Cuando España era el faro espiritual y militar de Occidente, las empresas de sus hombres y mujeres más conspicuos y aguerridos no consistían primordialmente en perseguir fortunas o tentar a los hados, sino en expresar la fe, la razón, el honor, la religión y los laureles de la gloria. Las Navidades no eran otra esperanza más, sino «la» esperanza, porque significaban el renacimiento permanente de la buena voluntad y de la certidumbre en un futuro hacia la luz, esto es, hacia el verdadero progreso humano.
La fidelidad a dichas convicciones estimulaba el ánimo y se vivía la religiosidad con la mirada puesta en los días venideros, esos que volverían a mostrar, cuando la nieve abandonara los montes y caminos, el florecimiento de los cerezos y de los almendros para consolarnos con su pureza y para recordarnos que también nosotros, como sus flores, somos vulnerables y fugaces, y que debemos esforzarnos en el respeto mutuo, antes de que llegue la hora final, cuando la nieve navideña se transforme en hielo eterno.
Cada año, almendros y cerezos germinan de nuevo y vuelven mirlos y gorriones, pero, a veces, los cuclillos tempraneros que dan noticia de la primavera, informan a la vez de que uno de los atributos de la belleza es la de ausentarse, bien por culpa de la fragilidad o bien por culpa de las tinieblas. Porque la brevedad de las cosas, unida a la obstinación en la irracionalidad y en la injusticia, hacen que esos primeros cucos no hallen flores y colores en sus vuelos promisorios, sino ceniza amarillenta tapizando de oscuridad los senderos por los que caminamos.
En la actualidad, por desgracia, la plebe, como masa infantilizada por los poderes sociopolíticos, por el corporativismo global y por la partidocracia nacional (dueña de las instituciones sociales, religiosas o del Estado: Iglesia, Ejército, Justicia, Mass Media, Educación…) renuncia a la recompensa que todo ser humano, como ente dotado de arbitrio, esto es, de dignidad, debiera merecer y defender. El pueblo, que siempre se ha movido más por la apariencia que por la razón, viendo las magnificencias de los poderosos y la impunidad de sus atroces delitos, acaba inclinándose fácilmente a la obediencia gracias a la admiración que siente por el poder y su consiguiente parafernalia. Y por eso ignora el espíritu navideño.
Al pueblo, en la actualidad, nadie le habla de sus gloriosas tradiciones ni de sus ilustres antepasados. Bien porque los que debieran recordárselo piensan que es una pérdida de tiempo, o bien porque les conviene que la multitud permanezca desarraigada, alelada o embrutecida. Pero un líder de veras regenerador se vería obligado a advertirles de que dichos antepasados no engrandecieron a la patria sólo con armas, sino porque tenían precisamente símbolos, creencias e industria en sus casas, ánimo libre en los consejos y afanes de eternidad en sus corazones. Y porque se hallaban ajenos a hedonismos y codicias.
Ahora, por el contrario, la muchedumbre, siguiendo el ejemplo de sus dirigentes, está henchida de lujuria y de baja ambición, no sabe vivir sin las migajas públicas y envidia la opulencia en que viven los ladrones y los criminales. Ahora se prestigia la riqueza, cuanto peor adquirida más alabada, y se premia a la pereza y al mal, y todos los laureles que antaño se otorgaban a la virtud, hogaño se conceden a las ruines inclinaciones.
El hombre, como ya apuntó Aristóteles hace veinticuatro siglos, es social y político y este vivir en compañía necesita un orden; y en todo orden ha de haber siempre algo que sea modelo o principal. Porque el orden, precisamente, consiste en disponer de cosas desiguales, dando a cada una lo que le corresponde. Pero nadie habla de esto al pueblo en nuestros días, nadie le dice que no existiendo dos individuos iguales esa desigualdad precisa un orden y que, así, el dominio del hombre sobre el hombre es natural, siempre que se haga de acuerdo con la razón y la justicia, no desde el más feroz de los atropellos, como ahora ocurre.
El pueblo, para ser respetado, debe primero respetarse a sí mismo. Y amparado en dicho respeto, y consciente de que la virtud es débil en el ejecutor, porque apenas un hombre basta para gobernarse a sí mismo, ha de exigir a sus gobernantes la más contrastada honradez, pues es inadmisible que los peores delincuentes, la hez social, incapaz de moderar sus propios instintos, sean los jueces y los jefes del reino, al que no dejan de arrastrar hacia su destrucción.
