22/11/2024 05:30
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En Vallecas y en Tetuán, en Atocha y en Cuatro Caminos, en Rosales y en la Puerta del Sol, en los Carabancheles y en Las Ventas solo había miseria y opresión

“La noche anterior había cerrado el ciclo de mi campaña electoral con un gran  mitin en Córdoba: «Sólo la victoria del Frente Popular puede asegurarnos una  posibilidad de paz social, de colaboración y convivencia ciudadanas. Nuestra  victoria será la victoria del pan y de la libertad…»”

 

A mi madre y a mi hermana, rehenes de Stalin en cualquier lugar

—hace ocho años que no sé de ellas— del inmenso campo de concentración que es la Unión Soviética.

Nubes de sangre sobré España. Triunfo del Frente Popular. La táctica de la Internacional Comunista. Los comunistas, al servicio de Moscú. Diálogo de pistolas. Sublevación militar. La guerra ha comenzado.

EL 16 de febrero de 1936 amaneció fajado de pasquines. En las paredes de Madrid la batalla electoral gritaba sus consignas roncas y distintas. El conglo merado de derechas —monárquicos, agrarios, cedistas— aullaba en azul, en verde y en blanco: «¡Votad contra el marxismo!» Los carteles del Frente Popular agitaban las cifras tremendas de octubre: «Por la libertad de los 30.000 presos, la readmisión de los 70.000 represaliados, la exigencia de responsabilidades por la represión asturiana; por el pan, por la tierra…»

 

Exteriormente las elecciones transcurrían en medio de la mayor tranquilidad. Era un día gris, con barro en las calles y gentes madrugadoras que formaban las primeras colas en los Colegios electorales.

Los voceadores de Acción Popular ofrecían, sin demasiado escándalo, sus candidaturas. Las muchachas de las juventudes socialistas y comunistas gritaban con voz fresca y la mirada alta: «¡Votad al Frente Popular!»

La noche anterior había cerrado el ciclo de mi campaña electoral con un gran mitin en Córdoba: «Sólo la victoria del Frente Popular puede asegurarnos una posibilidad de paz social, de colaboración y convivencia ciudadanas. Nuestra victoria será la victoria del pan y de la libertad…» 

La voz cálida de otros mil oradores en mil lugares distintos había enar- decido el entusiasmo de un pueblo con voluntad de triunfo.

Y allí, en Vallecas y en Tetuán, en Atocha y en Cuatro Caminos, en Ro- sales y en la Puerta del Sol, en cada calle y en cada esquina de los pueblos, ciudades y aldeas de España se reñía en aquellas horas la batalla contra las fuerzas de la miseria y la opresión.

A las seis de la tarde comenzó el escrutinio. En los Colegios, para abreviar la lectura de toda la papeleta, el presidente de la Mesa repetía:

—Frente Popular…

—Frente Popular…

—Frente Popular…

A las ocho de la noche, en toda España, desde las minas de Asturias hasta las marismas de San Fernando, se gritaban estas dos palabras: Frente Popular.

El jefe del Gobierno, Pórtela Valladares, declaraba:

—La jornada electoral ha transcurrido con absoluta tranquilidad en toda España.

La voz de la nueva España exigía en pancartas, en manifestaciones, en mítines relámpagos, en los editoriales de la Prensa, el poder para el Frente Popular.

El señor Pórtela Valladares, sin ilusión ya en los postreros cubileteos electorales, hacía público:

—Hay que esperar los últimos resultados.

Los «últimos resultados» esperaban de uniforme, con espuelas y entorchados, una conversación con el presidente del Consejo de Ministros. El pueblo estaba en la calle. El presidente del Consejo procedió con buen criterio. Aquel mismo día el país se enteraba por la prensa que una intentona militar había sido abortada y que se hallaban detenidos algunos altos jefes militares.

Pórtela Valladares no había querido aceptar la responsabilidad de presidir el cuartelazo. Y dimitió.

El señor Azaña, frío, constitucional, ocupaba la Presidencia del Consejo de Ministros.

El mismo día el general Franco se presentó en el Ministerio de la Gobernación. Los periodistas acogieron con un rumor de sorpresa la visita sensacional. En el Ministerio facilitaron la siguiente nota:

«En el Ministerio de la Gobernación se ha personado el general Franco para decir que habían llegado a sus oídos rumores absurdos sobre determina- da actitud suya en relación con un supuesto suceso. Afirmó que él vive completamente ajeno a la política y atento únicamente a sus deberes militares.»

¡Lástima que no existiera la costumbre de anunciar las sublevaciones al Ministerio de la Gobernación!

Aquel día estaba citado a comer con el secretario general del Partido Comunista, José Díaz. Era una comida privada. Díaz tenía interés en cambiar con- migo algunas impresiones acerca de un tema político que había suscitado la noche anterior una agria disputa mía con los consejeros de Moscú. Las cosas habían sucedido así:

En la casa del Partido había encontrado a José Díaz y a sus dos inseparables consejeros soviéticos, Stepanov y Codovila.

—¿Cuántos diputados tenemos seguros? —pregunté.

—Hasta ahora dieciséis —respondió Díaz sin ocultar su satisfacción.

—No son muchos, pero son casi todos los que logramos que nos acepta- sen nuestros aliados —comenté.

—Estos marrulleros socialistas han cargado con el santo y la peana. Nos han tratado como a parientes pobres —dijo Codovila, muy afanado en limpiar la nicotina de su pequeña pipa.

