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Para entender mejor el sentido de las Memorias de Giorgio de Chirico y el porqué de su “olvido” o silenciamiento, sirva la explicación del profesor Paolo Picozza: “El fin de las Memorias es fundar un futuro para el arte sobre un juicio histórico referido a la sociedad. […] Las Memorias son una biografía política”.
Y es que el testimonio de Giorgio de Chirico es tan incómodo para quienes de un modo u otro han participado en el gigantesco engaño del “arte moderno”, que sus Memorias han sido objeto de un cordón sanitario para evitar que se hable de “las aguas turbias del llamado arte moderno y de la llamada nueva cultura”[1].
Sobre todo, porque de Chirico ofrece una visión diferente a la “políticamente correcta” y, además, resulta creíble.
En primer lugar, se atreve a desmontar toda la colección de tópicos que rodean al “arte moderno” desde su misma raíz, empezando por negar la legitimidad de su cualidad artística. No en vano, de Chirico utiliza los términos “pseudoarte, “costras” o “costrones” para referirse a la pintura moderna en general; acuña el término “dodecacofónico” para referirse a los ruidos de Arnold Schönberg; califica la Galería de Arte Moderno de Roma como “museo de los horrores”[2], y se refiere a Cézanne y Gauguin –entre otros– como “pseudomaestros”.
Pero es que, además, de Chirico niega que dicho pseudoarte sea un ejemplo de creatividad, libertad y, mucho menos, de progreso. Y hasta se atreve a señalar las razones políticas detrás de un “éxito” que en realidad supone la imposición de un “gusto” y una “moral” a toda la sociedad: “En general, los comunistas, como los demócrata-cristianos, me son hostiles en su mayoría, porque son casi todos filomodernos”[3].
De hecho, de Chirico no duda en relacionar la función disolvente del “arte moderno” con la ideología de quienes lo apoyan: “Ellos piensan –y probablemente con razón– que esta enorme mixtificación que es el llamado arte moderno, así como el aumento de la homosexualidad, del uso de estupefacientes, de la desbordante delincuencia juvenil y no juvenil, de la excesiva libertad de prensa y de tantas otras exquisiteces de nuestro tiempo, contribuyen a debilitar y a diluir cada vez más la sociedad de los países occidentales”[4].
Una reflexión escandalosa e intolerable hoy en día para quienes, habiendo sido intoxicados de corrección política y relativismo moral desde la más tierna infancia, tienen, “naturalmente”, una visión positiva de la antiarmonía vanguardista, de las drogas, de la homosexualidad y de la delincuencia. Generaciones que, dicho sea de paso, no por casualidad, prefieren las pantallas a los libros.
De Chirico se empeña en establecer sus propias categorías y no renuncia a distinguir entre los verdaderos artistas y el amplio rebaño de los “pederastas, castrados, onanistas, canallas, impotentes e imbéciles que se aprovechan del desorden, de la anarquía, de la ignorancia, de la indiferencia y de la pereza que hoy reinan en los cerebros de la gente”[5].
Duras palabras, sin duda, pero que son también una muestra de valentía frente a la censura e intimidación impuestas en favor del “arte moderno” y demás antivalores tras la II Guerra Mundial.
Así mismo, Giorgio de Chirico toca otro tema muy vinculado a la modernidad, apuntando al arte como elemento coadyuvante en la progresiva secularización y descristianización de las naciones occidentales: “La modernidad […] está contaminando las iglesias católicas. La dictadura moderna ha puesto su garra fúnebre también en las casas de Dios. ¡Bonita libertad! Obligar a los pobres fieles […] a tener delante imágenes desagradables […] que en vez de inspirar paz y serenidad en el ánimo y en el espíritu, invitan a la fuga”[6]. Un hecho indiscutible que pocos han osado mencionar, pero que ha contribuido a desorientar a los fieles y a vaciar las iglesias.
Por otra parte, Giorgio de Chirico denuncia abierta, cruda y repetidamente el papanatismo de sus compatriotas a la hora de importar desde Francia el virus feísta de la modernidad: “Y aquí, nosotros nos prestamos ingenuamente, más bien estúpidamente, a avalar las fanfarronadas y los bluff de los traficantes de París”[7].
Y en el mismo sentido cabe entender su crítica al profesor Roberto Longhi, “ilustre modernólogo, abstractómano y francófilo”, y a Lionello Venturi, “implacable abanderado de la libertad artística y constante defensor de toda costra y de toda asnada que lleve el sello de la decrépita y desquiciada escuela de París […]”[8].
