20/09/2024 00:33
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Señores, está claro que el Ministro Bolaños (Félix Bolaños, Ministro de la Presidencia), el sucesor del ínclito Iván Redondo y hoy ya el hombre que va a promover la Ley de Memoria Democrática quiere ser el hombre que resucite las dos Españas y se ponga a la búsqueda de las victimas que cometieron los nacionales durante la guerra e incluso después de la guerra. Olvidando, a sabiendas lo que, por contra, hicieron los “rojos” entre febrero de 1936 y abril de 1939. Para el señor Bolaños aquello de la matanza de la cárcel modelo de Paracuellos, del Cementerio de Aravaca y tantas atrocidades que cometieron es una silenciosa tragedia. Nada pasó ni nada debe recordarse.

Sin embargo, hubo muchos importantes escritores que no supieron, ni pudieron, guardar los disparates salvajes que cometieron en los primeros meses de la guerra.

Hoy comenzamos a reproducir algunas páginas del gran escritor Tomás Borrás, que sí vivió lo que fue aquella tragedia.

Lean el primer capítulo:

(1)

Checas de Madrid:

 

La madre se estremece de frío, aunque la madrugada llega tibia, envuelta en olores de acacia. Mira por una y otra de las rendijas de la persiana, rayas de luz con caricias trémulas del árbol del callejeo madrileño. Enfrente, los bultos de tres milicianos de la vigilancia nocturna pateando el asfalto, toses y blasfemias de Dios; oyen pasos y sacan el revólver de entre las mantas cameras que les abrigan. El níquel da su espejeo frío. 

-¡Anda, si es el Poca, su agüela, y trai churros! Por poco te damos el paseo. 

Ríen, forzando la brutalidad de la risa para que se entere la calle. Se alejan hacia un banco del jardincillo y echan a disputar a gritos; voces agrias, manoteo, pistolas empuñadas. A la puerta del frontón está, como abandonado, un automóvil negro. 

-¡Qué nos traerá el día, Dios mío! -suspira la madre. 

Tiene los ojos rojos, sus dientes entrechocan. En el rincón entre la cómoda y la pared da su llama humilde la lamparilla. No alumbra a ninguna imagen. La estampa de Nuestra Señora de los Dolores hubo que quemarla, «por si vinieran». Para la madre, la Dolorosa está allí, y la lamparilla es ofrenda al óvalo afligido por aquellos puñales que traspasan el corazón. «El devoto de la Virgen de los Dolores anhela el sufrimiento para purificarse en esta vida», creía la madre. La Virgen le ha dado en pocos días tanta pena que no tiene fuerza física para soportarla; agotada, enferma, eso acrece su angustia. 

-Si falto yo, si tiene que cuidarme, ¿qué va a ser de mi hijo? 

El hijo ha salido de la alcoba al oír la descarga, que retumba, trueno en la bóveda del frontón. Fusilan todas las madrugadas en la cancha. Sobre la puerta del edificio, bandera roja, hoz y martillo recortados en blanco; bandera flácida, sin viento, que cuelga, entraña ensangrentada, sobre el rótulo: «Radio comunista número 6». 

Otra descarga seca, otra, otra casi simultánea. La madre cae de rodillas, se retuerce los dedos. 

-¡Ay, Virgen Santísima! ¡Virgen Santa! ¡Cuántos serán los de hoy! ¡Dales valor, Dios mío; dales valor, Dios mío! 

La cólera de los fusiles le responde. Nuevamente, su chasquido seco. Después, detonaciones sueltas, más débiles. 

-El tiro de gracia -piensa el hijo. Y cuenta-. Uno, dos, tres…, once… ¡Once solo aquí! 

En algún piso de la vecindad lloran con sollozos convulsivos. Una voz enérgica se impone. La madrugada queda en silencio. El hijo se inclina sobre la mujer y la levanta en brazos. 

-Madre, no has dormido. ¿Qué adelantas con pasarte la noche acechando la calle? 

La mujer coge la cara fresca y aniñada del muchacho y la mira con ojos escaldados, que el horror hace más grandes: 

-¡Tú, no, hijo mío! ¡Tú, no…! 

Un motor estremece los vidrios y el muchacho va, rápido, a mirar. El camión se detiene ante la checa comunista. El mecánico se amodorra, de bruces, sobre el volante. Brincan al suelo milicianos de zamarra, gorro cuartelero y fusil. El muchacho aparta a viva fuerza a la mujer, abatida. 

-¡No lo veas, no te atormentes más! 

Ha acudido el grupo de los vigilantes de noche al interés de la maniobra. Un sereno también. De algunos portales brotan, restregándose las manos, hombres de pelambre revuelta que dejan la cama; alguno lleva la librea azul o verdosa: porteros que no quieren perderse el espectáculo. Se reúnen, levantando el puño, fraternizan y entran todos en el frontón. El sereno queda en la calle para «echar el alto» y avisar «si ocurriese novedad». 

A poco, el mecánico, saliendo del sueño, pone en marcha el motor. [Sacan los cadáveres.] Un miliciano agarra la cabeza, otro los pies; balancean el cuerpo muerto y lo arrojan del camión con golpetazo de cráneo. Porteros y milicianos comentan a voces. Una manera de exhibir su gustazo de ser los amos de todo es hablar a gritos, señorear también con el vocablo, comprobar que, ante su frase, nadie rechista. 

-Ya ves tú, a ese le denuncié yo; tanto orgullo que apenas si saludaba al salir, y ahora se hace la cusca[1]

La carga de asesinados colma el camión. 

-Es que hay más que setas. 

-Yo no sé de dónde sale tanto carca. 

Otro se engríe de poder hablar con los responsables del Radio comunista. 

-Las casas están llenas. Así nos tenían de oprimidos. 

-Pues a matar a todos; que cada cual denuncie a los suyos. 