—Pero ahora van a saber lo que es la tribuna parlamentaria utilizada re volucionariamente por los comunistas. ¡Se acabaron las apacibles digestiones de nuestros «compañeros de ruta»! —apostilló Stepanov, riendo y mostrando sus dientes amarillos del tabaco.

—¡Hombre! No creo que nuestras tareas en el Parlamento tengan por finalidad aguar la fiesta a los socialistas. Para mí será más agradable pelear con los cedistas que con nuestros amigos del Frente Popular —dije.

—¡Cuidado, Hernández!… ¡Cuidado con las ilusiones! —replicó Stepa- nov—. Los socialistas querrán volver a la euforia del 14 de abril de 1931 y tendremos que apalearlos para que empujen la revolución hacia sus finales consecuencias.

Y después de una breve pausa:

—Sí, amigos, sí. No cabe duda que en España estamos viviendo un pro- ceso histórico semejante al de Rusia en febrero de 1917. Y el Partido debe saber aplicar la misma táctica de los bolcheviques… Una breve etapa parlamentaria y después… ¡los soviets!

—No creo en la similitud de la revolución de febrero en Rusia con nuestra situación actual en España. Allí existía un pueblo hambriento y fatigado de la guerra; unos millones de soldados andrajosos y desmoralizados por las derrotas, que sólo querían acabar con sus penalidades en los frentes y con una guerra que no sentían ni querían. En Rusia existía un poder autocràtico, despótico, odiado por el pueblo. La consigna de paz y pan era la consigna de todo el pueblo. No fue tarea difícil: a los bolcheviques conquistarse la mayo- ría en algunos soviets decisivos y acabar con Kerensky, pues Kerensky no acertó a satisfacer esas aspiraciones… ni los bolcheviques quisieron ayudarle.

—Hubiera sido estúpido ayudarle. Nuestra tarea fue la de impedir la consolidación del régimen democrático-burgués, profundizar la crisis revolucionaria, y por esa vía conquistar el poder —replicó Stepanov.

—Ese fue el modo ruso. Nosotros deberemos emplear el modo español

—insistí.

—¡Qué modo español ni qué ocho cuartos! — exclamó enojado Stepanov—. Para los comunistas no hay más que un solo modo, el modo leninista, el modo soviético.

Y ese modo —recalcó— será el modo de ustedes en España.

Miré a José Díaz, que silencioso escuchaba la polémica, y con los ojos me animó a que siguiera.

—Nuestra revolución es una revolución democrática. Todas las fuerzas de esta significación nos hemos unido en un Frente Popular, y entre todos deberemos dotar a España de un régimen de libertad asentado sobre una reforma agraria que acabe con la miseria en nuestros campos, que aumente el bienestar de las clases laboriosas, que liquide las fuertes reminiscencias feudales en nuestra economía, que ponga fin al ejército de casta, termine con los privilegios del alto clero y dé satisfacción a las aspiraciones autónomas de Cataluña y Euzkadi. Estas son nuestras metas actuales en España. Después… después veremos qué caminos se nos abren para un régimen socialista.

—Esa fue la vieja polémica de Martov con Lenin —terció Codovila. Y agregó: —Es una concepción oportunista, socialdemócrata, antileninista, que me asombra mucho escuchar en boca de Hernández. Eso demuestra que no ha comprendido el papel del Partido en el proceso de la revolución democrático-burguesa.

—Sin duda ustedes saben más que yo —concedí—; pero si en Rusia la tarea de los bolcheviques fue la de golpear a sus «compañeros de ruta», en España esa táctica nos conducirá al suicidio político.

—Esa es tu opinión.

—Esa es mi experiencia.

—¿Dónde la has adquirido? —preguntó con tono de mofa Stepanov.

—Aquí, aquí mismo, en mi tierra y en mi cabeza —repliqué colérico—. Codovila es testigo. Al proclamarse la República nos disteis la consigna de

«¡Abajo la República burguesa! ¡Vivan los soviets!», y el pueblo español nos apaleaba en las calles. Nuestras consignas eran las consignas que hacían el juego a la reacción monárquica.

—Esa fue la política del grupo oportunista de Bullejos —dijo con tono despectivo Codovila.

—No es verdad —repliqué—. La Comisión Política de la I. C., aceptan- do el criterio de Manuilski y Piatniski, dio esas directivas para España en 1931. Bullejos, como yo, y como todo el Buró Político, si algún pecado cometimos fue de seguirlas y pretender aplicarlas1.

—Sin duda que por eso nos obligaron desde Moscú a llamar social fas- cistas y anarco fascistas a los hombres del movimiento obrero en nuestro país que no se avinieron a aceptar la consigna de los soviets y del Gobierno Obre- ro y Campesino. ¿También ese aspecto entraba dentro de la popularización del «sentido social» de nuestra revolución?

—Si hubieran ustedes sabido crear los Comités de Fábrica y los Comités de Campesinos, si hubieran sabido realizar la unidad por la base, si hubieran…

—¡Basta de llamarnos tontos, camarada Stepanov! —dije con enfado—.

¿Qué unidad podíamos hacer con nadie si comenzábamos por llamar fascistas a todo Cristo viviente que no aceptase la unidad nuestra, la que queríamos nosotros… para nosotros? Una unidad sin más líderes que los comunistas, sin más objetivos que los nuestros… Aquello, camarada Stepanov, era la unidad por la absorción. Y no pasamos de los gritos y del escándalo. Cuando surgió la forma española de la unidad, las Alianzas Obreras, nos dijisteis que aquello no servía «porque era un pacto por arriba». Luchamos contra ellas.

