en responsables de su restitución y salvaguarda. No nos extrañe la popularidad de El principito de Saint Exupèry, tanto por accesible –breve, poca letra y con dibujos–, sino, sobre todo, por elevar la inocencia al altar de la inteligencia. Referente ineludible para tantos pequeños chamanes que, más allá de la inversión selectiva implícita en su incorporación a puestos muy por encima de sus capacidades, aseguran la ignorancia y subdesarrollo de las nuevas generaciones por ellos tuteladas.

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Otra consecuencia es el socavamiento de las instituciones implícito en el ataque a la autoridad encarnada en las Academias. Violencia que supone la destrucción demagógica e irresponsable de la misma civilización, que se define, precisamente por la creación de dichas instituciones: escuelas, universidades, parlamento, etcétera.

 

Por otra parte, hay una derivada económica evidente en la prolongación de la infancia y en el fomento y extensión de una mentalidad vana, consumista y desmemoriada: la conformación de una sociedad no adulta, animada a la inmediata satisfacción del deseo, para la que el citado consumo ha llegado a adquirir un carácter terapéutico, calmante o ansiolítico. Ya que, de hecho, la extensión de la infancia se traduce no sólo en la intolerancia al fracaso o la claudicación sistemática a los propios caprichos, sino en la interiorización de un “derecho al alivio” físico y psicológico instantáneo de los anhelos naturales o artificialmente creados.

Además, las derivadas sociopolíticas de lo que en un contexto más amplio llamaríamos “pensamiento indoloro”, saltan a la vista. Y aunque no me detendré sobre lo ya dicho por Gustavo Bueno –El mito de la felicidad (2005), El pensamiento Alicia (2006)–, o por José Sánchez Tortosa –El culto pedagógico (2018)–, sí procede resumir que las ideas que conducen a una progresiva infantilización propician una pérdida de libertad. Algo que ya advirtió Alexis de Tocqueville cuando escribió: “Un poder inmenso que busca la felicidad de los ciudadanos, que pone a su alcance los placeres, atiende a su seguridad, conduce sus asuntos procurando que gocen con tal de que no piensen sino en gozar […] Un poder tutelar que se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero que, por el contrario, sólo persigue fijarlos irrevocablemente en la infancia”. (Sobre el “despotismo democrático” en Democracia en América, 1835-40. Segunda parte, capítulo Qué especie de despotismo deben temer las naciones democráticas, Editorial Aguilar, 1989, Madrid, pp. 368-378).

Es decir, que en tanto que lo que se aprecia como virtud en la infancia no es otra cosa que la ignorancia y lo que se condena en el adulto es la misma superación de la minoría de edad a través del conocimiento, el individuo sin horizontes está condenado a ser un esclavo. O un ser no pensante y, sin embargo, satisfecho. Ahí está la Agenda 2030.

En palabras del mismo Tocqueville: “Siempre he creído que esa especie de servidumbre ordenada, dulce y pacífica […] podría combinarse mejor de lo que se imagina con algunas de las formas exteriores de la libertad y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo”. (Ibídem, p. 372).

Autor

Santiago Prieto