Un responsable les mira autoritario y repite, con énfasis, dialécticas de periódico: 

-Hay que liquidar ahora totalmente la lucha de clases: así el proletariado quedará libre de enemigos para siempre. Si por falso sentimentalismo dejamos burgueses entre nosotros, nos harán la guerra de una manera o de otra. Cuanto antes acabemos con ellos antes triunfará la causa, y en definitiva, es la consigna revolucionaria que tenéis que obedecer. 

El coro asiente, fortalecido por el razonamiento. 

-Ni más ni más. 

-Así tié que ser. 

-A ello. 

Entre los fusilados, cuatro mujeres: mandíbula, ojos, pechos destrozados por los balazos, caen en el montón de carne, que mana hilos líquidos, chorreando al suelo. Los muertos están despojados de ropa. Con las camisetas y los calzoncillos, los hombres, y [con] los jirones sucios pegados a la piel mórbida, las mujeres; sus desnudeces son más obscenas. Sale una miliciana, ceñido el mono azul a las formas adolescentes por el correaje y las cartucheras; es menuda, grácil, tipito moreno y fino, de pies breves, bien recortados en zapatos de lujo. Del hombro cuelga el fusil, demasiado largo para ella; examina, acariciándolas, un puñado de medias sedosas. 

-No he podido aprovechar más que tres pares. Las de esa estaban rotas. 

«Esa» está vertida en el camión, espatarrancada, en la boca un coágulo color de chocolate. Los milicianos la miran con indiferencia. 

-Esa es la que hacía tantos remilgos -dice un jayán renegrido y hombrachón. 

-Pues bien te atracaste con ella -ríe la jovencita. Entra en el frontón, mientras el jefe se hispa, gallo victorioso: 

-¡A ver…! 

Sobre la carga de matadero ajustan la lona y, entre fusiles, arranca el camión a descargar en el Depósito del Cementerio. Se deshila el grupo. Los porteros caminan lentamente, achicados por la iracundia de un miliciano que bracea con el fusil. 

-Está bien que los denunciéis y que nos los carguemos entre todos: cumplís con vuestro deber; pero no me digáis a mí que un portero es un proletario. ¿De qué? En la portería, siempre de vagos, con calefacción y sin hacer más que leer el periódico, y alfombras, y a las diez, al teatro o a dormir… Propinas, trajes, cosas a granel; venga chupar de los inquilinos… Proletarios, ¿de qué? Yo sí que era un proletario: ocho horas de manivela de tranvía… 

Uno de los porteros protesta con cautela, para no enfurecerle: 

-Mira, compañero, nosotros hemos dao los informes, y mucho antes del golpe estábamos vigilando. Demasiao sabes qué labor hemos hecho, que sin nosotros bien difícil les hubiera sido a los Radios y a la Casa del Pueblo… ¿Por quién se enteraban de to los Comités? Por nosotros… 

Gritaba el tranviario: 

-¡Y por las criadas, y por los chóferes, y por los camareros, y por los repartidores! ¡Qué tanto presumir de servicios! ¡Vosotros no sois proletarios! 

Los tres hombres se alejaban, deteniéndose y andando, apareciendo y ocultándose entre las filas, verde infantil, de las acacias. 

 

 

II 

 

-Duerme, madre, duerme, que te vas a morir. 

El hijo procura llevarla a su alcoba, donde no se oyen los ruidos del exterior: agujero negro sin ventanas. Le enjuga los ojos, ensaya una broma inoportuna: 

-Madre, si a nosotros no puede ocurrirnos nada. Eso, a los fascistas. 

Ella, obsesionada con la idea de todos los días, repite con monomanía de loca: 

-Pero ¿cómo es posible? ¿Quién hubiera creído que en Madrid…? Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo lo permiten? ¡Si no puede ser! 

-Anda…, anda…, madre… Descansa. 

Ya el sol da destellos de metal y vidrio en los tejados y en las azoteas. La punta de un pararrayos centellea; ¿se le quedó enganchada la última estrella de la noche? De vez en cuando, el trémolo de velocidad de un auto. El muchacho quedó solo en la habitación. Ha cambiado su rostro: ahora no es afectuoso y sonriente; es varonil, endurecido. 

-«Cara al sol, con la camisa nueva»…[2] 

Se lo canta a la calle de asesinos y asesinados, a la calle de rondas en cacería de exterminio. Se lo canta con ira rabiosa a la calle, cuyos remolinos de colisión y choque conoce tan bien: 

-«…me hallará la muerte, si me lleva»… 

Alrededor todo es pobrecito, pobreza honesta y limpia de hogar que tiene sentido de salvación alegre cuando la preside, signo laborioso, la máquina de coser. Con las pocas rentas de una tierra de labranza en Segovia no se puede vivir más que en un piso séptimo. Está estudiando el hijo, y la madre repetía a las amigas, con resignación esperanzada: «Yo lo hago todo; para sirvienta no tenemos…». 

-¿Qué dices, hijo? 

El hijo decía, a media voz: «me hallará la muerte, si me lleva»… Responde: 

-Nada, madre. 

Sobre la camilla hay un poco de pan duro y una naranja. 

-Yo iré a las colas, madre. 

-¡No, tú no! -y entra con espanto, con susto tembloroso. 

-¿Por qué no? 

-Porque me parece a mí que en el Instituto… Tú has venido algunas veces con golpes y rasguñones… Dímelo, hijo mío… ¿Eras de los de Falange?… Yo te esconderé debajo de la tierra. 

-¿Yo, madre? ¿Tengo edad para eso? 

-Dentro de tres días cumples quince años y medio. 

-Ya ves. 

Como si hubiese oído un razonamiento, la madre quedó convencida. No, no es posible que a su hijo le puedan odiar ni considerarle enemigo a muerte. Con simplicidad profunda piensa: 

-Un niño es… un niño. 

Suspira, aliviada. Se ha tranquilizado. Un cajón de la cómoda descubre su secreto. 