Y en octubre de 1934, en vísperas de la revolución de Asturias, tuvimos que aceptarlas apresuradamente. Y ese «pacto por arriba» fue la gloria de nuestros mineros en Asturias, y fueron los órganos de poder de la clase obrera durante las semanas de lucha de la «Comuna asturiana». Nuestros errores

—concluí— fueron los vuestros. No hicimos más que aquello que nos ordenaba Moscú.

—¡Se acabó! —dijo José Díaz terciando conciliador. Se hizo un silencio espeso, hosco.

Lo rompió Díaz dirigiéndome estas palabras:

—Vamos a ver cómo está la calle. Parece que hay mucha agitación por los cafés y corrillos de la Puerta del Sol.

—Vamos.

—Hasta luego, camaradas.

—Hasta luego.

 

 

Los malabarismos de Pórtela Valladadares 

El conglomerado de derechas revistó rápidamente sus fuerzas. Habían fallado sus cálculos sobre los malabarismos electorales de Pórtela Valladares y de la  abstención de los anarquistas.

Y en el Casino de Madrid, en el de Labradores de Sevilla, en la Caleta de Málaga, en los Consejos de Administración de la Duro Felguera asturiana y de las empresas textiles de Cataluña, en las dehesas de reses bravas y en los claustros de las catedrales, los caballeros de la reacción susurraban, hinchado el abdomen, fulgente la calva:

—Hay que hacer algo…

—Claro, claro; hay que hacer algo…

En la Presidencia de la República, don Niceto Alcalá Zamora decíale a su confesor:

—Hay que salvar a España…

Los «salvadores» de España conspiraban en los cuartos de banderas, en los salones espléndidos del Casino Militar, en las antesalas del Ministerio de la Gobernación. No fue posible falsificar la voluntad popular, pero allí estaban, dispuestos y en acecho, los charrascos tradicionales, los señorítos de José Antonio, los magistrados, los banqueros, los obispos, los terratenientes, la Guardia Civil.

Eran las fuerzas que no querían la convivencia con la España Popular; eran las fuerzas que tras la aparente tranquilidad iban formando gota a gota la tormenta de sangre que había de inundar a España durante treinta y dos meses.

—Hay algo en el ambiente quieto de la noche que no me gusta —dijo preocupado José Díaz.

—Tienes los mismos temores que yo —contesté.

—Ciertamente. Creo que son del mismo género.

Íbamos caminando hacia la Puerta del Sol. Unas nubes muy bajas animaban la oscuridad de la noche, cortada a trozos por el tenue resplandor de los faroles y de los ventanales de los cafés, luz opaca, lavada por la fina lluvia que enlodaba las calles y que hacía a los noctámbulos caminar de prisa, apretados a los muros de las casas en sombra. Alguna que otra sinfonola ponía notas de cante «jondo» en aquel aliento de multitudes calladas o en acecho. Madrid dormía satisfecho de su victoria. Era el Madrid popular. El otro Ma- drid, el Madrid derrotado en la gran contienda cívica, no dormía. Velaba las armas de su rencor y sus afanes de revancha.

—El régimen del Frente Popular —comentó Díaz— se asienta sobre un volcán de pasiones. En realidad, nuestro triunfo tiene más de aparatoso que de efectivo.

—Si nos atenemos a los números, sí; pero en diputados les doblamos —

dije.

—La coalición de derechas, contando el centro, ha logrado un total de

4.446.251 votos, y el Frente Popular, 4.838.449 —precisó Díaz.

—¡Milagros de la ley electoral! Con tan pequeña diferencia de votos contamos con 277 diputados y todas las derechas unidas con 164.

—Eso demuestra la fuerza de la reacción, amigo Hernández —dijo Díaz siguiendo el hilo de su razonamiento—. Y sería ingenuo pensar que no tratarán de hacer valer su poderosa influencia económica y política contra el nuevo régimen.

—¡Ahí le duele! —dije—. Precisamente era esa mi idea en la polémica con Stepanov. ¿Cómo podemos sensatamente considerar a nuestros aliados socialistas como

los enemigos principales, cuando tenemos una reacción tan potente que ahora mismo, en nuestras horas de victoria, nos está inquietando tan seria- mente?

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—De eso quería hablarte.

—Pues habla. De mí puedo decirte que no he desembuchado todo cuanto me estaba pudriendo la sangre. Le hubiera dicho muchas cosas más.

—Me gusta tu franqueza… Pero eres demasiado vehemente. Eso puede crearte dificultades con los «tovarich».

—Lo sentiría. Pero no tienen derecho a vejarnos de esa manera. Que somos algo así como hombres de paja, desgraciadamente, lo sabemos… y lo aguantamos; pero ya es mucho que nos lo estén restregando en la nariz a cada momento.

—Exageras las cosas, las desorbitas, Hernández. No somos hombres de paja. Somos disciplinados. Formamos en un Partido internacional con un centro: Moscú. Somos como un gran ejército cuyo Estado Mayor residiera en la I. C. Eso es todo.

