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José Antonio Martínez Climent (Alicante, 1965), cursa estudios de biología en Valencia. Desligado del movimiento ecologista y de la Universidad, trabaja como ecólogo profesional para la Administración española, aunque en vista de la rigidez que ésta impone pronto abandona el ámbito estatal, pasando al sector privado, donde dirige, codirige o asesora investigaciones a largo plazo sobre la gestión del hábitat, cohabitación entre caza y preservación de poblaciones de depredadores y presas, uso de hábitat y pasos migratorios de aves rapaces, estudios de impacto ambiental etc. Su trabajo se desarrolla en España, Finlandia, Escocia y los EEUU.
A la vez, consta un número indeterminado de otros trabajos: intérprete, relaciones públicas, actor, empresario… Interesado desde joven en la literatura y la filosofía, en 2015 se publica su primera novela, de título engañoso (La tierra del grajo, una saga aristocrática), seguida por Vida y embajadas de Girolamo Farnese, veneciano (finalista del Premio Iberoamericano Verbum de Novela en 2016; una rama de aquella saga), Campo de víboras (ganadora de dicho premio en 2017; un ahondamiento en la España rural que hoy todos desprecian), Diccionario de insultos extraídos y trasvasados de la obra de Francisco de Quevedo (nada que añadir), y la reciente Un lugar sagrado donde cazar (una revisión del espionaje aristocrático durante la Guerra Fría).
En esta entrevista, a modo de presentación, habla de su profesión y de su labor como escritor y lo que supone para él colaborar en El Correo de España.
¿Qué separa la ecología del ecologismo?
El ecologismo es la parodia de la ecología, y la ecología ha aceptado los presupuestos del ecologismo. La amalgama resultante es, sencillamente, monstruosa. Pero no sólo eso: ciertos aspectos del ecologismo dejan al descubierto un ansia de espiritualización de orden superior que Steiner detalló cabalmente; y aunque las vías de expresión de esa hambre hayan resultado demasiado pueriles no cabe despreciar lo que tienen de llamada.
Es decir, la ecología, el estudio de las relaciones, causas y efectos entre la biota y el sustrato, ha cometido el error de confundir su método de trabajo con su finalidad: los artefactos que produce la ciencia, ya sea un satélite geoestacionario o una ecuación de sostenibilidad de población, son, idealmente, instrumentos inertes cuyo empleo y cuyas producciones no son eficaces por sí mismos puesto que carecen de un espíritu rector. Además, si algo enseña la ecología es que la red de causas y efectos materiales es casi absoluta, por lo que, para tener valor ejecutivo, debe ser integrada en el resto de disciplinas materiales y espirituales. En términos prácticos, un Ministerio de Medio Ambiente no dice nada por sí mismo.
Cuando digo espirituales, refiriéndome al fundamento y guía de la acción, pienso que, por ejemplo, durante mis años como asesor científico me hubiera beneficiado enormemente tener en mi equipo a Morante de la Puebla. Diría que es alguien que sabe dirigir la mirada hacia ciertas honduras del agro, cuyo agotamiento certifica la progresiva desaparición del hombre de campo y, en consecuencia, el retroceso de la producción primaria.
¿Se puede decir entonces que la ecología es una ideología en expansión?
Sí, dada la asimilación entre ecología y ecologismo, que corrompe el basamento científico idealmente integrado en presupuestos económicos, de dinámica de poblaciones y explotación de materiales desviándolo hacia un sentimentalismo pueril que ha fijado en el horizonte político una peligrosa fantasía agropecuaria, un paraíso de cromo regido por una moral niñesca. Resulta peligroso que el presupuesto fundacional del la ecología, traído del ecologismo, sea la autocompasión, que es el peor compañero de viaje que puede tener el hombre. Se manifiesta con claridad en la moral de las buenas intenciones que hoy domina la vida socialdemócrata; así cada vez que alguien mira a su mascota y dice: ¡Ay, qué lástima que da! Criar a un animal con el fin de estimular la autocompasión pone en evidencia la naturaleza pequeñoburguesa del movimiento animalista. Criar a un toro con el fin de que un hombre busque matarlo sometido a la coerción y a la protección de la liturgia táurica, en cambio, es una muestra de civilización.
Encuentro lícito que quién lo desee críe a su animal como mascota; también que los animales salvajes vuelvan a serlo. Aunque mi carácter reaccionario me dice que se trata de una pelea perdida de antemano, es bueno darla. Por todo ello, sería sensato revisar en profundidad los fundamentos de las leyes que se dicen conservacionistas, pues se corre el riesgo de entrar en una carrera por ver qué partido político ejerce el buen animalismo, lo que sería una deformidad mayor.