-Tenemos trescientas pesetas… Y lo poco que se vende ya está por las nubes. El kilo de patatas, a peseta… ¿Tú crees que durará esto mucho? 

-Anteayer había tomado Yagüe Badajoz. Franco viene personalmente con más tropas de Marruecos. 

-No vayas a oír la radio. Prefiero no saber nada. 

La madre anda lentamente por el pasillo, arrastrando los pies. El hijo piensa: «¡Cómo se ha encorvado!». En la mano la botella, calcula por los dedos: 

-Aceite, el cuarto de litro a una diez… Las patatas… 

Antes de cerrar la puerta recomienda al hijo, besándole: 

-No salgas. No te muevas ni hagas ruido. 

El chico corre a levantar un lado de la cómoda. Saca un periódico muy doblado y lo despliega como bandera. Junto al cruce de flechas sometidas al yugo, «¡ARRIBA!», grita el título enorme. Rasga el muchacho en tiras las páginas y cada tira en trocitos minúsculos. Piensa en las luchas de la Gran Vía y San Bernardo, cuando salía con el periódico, en primera línea, a vocear entre miradas de muchachas que decían: «¡Valientes!», entre emboscadas y agresiones de socialistas, entre pánicos de gente neutral que no se atrevía a comprar el texto y se alejaba mirándole con ansia. «¡Arriba!», «¡Arriba!», había escandalizado tantas veces, lleno de orgullo, elevado el espíritu, sintiéndose digno de José Antonio, el arcángel adolescente que dejaba de ser el ensoñador de España para entrar a puñetazos en las cuadrillas de matones que cercaban a sus estudiantes… 

Tiros muy cerca; el breve «¡poc!» de las pistolas, que sonaban a tapón saltado de la botella; estampidos de máuser, y el estrellarse de la bala contra las piedras: «¡Pac!… ¡Oc!». La casa parecía sitiada. Vozarrones y gritos de ánimo, llamadas, chillidos de mujer mezclados a [las] detonaciones. 

En la hornilla se quemaba el montón de papeles que fue el número de ¡Arriba! Cuando las pavesas se deshacían en polvo negro, el muchacho las mezcló con la ceniza y corrió a la ventana. 

Desde la calle tiraban a las azoteas de enfrente. Milicianos, rostro arrebol de cólera, corrían de un lado para otro y se refugiaban tras los airosos troncos de las acacias para disparar. En los portales, grupos de criadas, vecinos, porteros y transeúntes refugiados asomaban temerosos la cabeza y se retiraban rápidamente a los disparos. Algunos balcones se abrían con estrépito y mujeres a medio vestir preguntaban a voces, oculto el hombre de la casa detrás de su cuerpo. Llegaron automóviles con milicianos que se echaban al suelo en marcha y ametrallaban las fachadas, contagiados de nerviosidad. Salió el portero de la casa de la esquina, y con las manos junto a la boca, como tornavoz, se desgañitaba: 

-¡Compañeros! ¡Aquí, por la escalera interior! 

Los más decididos, abriendo y cerrando los cerrojos de fusil, entraban en pelotón. El portero seguía dirigiendo la maniobra: 

-¡Subid a las azoteas de la otra acera, para que no escape por los tejados! 

Los que iban a tomar sitio en las colas con cestas y capachos se detenían, interrogándose. Por las bocacalles afluían obreros y chiquillos corriendo. Paró el tranvía, y los viajeros, asomados a las ventanillas, contemplaban el tumulto. El cobrador y el conductor bajaron, con alardes de revólver, y a cada miliciano le decían con emoción y ternura: 

-¿Quién os ha tirao a vosotros? ¿Dónde está? 

Un momento de algarabía y el tiroteo se reanudó con más brío. En la azotea de la esquina, una silueta humana resbalaba detrás de chimeneas y lucernas, procurando pasar inadvertida: 

-¡Allí, allí! -gritaron jubilosos desde algunos balcones. A codazos se abrían paso los milicianos para subir a los pisos altos y cazar al fugitivo. Aplastándose para no sobresalir de la baranda de cemento, el huido acercábase al edificio contiguo, separado por un patizuelo de dos metros, donde la ventana de la buhardilla se había entreabierto sigilosamente, sin que se asomara nadie. Los balazos herían la baranda, siguiendo el movimiento del perseguido, que se traslucía entre el calado de los adornos. Desconchones y pedazos hacia la calle rebotaban en granizada. Al llegar al borde de la medianería se puso en pie el acorralado. Era un muchachito imberbe, de camisa rota, pantalón medio deshecho y alpargatas. Su rostro, una mancha blanca, de tan pálido. Los ojos, enormes por la angustia, buscaban alrededor algo inesperado que fuera en su socorro. El griterío de abajo se hizo más agudo: 

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-¡En la esquina! ¡Va a saltar! 

-¡Que se escapa! 

-¡Darle! 

En la azotea de enfrente estaban ya los milicianos. 

-¡Dejarme a mí! -se impuso una voz. 

Sonó el tiro cuando el muchachito daba el salto hacia la ventana entreabierta. Un gemido, encogiéndose y agarrándose el costado, y cayó al vacío velozmente, clavándose en las lanzas de la reja del patizuelo. La gente aplaudía. 

-¡Vaya un tío tirando! 

La ventana de la buhardilla se cerraba poco a poco. El miliciano exhibíase satisfecho, en la mano el calor del cañón del fusil. El muchachito, como pelele, desgarrada la carne en lo alto de la verja, gemía con queja insistente, apagada. Algunos trepaban en competencia a rematarle con navajas y martillos. 

 

III 

 

En la portería, tertulia de comentarios. Habían bajado las criadas de la vecindad, cada una con su argumento, y se agregaron dependientes de la tienda y desconocidas que demoraban marcharse. El pelele colgaba, tumefacto de heridas y golpes. 

-¿Quién diría que esos críos son tan criminales? 

-De seguro ha matao ese chico más obreros que la Inquisición. 