—Esa es la definición clásica, Pepe; pero nuestro Estado Mayor debería ser más flexible y comprender que no todos los países y todas las situaciones son iguales. A ningún general se le ocurriría emplear los ejércitos de tanques en una lucha de montañas, ¿no?… Su táctica será diferente a si tiene que pelear en el llano. Y Moscú lanza las consignas por igual para Inglaterra como para el Congo belga. ¡Cuánto no ha padecido el movimiento comunista por esta exportación de consignas!

—En ti no hay términos medios —objetó Díaz—. Por eso extremas siempre las cosas.

Llegamos hasta el café de «La Granja del Henar». Rebosaba de gente que comentaba los acontecimientos políticos y los rumores que enturbiaban los cielos limpios de la victoria del Frente Popular.

Junto a nuestra mesa, una «peña» de pensionados del

Estado discutían a gritos, para dominar las voces de los demás y hacerse entender.

—Yo voy mañana tempranito a verle y a hablarle en nombre de todos sobre el respective —decía un viejecillo muy arrugado con gesto arrogante.

Los contertulios quedaron mirándole asombrados, sorprendidos.

—¿Qué va usted a decirle? —preguntó otro.

—Que todos nosotros no estamos pa cataplasmas. Porque, mire usted que la cosa tié bemoles… Mandarnos a Franco a Canarias… Como si nuestro bello archipiélago tuviese alguna secreta inmunidad contra la conspiración.

El viejecito, con gesto satisfecho, se atusaba el blanco y abundante bigote.

—Me da mal vagío er comienzo —dijo otro. Y agregó—: Mardita sea,

hombre! ¡Ya comenzamos igual!… En vez del estacazo y tente tieso nos agarramos al talismán de la legalidad… y ya estamos con Jos trasladitos.

—¿Sabes el traslado que deberían darles a todos?… ¡La cárcel! —arguyó

otro.

—Una revolución que no se defiende es como el cuchillo en manos de

un cobarde: ni pincha ni corta —dijo otro del corro.

—Pero bueno, abuelo, ¿qué va usted a decirle a Azaña? —preguntó un joven que con ellos se hallaba.

—¡Qué le voy a decir, tío chalao! Que hay que avanzar con el pecho y no sólo con las piernas! ¡Que hay que redoblar los ímpetus! Le diré que el plácido camino de los discursos parlamentarios, de los torneos retóricos, de las enmiendas y palabras previas, para derogar los cien mil obstáculos de la legislación reaccionaria, va a ser un camino en demasía angosto pa encauzar las cosas por derecho.

—Ya me lo tenía mascao —dijo el otro con ánimo de

tirar de la lengua al viejecillo—. Y al final le dirá que le ponga un durillo más en la pensión. ¡Qué papel pa un hombre!

—Mi statu quo no me interesa —replicó amoscado el viejillo—. Me in- teresa lo que a todos los españoles: que el Gobierno sepa que la única legalidad, la legalidad verdadera, es parar en seco el ataque de la reacción, y avanzar con el pueblo. Quedarse en medio es situarse en la «tierra de nadie», ma niatado entre las dos Españas.

—No entiendo mucho de estas cosas, pero me parece que lo que usted dice está como Dios. Lo que no sé es si el portero le dejará pasar de la puerta de la calle —comentó el otro en tono zumbón.

—¡Pero, leche, por qué no! —gritó el viejillo—. A mí me recibe o hay hostias mañana en la Presidencia —aseveró enardecido. Soltaron todos a reír. El más próximo a nosotros se volvió a mirarnos, y llevándose un dedo a la sien bajó la voz y dijo:

—Está un poco…

Cada mesa de café, cada sobremesa en las casas, cada conversación en la calle tenía la misma inquietud.

—Dentro de la chifladura del viejito hay un hálito de verdad muy seria

—comentó Díaz—. Mañana deberás escribir en el editorial del periódico algo que recoja este ambiente. Y ahora, vámonos a dormir. Ven mañana a comer conmigo y seguiremos la charla en torno a la discusión con Stepanov.

—Hasta mañana, Hernández.

—Hasta mañana, Pepe.

 

Choques sangrientos

En el editorial de «Mundo Obrero» decía:

«Hemos vencido al enemigo el 16 de febrero, pero sigue siendo poderoso y está al acecho. Hasta que no

se liquide su base económica y social, podrá siempre lanzarse al ataque. Hay que llevar a efecto el programa del Frente Popular y comenzar con mano firme la expropiación de los grandes terratenientes, la depuración del ejército y la administración de elementos reaccionarios y fascistas, liquidar los privilegios de la Iglesia y desarmar y disolver las organizaciones monárquicas y fascistas.»

—Ya se han producido algunos choques sangrientos en provincias —me dijo Díaz al llegar a su casa.

—Parece ser que algunos pistoleros han disparado contra los centros políticos y casas del Frente Popular. Aquí, en Madrid, también han agredido a los vendedores de «Mundo Obrero» —comenté.

—Sin duda tratarán de crear un clima de inquietud para propiciar el golpe reaccionario —aclaró Díaz.

—Esto nos obliga a cerrar filas contra el enemigo. Si debilitamos el Frente Popular volveremos a los umbrales del bienio negro. Y esto —agregué

— nos lleva de la mano a nuestro tema de ayer. Si seguimos los consejos de Stepanov, nosotros mismos barreremos de obstáculos el camino a la contrarrevolución. La unidad con los socialistas y anarquistas es la garantía de continuidad de la República democrática; romper esta unidad, crear un estado de inquietud y de lucha intestina es abdicar de todas nuestras esperanzas en un mañana mejor.

