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Hay una relación entre la tragedia y la cabra más consistente, histórica y profunda de lo que parece. La cabra es el animal más inteligente y noble que he conocido. También más literario. Mucho podría hablar de ella. Aunque tira al monte -según se dice-, sabe bien que todo el monte no es orégano. Es una pena que como tantas especies en extinción de la flora y fauna, termine en tragedia. También el orégano. (Ahora como lo prohibieron recoger, no se regenera, pudre, y muere como el té) Nadie se ve por las peñas trepando como las cabras, apañando estas hierbas nutricias como ocurrió toda la vida. A mí tampoco me verán. Dijeron que había buenas multas y el miedo, del que mucho hay, guarda la viña, en esta dictadura sin nombre.
En realidad la cabra ya empezó en tragedia, desde sus orígenes, al contrario que pasa con estas hierbas y flores de las peñas que ya se acaban y esa es su tragedia. Pues la cabra en la antigüedad simbolizaba la fertilidad y la muerte, que es decir, los destinos humanos, ya bastante trágicos, en los dos grandes géneros dramáticos -comedia y tragedia- de la cuna del teatro occidental: Grecia Clásica.
El término «tragedia» procede de la palabra griega «tragos»; que significa, «macho cabrío». Parece ser que en los concursos griegos de tragedias, donde participaban los grandes autores de la época, se premiaba al ganador con una cabra. De ahí dicha etimología, aunque más bien obedece al hecho de que los actores usaban máscaras inspiradas en los rasgos de un chivo que simbolizaba lo ya dicho. Eran las fiestas populares dedicadas al dios Dionisio, (dios de la fertilidad) El mayor objetivo de la tragedia era la catarsis, que se producía en el espectador.
Es el progreso espiritual de un enriquecimiento moral y sicológico obtenido mediante la obra dramatizada. La purificación de las pasiones del ánimo por las emociones que provoca contemplar una situación trágica. Se libera o elimina los recuerdos que alteran la mente o el equilibrio nervioso. Una purificación del alma, de esas pasiones, o purgación emocional, corporal, mental y espiritual, como consta en la Poética de Aristóteles.
Los primeros autores de tragedias fueron Esquilo, Sófocles y Eurípides. Por este orden, aunque de niños lo invertíamos, al decir: Eurípides, no me Sófocles que te Esquilo. Las semillas de estas tragedias, arrancan de los mitos y leyendas antiguas.
La cabra, animal montaraz, trepador, y andariego, fue domesticado el octavo milenio antes de Cristo. Su uso trágico llega hasta la actuación en el teatrillo que forma con ella el gitano que toca la trompeta. Dada su sensatez, nobleza y buenas cualidades, está lo más alejado de los dichos negativos que se ciernen contra ella: más loco que una cabra; cabra que tira al monte, no hay cabrero que la guarde… Cabra loca, desgraciado al que le toca; una buena cabra, una buena mula y una buena mujer, son malas bestias las tres; a la mujer y a la cabra, la cuerda larga, pero sin perderlas de vista. De su relación con la mujer, recuerdo que cuando de jóvenes salimos en pos de las primeras correrías patrióticas, mi amigo que estaba imbuido por el «dolorido sentir» de Garcilaso de la Vega, buscaba la bucólica contemplación del campo y no quería ninguna ciudad o pueblo grande. Si no en el último rincón de la Patria.
Fue destinado a uno de los más remotos lugares de la España profunda. Al volver a verlo y preguntarle por su experiencia rural y garcilasiana, expresó altivo: «Cuando tomamos tierra nos dijo el jefe de línea a los solteros: ustedes al llegar aquí les parecerá que las mujeres son como cabras, pero cuando se marchen verán a las cabras como mujeres».
Francisco Umbral, en La belleza convulsa, se mete bastante con esto: «La cabra es más mujer que todas estas mujeres. No sé, ya, si la cabra es para mí, una metáfora de la mujer, o la mujer es una metáfora de la cabra.(…) Quiero rebaños de cabras en mi entierro».
Será coincidencia pero la Legión desfila sin cabra, al celebrar el día de las Fuerzas Armadas, en Guadalajara. Pero en realidad el apropiado título de este relato La tragedia de… obedece, al sucedido en mi niñez la primera vez que tuve que guardarlas. Ignoraba entonces dos cosas, la primera el refrán ya dicho de no perderlas de vista, y la segunda que solo se pueden perder de vista cuando ya se saben guardar -que no era éste mi caso, y el primero menos- porque son tan inteligentes que la mayoría del tiempo no necesitan pastor; se guardan solas. O las guarda San Antonio. Fue un error táctico y logístico, fruto del desconocimiento; una inexperiencia o quintada dolorosa de juventud que me costó gran disgusto y tiempo superarla; con la vergüenza del señalamiento que me hicieron, y que se conoció, como, La tragedia de las cabras.
Omitiré el detalle de si fue porque cayó el lobo sobre ellas, así como cae el raposo con gran daño y sorpresa encima del gallinero. Por los pueblos tienen una imaginación portentosa. Y suelen hilar muy fino.
Aprendí pronto a guardarlas, al cogerles el truquillo. Era bonito el deporte, cabreril y señorial, tan descansado y divertido, que ya mozalbete, estuve a punto de quedarme en el pueblo y no salirme fuera a buscar la cagada del lagarto, como se decía, para procurar el porvenir que los pueblos no brindaban. Soñaba con un rebaño de cabras, pero el sueño se fue para el desván a pudrirse en el baúl, con otros tantos sueños. El soñar de jovenzuelo es una higiene vital y conveniente. No olvidé el trato con este magnífico, fiel y leal animal, gran amigo del hombre. Y sobre todo mío, que aún no era hombre.
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