-A mí me han dicho que los fachistas cogen a un proletario y se lo echan a los moros, que comen carne humana. 

-Lo peor es con los niños. ¿No os acordáis de aquellas señoronas y beatas que les repartían caramelos envenenados por los Cuatro Caminos? 

-Más de dos mil niños murieron allí esa tarde. 

-Se ponían como verdes, así como sapos. 

-Y las monjas también los daban. 

-Pues estos chicos que parecen tan inofensivos han inventao otra cosa. A un guardia de asalto que vivía pared por medio de mi casa le paró uno, y con el qué de que era de su pueblo se puso a hablar y le dio un cigarro, y al fumar el guardia se le empezó a hinchar la cabeza hasta que se le reventó. 

Comentarios, eco de las burdas historias que propalaban agentes de los Comités y que aparecían en los periódicos. 

Dejando presidir el cotorreo erudito a su cónyuge, el portero llamó al miliciano que saboreaba las mieles de la victoria retozando con una chulita -pelo con bandolina, patillitas de caracol- que para la labia de él tenía una muletilla: «¡A mí qué me la vas a dar tú, si yo soy de Pardiñas[3]!». 

-Amos, que tú te vienes de miliciana conmigo, a ponerte el mono y a quitártelo cuando yo te diga. Se han acabao las pamplinas. Amor libre, que es que si yo te gusto y tú me gustas… 

-¿A mí con esas, vivales, que soy de Pardiñas?… 

El miliciano acudió a la llamada del portero, mientras la chulita se pasaba la lengua por los labios y el dorso de la mano por las narices y le sentenciaba: «¡Nanay!». 

Entraron en la habitación del portero. 

-¡Gachó, cómo vives! 

-Son muebles de los del principal, que cambiaron los suyos y… 

-No, si a vosotros también os vamos a cortar el pasapán, por explotadores. 

La broma feroz forzó la sonrisa humillada del obsequioso. 

-Ahí va, para que no se te seque la lengua. 

El vino era morado, espeso y ácido, de las tierras de Arganda. 

-Bueno, ¿y qué hacemos de lo nuestro? 

Se revolvió en la silla el miliciano, como rascándose, y en las cartucheras sonaron a monedas las municiones. Tenía el fusil entre las rodillas y gran golpe de pañuelo rojo abierto en pico sobre la espalda, las dos largas puntas del nudo a los lados del pecho; el gorro, mitad rojo mitad negro, de la CNT, encasquetado: 

-Eso, tú verás el lío en que te metes si nos engañas. ¿Cuánto dices que puede sudar ese tío? 

El portero enseñaba su sonrisa mate de tabaco. 

-¿Engañaros yo? El que sea uno de UGT y tú de la Confederación no quita, porque si siempre estuvimos hermanaos, ahora más que nunca[4]. Lo que yo te digo es que la cosa es así: vosotros habéis cogío ayer al chico del principal… 

-Porque tú le denunciaste… 

-Conformes. ¿Y por qué le denuncié? Aparte de que es facista, porque vi la manera de que saliéramos tú y yo de apuros para siempre. No seas tonto. El padre es viudo, y no tié más que al chico, y es locura la que siente por él. Y yo me dije: se le coge, se le sacan al padre los billetes y se le suelta. 

Echó otra ronda el miliciano: 

-Pero tú no te has dao cuenta de que yo, como los compañeros, tengo que responder. ¿Has llevao uno? Pues tengo que apiolar[5] uno. ¿Has llevao dos? Pues tengo que dar pasaporte a los dos. Nada de soltar a nadie si el Comité no le suelta. A mí, en la checa me dicen: «Coge a este o a estos cuatro, o cinco, o los que se tercien, y avíalos». Y tengo que llevarlos y fusilarlos, y si no los fusilo y los dejo sueltos, me matan a mí por traidor. Además de que no voy yo solo, ni va solo nadie; el piquete es de tres, cuando menos, si no hay voluntarios, que siempre los hay. ¿Te enteras de la complicación que has buscao? Ahora yo tengo que cargarme al chico, desde el momento en que le he detenido y le he llevao a la checa. Nosotros no podemos hacer lo que nos dé la gana. Semos obreros conscientes. 

Quedaron un momento silenciosos. 

-¿No podíamos sacarle el dinero por la brava a ese tío? Y si no, le sacamos el alma, y a otra cosa. 

Se asomó el portero y llamó a una muchacha del corro: 

-¡Águeda! 

Entró balanceándose, gordota, baja, fofa. 

-Aquí la Águeda, que lleva en la casa más de un año. Aquí, el compañero Paco Yeles. 

-¡Salú! 

-¡Salú! 

-Es pa que nos digas si tu señor, vamos, si tu patrono, maneja dinero en gordo. Si trae y lleva dinero a menudo. 

-Tiene fincas en Extremadura. 

-¡Allí vamos a ir por ellas, maldita sea! ¡A Extremadura! ¡Con el bollo que han armao allí los facistas! 

-Un poco de calma, compañero. Sigue tú, Águeda. 

-Pues tié fincas y na más. 

-Entonces, ¿cómo va a tener tanto billete, so idiota? ¿Qué lío me has preparao, que te va a costar caro? 

La sonrisa sucia mate del portero vencía la brutalidad alardeada del cenetista. 

-Calma, calma… Águeda tié razón. Fincas, lo que sacaba de explotar a los compañeros de allí…, pero ¿y conocimientos? 

-Conocimientos, ¡huy!, muchos. To Madrid -decía Águeda, ponderativa. 

-Pues a eso voy -se restregaba las manos el portero-. Puede pedir a unos y a otros. Pa un caso así… 

-Bueno, tú te lo arreglas, y arréglalo pronto, que ya me estás cabreando. Yo no entiendo de chanchullos. Yo, al pan, pan y al vino, vino. Justicia, que pa eso nos hemos echao a la calle. Justicia y na más. De modo y manera que a ver si pué ser lo de los cuartos. Tú avisarás. 