—Comparto tu opinión, pero dime una cosa: El VII Congreso de la I. C. ha establecido una nueva táctica, táctica amplia donde no solamente caben los socialistas, sino todos los hombres progresivos de izquierda. Eso indica que tus temores no deben ser tan grandes.

—Mi temor proviene de que las decisiones del VII Congreso puedan ser un nuevo Caballo de Troya y no una conducta política sincera, consecuente.

—¿En qué basas tus inquietudes?

—Las apoyo en un hecho claro. La política de Frente Popular ha sido establecida de acuerdo con una situación internacional peligrosa para la Unión Soviética. Un cambio en esa situación puede determinar un nuevo viraje sabe Dios para dónde.

—Pero ¿es o no es justa esta política? —inquirió Díaz.

—Sí; completamente justa. Pero su justeza no es circunstancial, sino duradera. Esta política hubiera sido hace muchos años tan justa como lo es hoy. Sin embargo, hacíamos la contraria. ¿Por qué?

José Díaz escuchaba atentamente. Su vida en el movimiento comunista era más corta que la mía. Del campo del anarco – sindicalismo, donde había formado en los «grupos de acción», casi sin transición se vio elevado al pues- to de Secretario General del Partido Comunista. Hacía cuatro años que desempeñaba esta misión, asesorado constantemente por los consejeros de Moscú. Su elección le había sorprendido. Pero Codovila y Stepanov, que pensaban dirigir nuestro Partido entre bambalinas, eligieron un hombre de poca preparación para obligarle a depender más de sus «consejos». Y en José Díaz encontraron al hombre ideal. De escasa dotación cultural, provinente del apoliticismo anarquista, debería apoyarse en los delegados de Moscú para desempeñar su misión de Jefe del Partido Comunista. José Díaz tenía fe en ellos y una gran admiración por Stalin. Pero sobre todas estas condiciones tenía una: era un obrero revolucionario, un español y una persona honrada.

—Tú sabes bien, querido Pepe, que el pacifismo no ha sido nunca acetado por los comunistas como una corriente revolucionaria. El VII Congreso de la I. C. destaca como una línea de fuego la necesidad de la lucha contra los provocadores de guerras. La Unión Nacional contra el fascismo y la guerra es el grito del Congreso.

Y ese grito corresponde en primer lugar a los intereses de la Unión Soviética. Los acontecimientos de Alemania, la subida de Hitler al poder, han alterado el equilibrio de fuerzas existentes en Europa y la U. R. S. S. teme que la política exterior del «führer» rompa su marcha agresiva hacia el Este. El equilibrio establecido por el Tratado de Versalles se está viniendo abajo. El tratado de Rapallo, que garantizaba a la U. R. S. S. desde hacía muchos años la alianza con Alemania, va siendo sustituido por las crecientes exigencias del «Mein Kampf». Este hecho cambia todo el panorama internacional para la Unión Soviética. La U. R. S. S. se ha precipitado a buscar nuevos alia dos. Y en mayo de 1935 firmaba en París el pacto franco-soviético y casi simultáneamente otro semejante con Checoslovaquia. Al cambiar la estrategia de Moscú tenía que cambiar también la táctica de la I. C.

—Pero sea como fuere convenimos en que la política de Frente Popular es justa —argumentó Díaz.

—Sí. Pero servirnos de ella para dar un golpe a la reacción, y cuando se lo hemos asestado revolvernos contra nuestros aliados es marchar por el ca- mino que empujó a Hitler al poder. En Alemania toda la táctica de Moscú es- tuvo orientada a aplastar a la socialdemocracia. Y no se reparó ni en buscar la alianza con los nacional-socialistas.

—¿Luego tu opinión concreta es que todos los movimientos tácticos de la I. C. corresponden a los intereses de la política exterior de Moscú? —me preguntó Díaz.

—En general, sí

—Eso nos lleva a la conclusión de que los comunistas no somos otra cosa que servidores de la política del Estado Soviético.

—Esa es mi opinión.

—Pero sirviendo a la U. R. S. S., ayudándola a fortalecerse, nos ayuda- mos a nosotros mismos, ¿no es verdad?

—Es una verdad a medias. En mi opinión —dije— deberemos defender a la Unión Soviética con las uñas y con los dientes. Su sola existencia es un factor de movilización de millones de hombres que miran hacia Oriente con las esperanzas abiertas a un mundo mejor. Pero creo también que los Partidos Comunistas deberían tener más independencia y sobre todo una política auténticamente nacional. Seríamos más fuertes, más respetados, y nuestra ayuda a la Unión Soviética sería más eficaz.

—Estos bribones socialistas no tienen ni un pelo de tontos —comentó riendo Pepe—. Por algo llaman a nuestro periódico «La Gaceta de los Chi- nos».

—¡Naturalmente! Nuestro periódico habla más de los koljoses soviéticos que de lo que sucede en Extremadura o en el campo andaluz. Cualquier militante comunista se sabe de memoria la historia del Partido Bolchevique y no sabe cuándo se ha fundado en nuestro país el Partido Socialista. Y es que nos falta el sentido nacional y el alma española en nuestra política.

—Espera un poco, Jesús.

Díaz se levantó y en un vaso de agua puso un poquito de bicarbonato y lo tomó con avidez. «Esta enfermedad —dijo— está acabando conmigo. Los dolores de la úlcera son cada día más persistentes. Tendré que volver a operarme… Así no puedo trabajar. ¡Ah, qué gran medicina es el bicarbonato! — exclamó—. No cura, pero qué pronto calma el dolor.» La cara de José Díaz era la de un hombre prematuramente envejecido. Tenía una lesión duodenal operada y nuevamente reproducida que le minaba implacablemente la salud.