Unas palabras que refieren una subordinación injustificada teniendo en cuenta el patrimonio artístico italiano; aunque no se trate de una crítica xenófoba contra la influencia francesa por el hecho de ser francesa y ser él italiano. De Chirico no va por ahí, como aclara este pasaje que, a pesar de su extensión, merece ser reproducido íntegramente: “En fin, a veces me pregunto las razones por las que en Italia hay tanto amor, tanta devoción, tanta vergonzosa obediencia hacia todo lo que es francés o más bien lo que viene de París. Está claro que la Francia que hoy hace enloquecer de amor y de admiración tanto a nuestros intelectuales como a la parte menos buena de nuestro público no es ciertamente la Francia de la escuela de Avignon, ni la Francia de los grandes arquitectos que construyeron los castillos del Loira, las catedrales de Chartres y de Reims, los palacios de las Tullerías, del Louvre y de Versalles y otras obras maestras que distan tanto de las arquitecturas de Le Corbusier como Roma de Pekín. Tampoco es la Francia de los grandes escultores como Jean Goujon, Houdon y Carpeaux. No es la Francia de los grandes escritores, ni la de los grandes poetas […] es la Francia de la pintura informe y deforme, apoyada por puro afán de lucro por los traficantes de París, de los que la mitad, por otra parte, no son ni franceses. Es la Francia de los escritores estreñidos y presuntuosos, del estilo de los de la Nouvelle Revue Française; es la Francia de los Sartre y de los Cocteau y de todos los funámbulos del arte y la literatura, cuya finalidad es una sola: hacerse un nombre con poco mérito y ganar dinero con poco trabajo”[9].
Dicho lo cual, de Chirico advierte los mismos males en la traslación del centro de referencia cultural de París a Nueva York: “[…] también allí (en Nueva York), siguiendo el sistema de París, imperaba el innoble totalitarismo de los traficantes de pintura”[10]. Y no duda en definir así a la ralea de farsantes y embaucadores que han hecho posible el triunfo del pseudoarte moderno: “ciertos imbéciles de ultramar podridos de aburrimiento y esnobismo”[11].
Es más, respecto a esos galeristas o “traficantes” –como a menudo los llama–, esto es lo más bonito que alcanza a decir del que mejor vendía su obra en los Estados Unidos, el neoyorquino Julien Levy: “aunque en su galería expusiera a menudo las costras de los modernos, era el menos intelectual y el menos esnob de todos”[12].
De Chirico tampoco olvida señalar el indispensable soporte propagandístico prestado al arte moderno por ciertas publicaciones estadounidenses, por ejemplo al referirse a “una de esas tantas revistas americanas siempre dispuestas a echar una mano al esnobismo y a favorecer el hundimiento del arte”[13].
Igualmente, apunta también un grave problema de corrupción de las instituciones y complicidad al más alto nivel en la difusión del pseudoarte moderno cuando señala la subvención pública de eventos como la Bienal de Venecia: “[…] cuestan un montón de millones que salen de nuestro bolsillo de pobres contribuyentes y sólo sirven para aumentar el daño y la vergüenza en el campo del arte”[14].
Y a propósito de la influencia de la propaganda, cuando se refiere a sus contemporáneos Guarienti y los hermanos Bueno, de Chirico nos deja una reflexión muy interesante por su vigencia: “Resulta extraño ver cómo los pocos pintores, los poquísimos pintores que hoy, más o menos, saben coger un pincel se ven obligados […] a sacrificar algo al Moloch de la modernidad”[15]. ¿Y acaso esta presión no evidencia una falta de libertad que llega hasta nuestros días?
Expuesto lo anterior y llegados hasta aquí, quizá no pueda concluirse otra cosa que lo que apunta el mismo Giorgio de Chirico: “En el fondo, los hombres que se ocupan hoy del vergonzoso arte moderno son, exactamente, los que tal pseudoarte se merecen”[16].
[1] Giorgio de Chirico. Memorias de mi vida, Editorial Síntesis, Madrid, 2004, p. 217.
[2] Ibíd., p. 213. En esta página se alude al MOMA neoyorquino en términos similares.
[3] Ibíd., p. 240.
[4] Ibíd., p. 240.
[5] Ibíd., p. 201.
[6] Ibíd., p. 272.
[7] Ibíd., p. 275.
[8] Ibíd., p. 237.
[9] Ibíd., pp. 270-71.
[10] Ibíd., pp. 171-72. Sobre esta cuestión merece leerse el libro “París – Nueva York – París” (2009), del profesor de la Sorbona Marc Fumaroli.
[11] Ibíd., p.167.
[12] Ibíd., p. 171.
[13] Ibíd., p. 232.
[14] Ibíd., p. 243.
[15] Ibíd., p. 225.
[16] Ibíd., p. 253.
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