Al salir manoseó a la gordinflona. 

-¡Vaya mantecas, compañera! 

-Lo que abunda no daña -respondía ella, levantando los ojos brillantes para buscar los del buen mozo. 

-Te voy a completar yo a ti el cebo. 

 

IV 

 

Cuando la madre entró, el muchacho estaba agitado por un arrebato furioso. En un rincón, inmóvil, en pie, miraba alrededor, acorralado por el espanto de lo que había visto. «A mí me van a matar así», era su obsesión. La ira le paralizaba, ardiéndole solamente en las mejillas. 

-¡Ya te has enterado! 

-Era Alberto, de la tercera centuria… 

-Dicen que se equivocó de portal. Andaba por las calles de noche, corno tantos, y a la madrugada iba, cada vez, a casa de un amigo diferente. Se metió en el portal de la esquina en vez del [otro] de al lado. En la guardilla vive la que fue su nodriza. Ya la han cogido. El portero denunció al chico. Tenía casi tu edad, dieciséis años. El pobrecito echó escaleras arriba para pasarse por la azotea… 

Tomó alientos la madre. Había caído en una silla, invocando: 

-¡Señor! ¡Señor! 

-Madre, yo quiero irme. 

-Sí, hijo mío. La han tomado con este barrio. He hablado con la verdulera, que es también de Segovia. Tú la conoces. Alguna vez subió cuando estuve enferma de la ciática. Vive en la calle de Ponzano[6], en un sótano. Es barrio más tranquilo porque no hay gente pudiente. Me ha prometido esconderte allí… 

-¿Esconderme yo? 

-Ya no se sabe quién corre peligro ni quién está seguro. Cuando he visto que a una criatura… Criar un hijo para eso… ¡Son fieras, peores que las fieras! 

Pensaba el muchacho: «Iré a la calle de Ponzano, y sin que ella lo sepa, a buscar al jefe. Tenía pistolas. Mi escuadra debe de estar luchando». 

-Como quieras, mamá. 

Viéndole tranquilo, la madre se levantó apresurada. Al desfallecimiento sustituía la actividad. «Pueden venir. Deprisa». Sacaba las mudas del muchacho y las envolvía en un lienzo de sábana. «El jabón, el peine, los libros». 

-¿Qué libros quieres? 

-Ninguno, mamá; el Instituto está cerrado. 

-Pero puedes estudiar. Sabe Dios el tiempo que vas a pasarte sin salir. Yo iré a verte. Con disimulo, como si fuera a comprar. En el sótano almacenan verduras, pero no te verán los mozos, porque tiene una alcoba dentro, con tragaluz al patio. De día estarás en la alcoba; de noche dormirás en el suelo, en el almacén. ¡Ah! La almohada. Ya veré si te puedo llevar el colchón. 

Iban por las habitaciones recogiendo prendas y objetos. El paquete era demasiado grande. 

-Quitaré el traje. Tampoco te hace falta ahora el gabán… Bueno, yo te llevaré las cosas poco a poco. La verdulera te dará de comer. El marido dice que sí a todo. Está horrorizado con lo de antes. Es buen hombre. 

-¿Vamos a salir juntos, cargados de líos? Notarán que huimos. Yo no me fío del portero. 

-Yo tampoco. Ayer han cogido al del principal. 

-¿A don Enrique? 

-No. A Pepín, al hijo. 

-Yo estuve con él anteayer, oyendo Burgos por la radio… 

-Lo decían las criadas en el portal. Me figuro que ha sido por culpa del portero. ¿Ves como tenía yo razón de que no fueses más a oír la radio? Les da mucha rabia que se entere la gente de la verdad. Si bajas ayer, te cogen. 

-Pero si ese chico no ha hecho nada… 

-¿Qué sabes tú? 

Se quedó la madre parada, mirándole fijamente. El muchacho bajó la cabeza. Ella se echó a llorar con desconsuelo. 

-¡Me lo estaba dando el corazón! ¡Sin decírselo a tu madre! Ahora que no te tengo más que a ti, porque a tu padre le cogió esto al otro lado, con los otros… 

-Con los nuestros… 

-¡Virgen María, qué horror! ¿Quién lo sabe? ¿Quién está enterado? Dímelo, para matarle… Antes que te denuncie soy capaz… 

-Nadie, madre. Si yo no soy nada. Tenía amigos. Nada más. Tranquilízate. En estos momentos necesitamos más serenidad…, más valor… 

Ya no hablaba la mujer. Otra vez era lenta, inclinada; torpemente ataba los envoltorios. Se detenía y de los ojos, rebosando el borde de los párpados, caían lágrimas largas hasta la boca. 

-Es mejor que vaya yo solo, como de paseo. 

-Si te pregunta el portero, dile que no salías porque estabas enfermo. 

-En la verdulería estaré. 

-Enfrente del electricista; al lado, la farmacia. No hay más que esa en la calle; no tiene pierde. La dices: «Señora Encarna, soy el hijo de doña Fuencisla». 

-Mejor será no decir nada, por si hay gente. No hay que dejar pistas. Espero a la puerta y por alrededor. 

-Yo voy escapada. 

Al llegar a la puerta lo llamó: «¡Federico!». Y abrazándole para sentir su cuerpo vivo, le besaba la frente y toda la cara de piel tersa de niño. 

-Te ibas sin darme un beso. 

-Mamá, como es para un minuto… 

-Sal ahora… Como un rayo… No te pongas a hablar… 

La escalera estaba golpeada de música machacona. De orden ministerial, los altavoces de las radios habían de ponerse a la intensidad máxima, para enterar a todos los ciudadanos de las emisiones. Una y otra vez se repetía el chinchín del «Himno de Riego». Las puertas, cerradas, de los cuartos no eran bastante a mitigar lo chillón de la charanga. El muchacho sintió la bofetada de la musiquilla: 

-¡Qué asco de polca del hambre! 