—La Internacional Comunista —proseguí— tuvo desde su origen un carácter en gran modo sectario. Quien no pensara como los bolcheviques no podía convivir en su seno. Y el viraje más profundo en el orden

sectario lo imprime Stalin en el V Congreso al dar la consigna de «bolchevizar» las secciones de la I. C. Según las resoluciones del V Congreso, los Partidos Comunistas tendrían como supremo objetivo la defensa de la U.R.S.S, A partir de ese momento, nos transformaron en regimientos militarizados a las órdenes de Moscú.

—¿Quieres decir que nos han formado a imagen y semejanza suya? — apostilló Díaz.

—Exactamente, Pepe.

—Si no fuera por la fe que tengo en «El Bigotes» —así llamaba a Stalin

—, me habrías dado motivos para estar cavilando un rato. Pero «El Bigotes» es un gran tipo. En sus manos están los hilos de la gran madeja revolucionaria del mundo. Y podremos no comprender las sutilezas de su juego, pero dudar… ¡nunca! —afirmó Díaz.

—No es dudar querer conocer la verdad en todos sus alcances —argüí.

—No creo que sea perder el tiempo reflexionar sobre esas y otras mu- chas cosas —asintió Pepe—. Pero lo que no alcancemos a comprender fácil- mente deberemos suplirlo con nuestra confianza. No olvides —añadió— que nosotros somos una parte del todo, y que el todo lo es la U. R. S. S., y lo que aparentemente está en contradicción con nuestros intereses, si favorece al conjunto, nos ayuda en definitiva. Es como un plan de una gran batalla. Cada mando recibe la orden parcial de su participación en la pelea. En unos los objetivos serán aguantar; en otros, avanzar; en tal o cual, retroceder. Visto aisladamente, el plan resultaría un pandemónium, pero visto en conjunto, es una obra de arte con un propósito definido y claro.

El razonamiento de Díaz tenía cierta lógica y no me costó gran trabajo allanarme a él. Mis inquietudes, en aquel momento, no eran tan grandes que no pudieran ser fácilmente sometidas por la fe.

 

Un corazón de hombre

La situación se agravaba a pasos agigantados. Gil Robles declaraba el 6 de marzo:

«El triunfo de las izquierdas es para nosotros un mero episodio pasajero.»

 

El día 7 el diario «La Época», órgano de Calvo Sotelo, escribía:

«España necesita una sola cosa: un corazón de hombre.»

Y para que no existiera duda de lo que buscaba, completaban sus deseos diciendo que ese corazón debía existir entre los hombres «que una madrugada de agosto, sobre la sangre de Recoletos, estallaban en voluntad de morir por España»

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Los derrotados del 16 de febrero no ocultaban sus propósitos. Su ataque

a fondo iba a comenzar.

Azaña sustituye a Alcalá Zamora en la Presidencia de la República. Ante el nuevo Presidente, cruzado por la bandera tricolor, desfilaron, jinetes en su palabra de honor, los jefes militares conjurados: Goded, Cabanellas, Queipo de Llano, Fanjul, Mola y las bendiciones del obispo de Madrid- Alcalá. Felicitaciones y juramentos de fidelidad… mientras que en el tono agresivo de los periódicos, en el aire de la calle, se adivinaban los propósitos de sublevación.

Las bandas falangistas van precisando planes y nombres. Señalan las nuevas víctimas. Se descubre la preparación del atentado contra Azaña.

La ofensiva es completa. Mientras las pistolas preparan a tiros un clima de violencia, los autos, cargados de joyas, franquean tranquilamente las aduanas. Los cuentacorrentistas retiran sus capitales. Los patronos cierran las em- presas.

«El Gobierno del Frente Popular —dicen— es incapaz de restablecer el orden, de asegurar la tranquilidad. Hace falta un Gobierno de fuerza. Hace falta un general salvador.»

España entera crujía en su ballestaje bajo el peso de la protesta popular.

 

“El Manías”

En la redacción de «Mundo Obrero» recibí la visita de un simpático voceador de nuestro periódico. Le llamaban «El Manías». Era un auténtico desarrapado, cuyas ropas, no sé por qué misterios de la ley de gravedad, se mantenían en su cuerpo. Tenía un tic nervioso que le hacía guiñar constantemente los ojos. Un día pidió el ingreso en las juventudes comunistas. Y se lo dieron. Durante los años del bienio negro, 1933-1935, cuando con harta frecuencia la Policía se incautaba de la edición de nuestro diario, «El Manías» tomaba un puñado de ejemplares, se iba a la Puerta del Sol, y frente a la entrada del Ministerio de la Gobernación comenzaba a gritar: «¡Mundo Obrero, el periódico que tiene los pelendengues de decir la verdad!». Y «El Manías» paraba en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Le pegaban una paliza y le echaban a la calle.

—¿Qué hora es? —me preguntó.

—Las siete.

—Creí que era más tarde. Todavía tengo tiempo —dijo y se quedó mirándome con cierto aire de embarazo.

—¿Para qué querías saber la hora? —pregunté para animarle.

—Por nada… es que…

—¿Te sucede algo?

—No… nada… mejor dicho, sí… pero no sé cómo empezar.