¿Qué relación tiene todo ello con la Agenda 2030?
Hasta donde he podido llegar, la Agenda 2030 contiene el correlato legal del ecologismo para todo Occidente, y responde a presupuestos ideológicos políticos peligrosamente cercanos a formas que han demostrado su ineficacia, medida en ruina, hambre, sumisión de la individualidad, mengua de la propiedad privada y centenas de millones de muertos en nombre de la consecución del paraíso en la Tierra. Entre esos presupuestos parece destacar el comunismo, en cualquiera de sus variantes. Tras la caída del Muro de Berlín fue imposible esconder que se trataba de un movimiento desastroso e ineficaz hasta la depravación. Ahora se presenta en un estuche sentimental del que participa el ecologismo. Dado que el comunismo es un movimiento de naturaleza pequeñoburguesa, es lógico que triunfe en España.
Al margen de su profesión, usted ha destacado como un gran escritor.
Es usted demasiado generoso. Mi inclinación hacia la literatura es sustancial, no está determinada, no es resultado de una reflexión sino de un poso, de un residuo. A eso de los trece años, recuerdo que la Playa de San Juan, donde mi padre tenía entonces una tienda de ultramarinos, quedaba misteriosamente desierta tras la agitación veraniega. Era algo prodigioso el silencio que reinaba entonces en mi pequeño mundo. Paseaba por las calles vacías de coches y transeúntes, me colaba en los chalets abandonados y luego volvía al pequeño despacho de mi padre donde inútilmente, año tras año, intentaba describir el misterio inefable de aquel silencio y de aquellos objetos abandonados por el hombre: las jardineras, los tubos de plomo que dejaban caer gotas de agua, el murmullo pítico de los pozos… Muchos años después aquellas certezas se convirtieron en libros; bajo formas diversas, pero dentro de la unidad que pueda darles mi carácter. Tan diversas como pueda serlo la última novela publicada, Un lugar sagrado donde cazar, que revisa las formas del espionaje aristocrático durante la Guerra Fría.
Su obra ha tenido varios premios y reconocimientos. ¿En qué medida son un acicate para seguir escribiendo?
Sería necio por mi parte no agradecer esos premios para una obra tan corta, por ahora. Sin duda reconforta que la escritura de uno obtenga una cierta acogida. Si bien los lectores de mis libros son pocos, diría, con Juan Benet, que tener cinco mil personas que reciban los libros con alegría sería gozoso, pero tener cien mil me dejaría en evidencia. El fundamento para escribir viene de fuentes que sólo uno conoce.
¿Cómo valora la labor de El Correo de España?
No me atrevería a evaluar la acción de un diario porque mi conocimiento del periodismo es muy escaso. Aún así, entiendo que El Correo de España ofrece vías que se separan de la ejecutiva dominante, cuyos resultados están penosamente a la vista, y en ese sentido diría que su trabajo es necesario. Entiendo igualmente que desarbolar el lenguaje progresista, vehículo de su peculiar moralina, sería una labor primordial.
¿Qué supone para usted escribir en este medio de comunicación?
He de decir que algunas revistas más o menos literarias me exigieron cumplir condiciones ideológicas para escribir o editar en ellas, algo que no estoy dispuesto a aceptar. En particular, me resultó indecente la condición de revisar el lenguaje de las obras remitidas y despiojarlo de términos clasificados de machistas (categoría ideológica que conviene erradicar de la ejecutiva del Estado tanto como la categoría feminismo), así como arrogarse la capacidad de alterar la escritura del autor hasta adaptarla a lo que hoy llaman lenguaje inclusivo. No es nada nuevo bajo el comunismo (ya se practicaba en la URSS), pero produce una cierta, digamos, irritación. El Correo de España, en cambio, me ha abierto sus puertas sin siquiera sugerir una línea de escritura. Es algo verdaderamente valioso.
¿Va a escribir sobre cuestiones relacionadas con su profesión o intentará abarcar más campos?
Tengo el vicio incorregible de enramar casi todo lo que veo, de encontrar analogías a cada paso del camino. Eso me impide seguir una línea recta. Soy incapaz de predecir qué interpelará a mi insaciable curiosidad que exija de escritura. Confío en que los lectores puedan disculparme.
¿Qué espera aportar?
Un esfuerzo por la escritura, que sólo se logra en ocasiones, quedando al borde del precipicio en tantas otras. Jünger y Nabokov sabían que ese es el principio de muchas cosas.
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