 

 

La portera asomó el perfil por el hueco de la escalera; tenía el oído fino: aquellos pasos tácitos eran sospechosos. Se replegó, como caracol, dentro de la portería y le susurró al marido: 

-Ahí baja el chico del sétimo. Lleva un bulto. Me parece que se las pira. 

El portero dejó encima del sofá en que se repantigaba el número de Política, caliente todavía de noticiones para incitar a la bestialidad. En Badajoz, recién tomado por la columna de Yagüe, se había divertido este jefe llenando el ruedo de la plaza de toros con apretada multitud de trabajadores; desde los tendidos, Yagüe, sus oficiales, los falangistas y todos los curas, frailes y monjas de la región se entretuvieron en asesinar a los operarios y braceros campesinos con ametralladoras. El acto había sido celebradísimo en la zona rebelde. 

Reverenciaba a Política el portero más que a los restantes diarios de la República: era el órgano de opinión de Azaña, ese cerebro cuya revelación ofrendaba la España democrática a Europa, y lo redactaban subidos intelectuales. Absorbida la ración de veneno -cada diario se la suministraba a sus lectores-, el odio del portero se le derramaba, bilioso, entre los dientes nicotizados[7]

-¡Hijos de puta! ¡No hay que dejar ni muestra! ¡Me cago en sus doce padres! 

Federico, el del séptimo, polarizó su frenética ira contra militares, monjas, eclesiásticos y falangistas, que asesinaban en masa a las «clases laboriosas» en las plazas de toros. 

-Tú, entretenle -ordenó a su mujer-. Me se acaba de ocurrir… 

Salió a la calle. La portera volvió a asomar la jeta de perfil agudo, y cerró el paso al muchacho, que silbaba entre labios una cancioncilla para disimular el azoramiento. 

-Buenos días. 

-¡Salú…! ¡Salú…! -le devolvió ella, subrayando. 

Torció para pasar junto a la portera, que le presentaba nariz cortante y barbilla puntiaguda, ojuelos maliciosos y sonreír zalamero, de deje chungón. 

-Señorito Federico, tanto tiempo… Habrá estado malo el señorito… 

En aquellos momentos, en que se raspaba del diálogo todo tratamiento que no fuese de etiqueta proletaria, el retintín le puso en cuidado. 

-Un poco… Gracias… 

Iba a despedirse: «¡Adiós!», pero detuvo su lengua. 

-Pues espérese el señorito, que hay una carta. 

-¿Una carta? 

-Sí, para el señorito. Voy por ella. 

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Buscaba el portero al miliciano Yeles, que se pavoneaba otra vez en la calle entre lisonjas de criadas y dependientes. 

El compinche le sacó de la apoteosis popular y le habló en reserva. 

-Pero ¡qué tío! ¡Les tiés más inquina que nosotros! ¡Y los cazas al vuelo! ¿Dónde está ese canario flauta? 

-Lo importante es que no le zumbéis hasta que yo os diga. 

-Claro, en la checa vamos a estar esperando tus órdenes. Y el Comité, en la higuera. Tú mandas, y boca abajo el Comité. 

-Si no es eso, ¡maldita sea, pesao!, que tú también eres de tu pueblo. 

-Somos del mismo. 

-¿Es que no quieres escuchar? 

-Oye, tú, no levantes el quiquiriquí, que no lo tolero… 

-¡Chist! Cállate, que nos miran, y no conviene que se entere nadie. ¿Es que se te ha olvidao el negocio de los cincuenta mil duros? 

-¡Ah! ¿Pero sigues armando más lío? 

-Que me dejes a mí, que voy sobre seguro. Obedece en esto; en lo demás haz lo que te salga del sobaco. Le coges al chico y le guardas. Yo avisaré. 

Le miraba el miliciano con la admiración del proletario por los ingeniosos y los enredadores políticos: 

-No, si tú harás algo bueno. ¡Lástima que seas de la UGT! 

Federico salía de la casa. En el portal le despedía la portera: 

-Pues usté dispense, señorito, que no era para usté… 

-Aquel es. 

El miliciano Yeles echó a andar, porque el muchacho iba deprisa. 

-Mañana vengo -dijo, volviéndose. 

-Mañana estará todo arreglado -le aseguró el portero. Ya en otra calle, alcanzaba el cenetista al muchacho; le agarró del hombro: 

-¡Eh, tú, a ver, documentación! -no le dejó ni responder- ¿Qué llevas ahí? En ese paquete llevas pistolas. 

Como una bocanada de color le había entrado por los ojos al muchacho el rojo del pañuelo y del gorrillo: 

-Yo… -murmuró, yerto. 

-Tú no tiés que decir ni pío. Echa a andar a mi lao, que te he visto pegando sellos de la Falange. A ver si es verdá que sois tan hombrecitos. A mi lao, sin que se note que te llevo, ni correr, porque te vuelo la cabeza -montó el cerrojo del máuser con prosopopeya. Algunos transeúntes se detenían a mirarlos-. Y si no, será mejor… 

Pasaba un automóvil con las iniciales «CNT» y «FAI» pintarrajeadas con yeso en las portezuelas. 

-¡Eh, compañeros! -El auto se detuvo-. Sube. Vamos a Mediodía, ya sabéis… 

No había reaccionado el muchacho de la sorpresa y de la tremenda evidencia. «He caído». Obedeció con la parálisis de la voluntad que el terror produce, y que inhibe totalmente la iniciativa para la defensa. 

-¿Qué os parece el pipi[8]? Estos pollos son de lo más dañino. 

Anoche han pescao los de Izquierda Republicana a diecisiete en tres pensiones de la Gran Vía. Hay que descastar Madrí de facistas. 

Parecían obreros panaderos, porque iban en camiseta y con el mandilón de amasar. El que guiaba era un jovencillo bien vestido, empleado de Banco o maestro; miraba con cierto desdén a los fornidos panaderos de brazo velludo. 