«El Manías» me miraba, se mordía el labio inferior y sus guiños se ha- cían más frecuentes.

—¿Me das un cigarrillo, camarada Hernández?

Le di un cigarrillo, tomé otro y fumamos. Pasó un minuto y «El Manías» seguía silencioso. «Sin duda —pensé—, querrá pedirme algo y no se decide.» Sin dejar de dar vueltas al cigarrillo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, como si contemplase las duelas del piso, no salía de su mutismo.

—¿Qué es lo que quieres? —inquirí en tono de confianza, Silencio.

De pronto dijo con brusquedad:

—Vamos a matar a un hombre —y añadió—: tenemos que matarle,

¿sabes?… hoy mismo… dentro de un rato…

Y, ganado por los nervios, terminó tartamudeando:

—…y es contra mi voluntad… sí… yo no quisiera… pe… pe… ro es necesario.

—¿Y por qué diablos tenéis que matar a nadie? —pregunté intrigado.

—Porque ellos nos han matado ya a dos vendedores del periódico y han herido a otros —dijo procurando dar a su voz una entonación de firmeza y convicción.

—¿Y quién te ha dicho a ti y a los de tu célula que debéis contestar al crimen con el crimen?

Nuevo silencio.

—¿Dime quién? —pregunté imperioso.

—Nadie. Pero nosotros debemos demostrar que no les tenemos miedo.

De otra manera nadie querrá vender el periódico.

Unos años antes, en mi época de terrorista, cuando un desvarío nihilista nos impulsaba a solucionar los conflictos económicos o las diferencias políticas a balazos en las encrucijadas de las calles de Bilbao; cuando una monstruosa concepción del «heroísmo» nos empujaba al crimen como la forma suprema de la lucha de clases o del diálogo político, en esa época salpicada de sangre, las palabras de «El Manías» me hubieran parecido la más elevada ex- presión de la defensa de los ideales… y del sexo revolucionario. Ahora me producían angustia. La sensación del crimen me provocaba un malestar físico casi indefinible. No era la muerte o la sangre en el combate frente a frente, sino la espera calculada, el acecho cobarde en las sombras, la acción impune que corta la vida de un ser, de un hombre… ¡porque piensa de forma distinta a la nuestra! Matar por pensar de distinta manera política revela una intoxicación del alma que hace del hombre el verdugo de sus semejantes. El crimen político, por muchas que sean las razones que se aleguen, es siempre un crimen, y quien lo realiza, un criminal.

Miraba a «El Manías», al desdichado «lumpen», que por un sentido equivocado del deber y de la lucha se proponía adentrarse en el mundo del crimen político, con las vacilaciones del obseso, con la inquietud del que teme pecar, pero que no sabe resistir la tentación.

—Y si es contra tu voluntad, ¿por qué quieres cometer el crimen? —interrogué.

«El Manías» no respondía a mi pregunta.

—Di, ¿por qué?

«El Manías» se levantó y dio unos pasos.

—Creo que no hay más remedio… Será un servicio al Partido. Creo…

—Tú sabes que el Partido es contrario a todo terrorismo individual. Eso no conduce a nada. A los atentados terroristas contestamos con la acción de masas. Es lo único que paraliza las pistolas. Sabiendo esto, ¿por qué proyectáis atentados?

—Sólo lo haremos por esta vez… Les demostraremos que tenemos c…

—He conocido esos estados de ánimo. Y también tu especie de rabia… Hace años, ¿sabes?… Por eso te ordeno que busques a tus camaradas y les digas que el Partido les expulsará a todos si cometen el atentado. Y ahora, vete —dije imperioso.

—No es fácil —dijo con lentitud— convencer a los demás cuando no está convencido uno mismo.

—Si tienes alguna dificultad, los traes a todos aquí —dije.

—Yo soy muy bruto. La verdad es esa, soy muy bruto. No debí venir a decirte nada. Eso es… nada… ¡Nada!

Y mañana os hubierais enterado… y listo.

—A vuestro atentado contestarían con otros. Sentiréis la necesidad de responder. Y ellos a su vez. Una cadena, «Manías», una cadena estúpida de sangre, violencia y desesperación. Ese puede ser su juego, nunca el nuestro.

—Está bien, camarada Hernández.

—¿A qué hora es la cita?

—A las ocho y media.

—Pues andando, que son las ocho dadas.

«El Manías», que meses después caería acribillado a balazos ante las puertas del Cuartel de la Montaña, salió preocupado y silencioso. Comprendí que en aquel sencillo y desarrapado vendedor de periódicos se compendiaba toda la indignación ahogada y reprimida de la España Popular. En la tierra ensangrentada germinaba el odio y la violencia. Miles y millones de hombres comenzaban a pensar como «El Manías». Eran los heraldos de la gran tragedia que se avecinaba.

 

 

El 14 de abril de 1936

El 14 de abril amaneció un hermoso día de efemérides sensacional. La noche anterior los jóvenes socialistas y comunistas vigilaron los Ministerios, los cuarteles, los domicilios de las organizaciones obreras, la calle alarmada de Madrid. En los corros de los obreros, de los sindicatos, en los vestíbulos de los clubs, en los saloncillos de la Prensa en Teléfonos, en las antesalas de la Dirección General de Seguridad, se decía sin ningún recato:

—Los fascistas preparan una provocación para el 14 de abril.

Jamás se ha conspirado en ningún país ni en ninguna época con tanta impunidad y tan libremente como en España durante este período.