El caso es que nos hallamos en el umbral de una nueva Navidad; una nueva Navidad sin Dios, porque aquí nadie juzga por derecho, y porque la cantidad de justos perseguidos por la justicia, el acopio de oprimidos, es tan enorme que sus gritos rompen cada día los pechos de los espíritus libres. Y porque los miles de víctimas que los rojos y sus cómplices se han cobrado durante la nefasta Farsa del 78, que es lo único puro y salvable de la Transición, se hallan absolutamente olvidados, cuando no negados. Desdeñados o negados tanto por los poderes fácticos, incluida la Iglesia, como por el pueblo. Aquí y ahora puede decirse con terminante certidumbre que todo es hipocresía y codicia, que todo es fraude y mentira; que todo lo que se mueve pretende borrar la historia, la Cruz, la verdad y la belleza, creando de paso una cultura de suciedad, falacia y muerte.
Pero tal propósito, buscado minuciosamente por los criminales y sus cómplices nunca lo lograrán, porque, como nos dejó escrito el argentino Jorge Luis Borges, es imposible: «Sólo una cosa no hay. Es el olvido. Dios, que salva el metal, salva la escoria. Y cifra en su profética memoria las lunas que serán y las que han sido». Versos irrefutables que se oponen a la amnesia voluntaria de la plebe y de sus manipuladores respecto de esos miles de víctimas sacrificadas (por acción, complicidad u omisión) en los tabernáculos de las cloacas institucionales, en aras de la vileza más injustificada.
Y para hacer más relevante este ruin afán prescriptivo, permítanme transcribir también la frase de José Saramago ante la imagen de José Antonio Ortega Lara al ser rescatado del zulo donde, entre 1996 y 1997, estuvo secuestrado por ETA durante 532 días: «Esta sombra que penosa se arrastra es un desenterrado (…) sus ojos han visto el único infierno que en realidad existe: el de la infinita crueldad humana». Crueldad humana, elaborada y desarrollada día a día por los rojos, sus cómplices y demás traidores a lo largo de cincuenta años, y que, ahora, están tratando de hacernos olvidar mediante abusivos recursos legislativos y censorios, o torpes simulacros de desmemoria.
En fin, esta atmósfera irrespirable será la que nos envuelva un año más en las que debieran ser jornadas de celebración cristiana, de apoteosis esperanzadora y justiciera, pero que sólo lo serán de hipocresía, de liberticidio y de sangre inocente derramada. El caso es que España no se recuperará hasta que no adquiera la suficiente madurez político-cultural, pues de lo que se trata es de buscar espacios en el Sistema para abrir en él una brecha por donde iniciar su derrumbe. Pero como de momento nadie hay capaz de ello, es a los inocentes perseguidos y silenciados por la justicia y exterminados e inmolados vilmente por los Señores Oscuros y sus esbirros, a los que se ha de recordar aprovechando el espíritu navideño.
Rogar a la Providencia que la tierra los haya recogido como huéspedes venerados, y que descansen en ella como se merecen. Y pedir, así mismo, que, a los mártires vivos, a todos los esforzados luchadores por la libertad y la verdad que sufren la tiranía y la insidia de sus verdugos, la vida les conceda sus mejores frutos al instante. El caso, como digo, es que las instituciones españolas son ahora, en el filo de una Navidad que a muy pocos importa como tal, no un refugio de esperanza, sino un refugio de hienas y de diablos, donde reina la depredación y la muerte.
Pájaros nocturnos, enormes y negros, vuelan por las estancias de tales instituciones de una pared a otra, golpeándose contra los expedientes y los cohechos, contra los maulas, los conseguidores y los criminales; mas, al cabo, retoman su vuelo sectario y fatal, hasta encontrar una ventana abierta, sobre la tibia noche oscura, y desaparecen en absoluta impunidad, amparados por togas no menos siniestras. Los españoles de bien, mientras tanto, decididos a no olvidar lo inolvidable, se afanan en luchar contra el ultraje y la insidia, esperando el nuevo amanecer en el que las flores dejen de convertirse en cenizas y espinas, y en el que el nacimiento de Cristo-Dios vuelva a ser bien guardado. Feliz Navidad, y esperanza y suerte futura a la gente de bien.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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