El cruce de la calle de Alcalá con el Prado y Recoletos era una gloria de pureza azul en el cielo y de sol que acariciaba con suave mano otoñal las hojas oxidadas. Bajo arcos de chorros, los leones tiraban de la carroza-trono de Cibeles neoclásica. Mañana madrileña, con cohetes de pitidos de pájaros en la floresta del Botánico y lejanías rosadas y grises de nácar hacia Getafe[9]. El muchacho sentía amarga la boca y [un] peso físico que le impedía levantar los brazos, respirar… 

-¡U, hache, pe! ¡U, hache, pe! ¡U, hache, p! 

Venían los gritos espaciados, uniformes, en compás cantado por millares de gargantas unánimes. 

-¡U, hache, pe! ¡U, hache, pe! ¡U, hache, pe! 

La manifestación inundaba la glorieta de Atocha, canalizándose Prado arriba, para bajar por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol. El suburbio afluía, marea de la miseria y del andrajo. Los Carabancheles, la carretera de San Isidro, Mataderos y el cuartel de los Gitanos, Basureros y la orilla derecha del Manzanares, las rondas y los barrios bajos, cuyo eje es la calle de Toledo, vomitaban en el lujoso centro de la capital sus heces turbias. Mujeres aviejadas, saco liado al esqueleto, pingo en la pelambre, manos encarnadas de coger ladrillos en el tejar; vendedoras de verduras, y aguardiente, y gallinejas; comadres de casa de vecindad con críos al pecho; hampones en traje de prendería; tizne de obreros de andamio, el pozo negro y la fragua; niños encanijados, en camisa, vientre inflamado y piernecillas de hilo; carreteros y corsarios de faja y faca; huertanos del riego con agua de alcantarilla; familias descalzas de traperos, el tracoma entre la costra, seguidos de perros feroces; maleantes de ficha policíaca; palurdos satisfechos de mandonear en los paseos que antes les cohibían por la finura de su concurrencia; achulados con cara estragada de sueño capitaneando cortos rebaños de hembras, lúbricos mascarones de afeite barato; tipos de Casa del Pueblo intentando dirigir y organizar la espesura de muchedumbre; muchachos vestidos de mecánico, de los talleres del Pacífico… 

Desde el coche veía Federico un flanco del desfile. Rostros de satisfacción y jarana, miradas que relampagueaban en largo pasar ante el vidrio. El hervor de júbilo se articulaba en los labios con el grito de la revolución de Asturias: 

-¡U, hache, pe! ¡Uníos, hermanos proletarios! 

Y se hacía también signo en el puño cerrado que sobresalía de las cabezas, amenazante, gesto de implacable odio: innumerables puños de brutal movimiento golpeante al ritmo del estribillo único: 

-¡U, hache, pe! ¡U, hache, pe! ¡U, hache, pe! 

El conductor del auto vislumbró algo, y echábase fuera de la ventanilla para ver mejor. En el centro del oleaje de seres humanos, un grupo, más violento, resonaba a vociferaciones, gesticulante alrededor del palo que levantaba en vilo una mujer a la que se le salían los ojos de la faz escarlata. El palo balanceaba en lo alto una calavera cortada. La cabeza era de hombre, casi calva, el rostro en expresión lela, párpados entornados, lengua asomando entre los dientes. Al movimiento, la cabeza giraba, clavado el cuello en la pértiga. 

-Oye, tú, compañera, ¿qué es eso? 

La furiosa a quien preguntó el conductor, volviose, ronca: 

-Le hemos matao al López Ochoa. Veile. Y detrás de ese irán tos. 

El miliciano interrogaba a Federico: 

-¿Quién era? 

El muchacho se encogió de hombros. 

-Sí, hombre -se enorgullecía de sus conocimientos uno de los panaderos-. Es el que mandó las tropas en Asturias, en la gloriosa revolución de hace dos años, que bien me recuerdo. Estar, ese general se estaba en el Hospital Militar de Carabanchel, diz que haciéndose el enfermo, pa huir de la justicia popular. Pero los asturianos teníanle bien vigilado. Por lo visto, entraron y… escabechado[10]

El otro panadero se rebulló antes de cerrar el broche del diálogo: 

-Eso les servirá de ejemplo a los políticos, y si alguno se desmanda…, degollina. 

Bocinas y cláxones atronaban pidiendo paso a los rezagados del cortejo. El auto siguió, sorteando a los que corrían a incorporarse. [El Prado:] avenida dieciochesca de palacios y museos. Se detuvo ante el despacho de equipajes de la estación del Mediodía. 

 

VI 

 

Una sala de espera de la estación, junto a los despachos de los empleados, estaba habilitada de cárcel. La puerta del andén, cristalera tapada con periódicos, la guardaba un miliciano, además del seguro de cerrojos y [el] banco de través. Cuartucho sin luces, alacena de trastos olvidados por los viajeros: calabozo. 

-Entra en la comisaría. 

Al oír una denominación que la costumbre asociaba a ideas de legalidad y protección al inocente, Federico sintió latir otra vez la sangre inmovilizada por corazón y pulsos. En la sala de espera, a la mesilla de factor, un miope cejijunto, colilla al labio, apuntaba en papeles y leía lo escrito después por una rendija de mirada. 

-Filiación. 

Se limpió el miope la plumilla en la manga de la zamarra. 

-Federico Contreras, quince años… 

-Estudiante, claro… 

-Sí, estudiante. 

-Fachista. 

-No, señor. 

-Eso lo veremos; y yo no soy señor, soy compañero o, si lo prefieres, ciudadano. A ver si aprendéis de una vez. 

-Usted perdone. 

-De tú. Se acabaron las pamplinas. Estudiante, ¿a qué partido pertenecías? 

-A ninguno. 

-Ya estamos con lo de siempre. Fíjate bien. Te pregunto a qué partido político perteneces. ¿Al Frente Popular? 

-No pertenezco a ninguno. 

-Bueno, que te ensarten. 

-Es que… 

-Cállate. Otro. 