Los andenes de la Castellana estaban rebosantes de gente. El pueblo de Madrid acudió dispuesto a impedir con sus pechos el éxito de la proyectada algarada.

Desfilan los uniformes de gala, los armones de artillería, la bandera tri- color. De pronto, sofocado por los pasodobles militares, se oyó un sonido seco. Piafaron los caballos de la escolta presidencial, crujió un oleaje de multitudes y se oyeron los gritos iracundos:

—Una bomba, allí, en la tribuna de Azaña.

Como una señal, crepitó en distintas direcciones una cinta de disparos. Se tiraba sobre un blanco seguro, sobre la multitud que presenciaba el desfile militar conmemorativo de la proclamación de la República en 1931.

Y la multitud no se replegó empavorecida. La multitud se estuvo quieta, fundió sus filas y buscó a los pistoleros, los encerró en su fuga y se colocó de frente, con los dientes y los puños para aplastarlos. Allí mismo quedó muerto un alférez de la Guardia Civil, a quien sorprendieron disparando su pistola tras de un árbol.

El pueblo no se dejaba matar sin defenderse. El pueblo estaba dispuesto a luchar.

Al día siguiente el cortejo fúnebre del Guardia Civil desfilaba agresivo por las calles madrileñas. El féretro iba envuelto en una bandera con los colo res de la casa de Borbón. Los acompañantes desfilaban con el brazo oblicuo a la romana. Gritaban:

—Hay que pasar el cadáver por el Congreso.

—Hay que deshacer a tiros a la chusma marxista…

Fulgen las pistolas, suenan los primeros disparos. Todo el trayecto de la comitiva es una provocación sangrienta. Madrid es durante una hora pasto de los desmanes provocativos, que tantean la decisión del Gobierno y el espíritu del pueblo.

Madrid respondió a la provocación. Al día siguiente la capital de la Re- pública paralizaba todas sus actividades. La huelga general era el anuncio al Gobierno de que el pueblo exigía medidas drásticas contra los desmanes de la reacción.

En el Parlamento, Casares Quiroga afirmaba:

—Contra el fascismo asesino, el Gobierno se siente un beligerante más. Pero los generales reaccionarios siguen en sus puestos y los jefes políticos de la inminente sublevación pronunciando discursos subversivos en el Parlamento.

La guerra civil, de hecho, había comenzado. No eran aún las batallas con frentes, con planos, con estados mayores, con la tierra dividida por fronteras de fuego. Pero eran ya las dos Españas irreconciliablemente enfrentadas, cada una en la arena de su lucha, midiendo sus fuerzas.

 

 

¡¡Armas!!

El complot ultima sus detalles durante los meses de mayo y junio. Los milita res comprometidos, señalados por todo el mundo, siguen en libertad. El Gobierno no se decide a proceder contra ellos porque teme precipitar el golpe reaccionario y porque teme la acción revolucionaria de las masas. ¿No era posible impedir lo uno y lo otro?

Así transcurría la vida del Gobierno.

Las pistolas de falange siguen segando vidas de antifascistas. Derriban a tiros al capitán de Asalto, Faraudo. Poco después acribillan a balazos al teniente Castillo. Aquella madrugada la paciencia de los compañeros de Faraudo y de Castillo, de los hombres que se veían asesinados por el delito de ser fieles al régimen, no admite dique de contención. Y la revancha popular, los hombres que pensaban como «El Manías», ejecutan a Calvo Sotelo, al jefe más representativo de la otra España.

En Madrid y en toda España ni se duerme, ni se descansa, ni se afloja la tensión. Todos los días se espera la noticia de la sublevación, todas las mañanas amanece con el temor de que se haya encendido la gran hoguera.

El 17 de julio la radio de Madrid anuncia:

«Se ha sublevado la guarnición de Mejilla.»

Resuena una palabra poderosa que batanea todo el país:

—¡Armas!

El Gobierno sigue sin comprender que ya no tiene más fuerza que esa que se ha puesto a la vanguardia de España: los obreros, los campesinos, los escritores, los hombres del yeso y del hollín, los amantes de la libertad y de ,1a democracia, que clavan su consigna: «¡Armas!» Y el Gobierno dimite.

Amanece el 18 de julio de 1936.

De la historia del pueblo español se ha escrito mucho. Unos con más razón y otros con menos, cada cual ha querido encontrar en esos treinta y dos meses de epopeya las páginas de su heroísmo. Pero sobre la gloria y la verdad de nuestro pueblo han caído con afanes de saqueadores los exégetas del comunismo staliniano, la ganzúa de los escritorzuelos pagados en rublos, tratan- do de perpetrar el más villano atraco a la verdad histórica. No ignoramos que entre los comunistas, durante la guerra, hubo —los hubo también en todos los partidos y organizaciones del Frente Popular— auténticos valores humanos que se batieron y murieron lealmente por la causa de la libertad. Para ellos, todos nuestros respetos y nuestra gratitud emocionada. Pero por ellos, y por los cientos de miles de muertos caídos con las banderas republicanas desplegadas en la garganta, tenemos el deber de denunciar a esos falsificadores de la historia, gritando a los muertos y a los vivos la servil dependencia de los «dirigentes» del Partido Comunista de España, quienes bajo la inspiración de sus mandatarios del Kremlin ensuciaron la limpia causa por la que se batía el pueblo español.

 

Jesús Hernández Ministro de la II República

 

Por la transcripción Julio Merino

 

 

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.