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En pocas ocasiones la sociedad ha acogido en su seno a tanto cinismo. Se alardea de no creer ni en la rectitud ni en la sinceridad. Abunda la impudicia moral e intelectual, la doblez e hipocresía, la suciedad ética y la desfachatez intelectual. La época del desencanto ha dado paso a la época del cinismo. Lo que caracteriza al cínico es su perenne disponibilidad para convertirse en cómplice de cualquier cosa turbia a cualquier precio humillante; es la voluntad de construirse la invulnerabilidad necesaria para hacer carrera a toda costa.

Sólo unos pocos elegidos aceptan quedarse a la intemperie del poder. La actitud más frecuente consiste en ponerse siempre a las órdenes de los que mandan. Saben que la cultura oficial tiende a convertir en estatuas frígidas o cercenadas a los grandes rebeldes; y que la casta política, el poder, está siempre dispuesta a premiar con la condición de respetabilidad a todo indeseable que asuma sus consignas y postulados.

La soledad es la mejor consejera del fuerte y la peor del débil, pero la gente suele huir de la soledad o penuria social. Actuar así es una derrota producida por la debilidad de espíritu y por la ignorancia. Por debilidad, ciertamente, en la mayoría de los casos, pero una debilidad unida a la ambición, más o menos turbia. La advertencia común «conócete a ti mismo», que puso el sabio al frente de su templo de luz, debiera ser recordada y ejercida por todos al levantarnos cada mañana, pues constituye la síntesis de lo que la prudencia tiene que enseñarnos. Pero muy pocos se hallan dispuestos a mirarse en su interior.

España está enferma, ebria de consumismo, de redes sociales, de cobardía, de pánico. Tan enferma que hasta los virus que se pasean por ella poseen la misma impunidad que la que, desde hace décadas, tienen sus difusores políticos. La ciudadanía va a ser otra vez obligada a colocarse el bozal en los espacios exteriores. Y tampoco ahora se va a rebelar. La sociedad ha convivido históricamente con toda clase de virus, sin mayores problemas. Pero ahora, perdido por completo el respeto que a sí mismo se debe, el individuo desprecia su inmunidad natural y olvida que no morimos porque estamos enfermos, sino porque estamos vivos. Que la muerte es capaz de matarte admirablemente, aun sin el recurso de una enfermedad, y que incluso a algunos les alargaron los males la vida, alejándoles de la muerte.

La multitud ha olvidado que quien teme sufrir sufre ya con lo que teme. Y es posible que siga siendo tan necia que no aproveche el dolor de este justo calvario para purificarse. La ignorancia y la falta de curiosidad sociopolítica es una almohada blanda y suave para las cabezas mal constituidas cívicamente. En España creemos que gozamos de libertad, incluso de mucha libertad, pero un pueblo ignorante no es libre. Quienes manejan el poder han encontrado en los virus una fórmula ideal para mantenerse eternamente como amos del mundo, porque han comprobado que el pueblo hoy es una ameba física y un alma sin propia estima.

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Nos están esclavizando y la masa, en vez de gritar, tiembla; y accede a su secuestro en aras de una malentendida seguridad, sin preguntarse quiénes son ellos, los rufianes del poder, para permitir dejarnos vivir como una arrogante concesión. Sin preguntarse qué juicio ni seso es el de estos malvados que andan subvencionando a recitadores mediáticos para conservar sus privilegios, mientras toman por imbécil a la turbamulta.

No, la vida, la vida de todos, nuestra vida, hay que conquistarla día a día. Y se conquista desenmascarando a los victimarios, esta mala gente que por tener el alma podrida son capaces de vivir en farsa permanente. Esta canalla que vive instalada en la soberbia de un poder personal que ha hecho de la mentira una de las bellas artes y de la impunidad de los fuertes un dogma.

Pero está claro que de viento miedoso suelen inflarse los hombres, tal nuestros paisanos convivientes, y manejarse a saltos, como los balones. Pocos de entre ellos observan una regla de conducta, perseveran hacia un fin y siguen a la naturaleza, como propugnaba Lucano en su Farsalia. Y hoy menos aún, tan enfangados como se hallan en medio de una relativa abundancia, con cuyas migajas se conforma esta muchedumbre sin rumbo. No es pobre el que tiene poco, sino el que teniendo mucho desea todavía tener más, nos dijo Epicuro.

La bajeza y la vulgaridad que subyace tanto en la vida cotidiana, ajena a cualquier código de principios, como en cierta magnificencia icónica que derraman los noticieros de «rojos y maricones», pone de relieve la vana retórica, las prédicas huecas de los falsos filósofos, la estúpida conducta de los nuevos ricos, la miseria moral y material del pueblo, el preciosismo ridículo del mundillo cortesano y rosa, la engañosa y deleznable publicidad con que se educa a la juventud; en suma, todos los trapos sucios de una sociedad decadente, y por ello hipócrita.

Hay gente que ni se plantea que sus actos se basen en principios, porque carece de ellos. Le da igual cien que cinco, siempre que no se trate de su bolsillo, y siempre que en lo que finalmente se decida haya un hueco para su poltrona. Porque es bien cierto que, si el vaso no está limpio, todo lo que en él viertes se agría. Y porque, a menudo, la cantidad está reñida con la calidad y una muchedumbre de insensatos nunca puede desembocar en la sensatez.  

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No hay nada tan vulgar como la falta de juicio, ni servidumbre más vergonzosa que la que se consiente con el tirano, y que podía negársele. Estamos secuestrados por una cuadrilla de truhanes que alardean de haber traído la democracia, cuando lo único de lo que pueden jactarse es de haber medrado en ella para enviciarla. Y de unos rufianes periodísticos que, llevando su impudor al límite, pueden vanagloriarse de ser los inventores de la televisión retrete, del género telefecal.

Unos y otros, sumados a esas apelaciones residuales al diálogo que aún se oyen en labios de ciertos derechistas, de ciertos obispos, de ciertos jefes, y que no se sabe si salen de la boca de unos bobos celestes cargados de ignorancia supina, de animálculos sentimientos, o de la de unos hipócritas infiltrados bajo el salario de los amos globalistas, llevan las riendas de esta sociedad boyuna y coprófaga, capaz de tragar excrecencias frentepopulistas sin vomitar.

¿El pueblo? Cuando una inequívoca y amplia mayoría social se pregunte de quién fue la idea y la responsabilidad de ganar delictivamente miles de millones haciéndoselos perder a los españoles, para a continuación encarcelar a los definidos ladrones; y cuando, pies en pared, deje de ver, escuchar y leer esa tele marrón y esas noticias malolientes de la propaganda oficial que se les impone, escritas en papel higiénico usado, negándose a actuar como un escarabajo, es decir, como un comemierdas de los poderosos, hablaremos del pueblo.

Feliz Navidad a todos los españoles que no convivan como escarabajos.

 

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.