Como no había más detenidos, el muchacho se quedó en pie. El miope le rechazaba con la mano; fue a sentarse al banco que defendía la puerta mampara. 

-¡Largo! -le gritó el centinela- . ¿Es que te quiés escapar? -le encañonaba con el fusil. 

El cenetista Yeles hablaba con el escribiente, que arrugaba los ojos para disminuirlos. 

-Bueno -repitió su muletilla -. Bueno. Con miramientos. Pásale al departamento de detenidos. 

El cuartucho ciego, con cajas de mercancías y maletas enfundadas en polvo. Al entrar dio un traspiés y unas manos le sostuvieron. 

-Nosotros ya tenemos hecha la vista… 

Al cerrarse la puerta, alguien encendió fósforos. Había tres detenidos más. 

-Como afuera es de día, no ven el resplandor… Oímos que van a entrar y apagamos. 

Aplicaba la cerilla a media vela puesta en el suelo; la llama, mareada por el moverse de los encerrados, golpeaba fantasmones de sombra contra la cal del techo. 

-Al principio, cuando nos cogen, desconfiamos de los que están ya en los calabozos y no decimos nada; poco a poco se establece la confianza, y… No tenga cuidado. Aquí hay dos de derechas y un rojo… Pero es extranjero, y no nos entiende. 

Hizo sitio; Federico sentose. Atendía al joven enfermizo, delgadísimo, que se quebraba hacia delante por la cintura y movía, con pausas de orador, manos transparentes de jaspe. 

-Debe de ser un enganchado en la Brigada Internacional. Quizá desertor. ¿No ha leído usted El Socialista[11]? Lleva quince días pidiendo cinco mil hombres que quieran morir… ¡Qué cartas le contestan! ¡Ridiculus mus[12]!… Entre tantos millones de rojos no hay cinco mil dispuestos a dar su vida por la anarquía y el comunismo… No es igual enfrentarse con nuestros soldados que robar y asesinar en la retaguardia… 

Bostezó, tapándose la boca con el pañuelo. 

-¿Está usted de luto? 

Federico pensaba en su madre, que habría ido a la verdulería, y en su desolación al no encontrarle. Punzadas dulces y dolorosas le angustiaban el corazón. Y mientras veía las imágenes precisas del camino de su madre buscándole, corriendo calles, de una casa a otra, atendía a la realidad del calabozo, y a las palabras del enfermizo. Era desdoblamiento, doble vida, extraña lucidez que participaba por igual en ambos espacios. 

-Es que visto de negro… Todos en la familia -le respondió en su tono de plática. 

Federico pensaba: «¿Será cosa de los porteros? Aquel pretexto… Pero no tiene nada de particular que creyese que había una carta para mí…». 

-Tengo un hermano jesuita, y le buscan con ahínco. A mí me detuvieron porque me negué a decir dónde estaba. 

-¿Lleva usted mucho? 

-Tres días. 

-¿Qué le han dado de comer? 

-Nada. Ni lo dan ni permiten comprarlo. 

-Entonces… 

-No se preocupe. Yo he estado tres veces en la cárcel… Algo pasa, al final… 

Apoyada la cabeza en la pared, el que descabezaba sueño envuelto en su gabán dijo de pronto: 

-Y a mí, ¿por qué me han detenido? -la mirada se le hizo en las gafas dos círculos de fría luz de cristal-. Me detuvieron… y aquí estoy. Todavía no sé por qué. 

-¿Muchos días? 

-Dos. 

-Yo soy el decano -susurró el joven de luto-. Se nos puede fechar por el crecimiento de la barba. 

La mano de jaspe se raspaba en el cepillo del rostro. 

-Pero, bueno, es que lo mío… Usted tenía un hermano jesuita… Pero yo estaba en el almacén. Llega la patrulla. ¡Detenido! Y me traen aquí. ¿Por qué? 

El dependiente se tranquilizó de repente. 

-Debe haber sido un chivatazo -[y] recostó la cabeza para dormitar. 

La vela se achicaba. Todos se recogían, silenciosos. En la otra parte del espacio en que vivía Federico, su madre quizá hubiese vuelto a su casa, a llorar desconsoladamente, desconcertada, presurosa por hacer algo que su instinto le advertía que era urgente… ¡Y, anhelándolo, no sabía qué hacer!… 

El extranjero movía del suelo su corpacho, desarrollando, al ponerse en pie, la descomunal estatura. Aporreó la puerta sin decir palabra. Cabezota de bola redonda, sobrepasaba el dintel. Como no contestaron, dio patadas. La puerta crujía. Llevaba botas de montar, bombachos y jersey espeso. 

Al otro lado gritaban ya, juraban, y el joven de luto apagó la vela. 

-¿Qué te pasa a ti, alifante? -apareció un miliciano entre violento resplandor al abrir-. ¿Verdad que parece un alifante? -se dirigía, betunero andaluz, gracioso de profesión, a los encerrados-. ¡Arsa! Tú venía a luchá con nosotro, y por poco te damo mulé. ¡Er sino! 

Lo mismo que él, manoteaba el extranjero, levantándole gritos en jerga gutural. 

-Debe sé inglé. Tos lo inglese tién mal fario. ¿Qué quié tú, arma mía? ¿Quié un bisté? 

El miope se acercaba con la americana del gigante y su revoltijo de documentos: 

-Ha sido una equivocación, compañero. Nos ordenaron que tuviésemos cuidado con los espías. Puedes incorporarte a la Brigada. 

El gruñón se enfurecía más. La americana y los papeles le fueron arrancados al miope, y separando al miliciano gracioso, echó a zancadas. En medio de la sala de espera-oficina volviose y dijo una frase con furia. El gracioso le hacía gestos de dedos: 

-¡La tuya! ¡La recochinísima tuya! ¡Toma, pa el viaje! De una coz cerró la puerta del calabozo. 

Continuará… Por la transcripciónJulio MERINO

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.